ESPECTACULOS
El talento discreto
Graciela Araujo viene trajinando tablas desde su adolescencia, dándole vida a personajes de la más prestigiosa dramaturgia mundial. Es “la actriz del San Martín” para muchos que la conocen por su trabajo y sólo por eso siempre fue reacia a integrar esa madeja vaga que se llama farándula. Ahora, con María Roza Fugazot y Thelma Biral, actúa en “Las presidentas”.
› Por Moira Soto
Por qué hay que tener un culo?”, se pregunta Erna, una vieja ahorrativa y preconciliar, convencida de que ciertas cosas sería mejor que no existiesen para que todo fuera más simple, portando un gorro ridículo y un traje con reminiscencias tirolesas que la hacen parecer una especie de Gretel de cuento infantil. Esa mujer que podría ser del Opus Dei en España, es una austríaca que platica, discute, rivaliza por el poder a través de sus fantasías romántico-religiosas con otras dos amigas tan excéntricas como ella, aunque muy diferentes entre sí. Las tres están sobre el escenario del Teatro del Nudo donde se representa la intranquilizadora pieza Las presidentas, de Werner Schwab.
Totalmente opuesta es la imagen de la dama que llega sonriente a la entrevista, con los primeros fríos invernales después de la larga lluvia, arrebujada en un larguísimo tapado negro atravesado por una echarpe rosa pálido. Ahora está justo enfrente del teatro donde trabajó largamente en incontables obras, ya como la protagonista, ya en personajes secundarios. Graciela Araujo sabe perfectamente que muchos la identifican como “la actriz del San Martín” (“como si no hubiera hecho otra cosa en mi existencia, pero ésa es una marca muy fuerte que asumo porque fue una elección muy fructífera en mi vida profesional”), aunque no faltan quienes al reconocerla por sus personajes de las telenovelas de antes de estar en ese elenco estable, le preguntan por qué hace tanto que no trabaja. En la tele, en sucesivas temporadas teatrales, en alguna fugaz pero recordable incursión cinematográfica (Yo, la peor de todas, de 1990), lo que siempre ha distinguido a Graciela Araujo, independientemente de su calidad de intérprete, es su perfil discretísimo, para nada relacionado con los brillos de la farándula. Esa natural reserva seguramente le significó menos notas de prensa, ninguna figuración en revistas de chismes estelares, lo que lejos de quitarle el sueño la ha hecho dormir mejor. “No es que me haya negado nunca a un reportaje sobre mi trabajo ni que no aprecie algunos premios y nominaciones que he recibido, pero hasta ahí. Lo otro no es lo mío, así de sencillo”, dice la actriz que estuvo en el San Martín desde fines de los ‘60 bajo distintos directores, de César Magrini a las dos etapas Kive Staiff, haciendo cantidad y variedad de piezas, preferentemente clásicos de diversas nacionalidades (los españoles en verso son sus favoritos, así fue como actuó en La celestina en el rol Melibla, y unos cuantos años más tarde encarnó a la vieja).
Graciela Araujo empezó de chiquita con esto de querer ser actriz: junto a sus tres hermanas formó una suerte de compañía, amateur pero bastante estable, que ofrecía a familiares –y amistades indulgentes– adaptaciones teatrales en el garaje de la casa donde vivían, a veces con la inclusión de títeres: “Yo era la mandona, aunque tengo una hermana mayor, luego cantante lírica que ahora vive en Italia. Armábamos distintas cosas, me acuerdo de haber hecho parodias de óperas –se escuchaba mucha música en mi casa– como Carmen. Bastante chica, hice una versión para teatro de Mujercitas. Por supuesto, me reservé el personaje de Jo: yo siempre era la protagonista y la directora. Protestaba porque mi hermana menor seemocionaba de verdad, se largaba a llorar y no podía seguir: ‘Eso no es actuar’, le explicaba yo.”
Cuando Graciela estaba terminando el secundario se fundó la Escuela de Teatro de La Plata, y allá fue la adolescente: “Tuve de maestra a Milagros de la Vega, una maestra extraordinaria, muy moderna para su época. Mientras estudiaba, me metí en el Teatro Universitario de la ciudad, un grupo en el que estaba gente como Martha Mercader. En principio, por estar todavía en la escuela, yo no podía actuar en público, pero lo hice: aparecí en el programa con mi primer nombre y mi último apellido –María Souto– haciendo Las criadas de Genet a mediados de los ‘50, en el Coliseo, después de ensayar casi durante un año. Fue una experiencia transformadora; imaginate: tan joven y entrar a una obra tan dura, tan revulsiva. No sabés lo que dijeron algunos en La Plata cuando estrenamos. Cuando egresé, se formó la Comedia Provincial, en el viejo y divino Teatro Argentino: estuve, por ejemplo, en La viuda astuta, de Goldmi, dirigida por Marcelo Lavalle. Me recibí con buenas notas, medalla de plata, todo bien. Pero enseguida tuve que salir a ganar plata: había fallecido mi papá, mi mamá se puso a trabajar y necesitaba nuestra ayuda. Empecé a hacer radioteatro en Radio Provincia y entretanto viajaba a Buenos Aires a golpear puertas. Fui consiguiendo varias cosas en radio primero, luego en televisión. Participé en radioteatros con figuras como Celia Juárez, guiones de Alfredo Luna, Celia Alcántara, luego Alberto Migré, muchísimo Migré”, memora con un dejo de nostalgia cariñosa. “Entré al elenco estable de El Mundo, donde ganaba un sueldo y tenía que hacer por lo menos tres audiciones por día; estaba don Armando Discépolo que dirigía el Radio Cine Lux, con versiones de famosas novelas. Llegó un momento en que, haciendo radio y teatro, ya no podía seguir viajando diariamente de y a La Plata, y me vine a vivir aquí. Al mismo tiempo que comencé a hacer novelas en la televisión, participé en cooperativas de teatro: estuve en puestas como una versión de Electra, con Violeta Antier y Mercedes Sombra. Dirigida por Madanes, actué en verano en espectáculos al aire libre: Las de Barranco duró muchísimo: primero en Caminito, luego en el San Martín, más tarde en giras por el interior. Al aire libre seguí con varios clásicos españoles: El vergonzoso en Palacio, El amor médico, Fuenteovejuna. Con esta obra, dirigida por Mario Rolla, obtuve el premio en Italia”.
De Genet a Schwab
Dos años sin actuar ya era demasiado tiempo para Graciela Araujo, y no la convencía la idea de hacer un unipersonal porque “necesito la presencia del otro en el escenario”, cuando tres días después de hablar con Manuel Iedvabni, cayó en sus manos Las presidentas, de Werner Schwab. Conmocionada, asoció esta pieza con aquella otra que tanto la marcó todavía adolescente: Las criadas, de Genet, un autor del que se ha dicho que se propuso la búsqueda del mal como otros la del bien, “con todo ese clima opresivo, de oscuro ritual”. Araujo recibió alborozada la incitante noticia de que las otras “presidentas” serían Thelma Biral y María Rosa Fugazot. Un elenco atípico y prometedor para “una pieza con tres personajes impresionantes, ninguna facilidad. Manolo me dijo que Thelma tenía los derechos y estaba encantada de que yo participara. Me pareció bárbaro que ella se atreviera a hacer esta obra, apostar a un cambio tan audaz. Se sumó María Rosa Fugazot –que venía de hacer Venecia, Chicago– y hubo una buena química entre las tres. Creo que es un hallazgo que noshayamos reunido, somos distintas, es cierto, pero nos complementamos mutuamente”.
–Si bien es cierto que Erna, Greta y Mariel son tres personajes netamente caracterizados, también ocurre que durante el desarrollo de la pieza van alternando registros, del trágico al ridículo, hasta llegar al máximo delirio.
–Sí, Schwab es un autor nada convencional, que te sorprende, te sobresalta. Un tipo que en su corta vida, 35 años, además de realizar otras actividades artísticas, escribió como 15 obras de teatro. Un punk, extremista y muy talentoso. Mi personaje está sin duda inspirado en su madre, una trabajadora doméstica, católica recalcitrante. Mientras que al padre nunca lo conoció, al parecer era un nazi del que habla pestes en los reportajes. Schwab es el Herman del que yo hablo.
–¿Cómo se enfrentaron las tres actrices y el director a una obra tan fuera de los cánones habituales en todo sentido? ¿Cómo llegaron a descubrir algunas claves de estos personajes tan alegóricos?
–Ensayamos tupido mucho tiempo, probábamos muchas cosas hasta pisar algún terreno más o menos firme para lo que la obra quiere decir. Por suerte, Manolo nos dio mucha libertad, hasta que cada una fue encontrando su caminito. Lo de la ropa y la escenografía, aludiendo a un cuento infantil de esos que tienen un final terrible, fue algo muy apropiado que se le ocurrió al director a último momento. No en vano esta pieza cayó como una cachetada en la sociedad burguesa austríaca. Pensá en la Viena que ha mantenido esa fachada de valses encantadores y pastelería cremosa... El autor se peleó con todo eso, y sobre todo con el trasfondo político e histórico. No por nada murió de borrachera, explotó más bien, un 31 de diciembre de 1993.
–¿Cómo te sentías haciendo esta pieza tan cerca del teatro de la crueldad, sin la red protectora que te daba el San Martín?
–Me hace bien interpretar esta obra. En un momento tan terrible, a nivel local y mundial, este cuestionamiento del poder, de la intolerancia, del avance de la derecha, es como un llamado de alerta de terrible vigencia. Las presidentas es una suerte de puñetazo, un shock que puede resultar positivo para el público, hacerlo pensar. En este capitalismo salvaje, con la gente cada vez más hundida en la mierda –esa mierda que tanto se menciona en forma simbólica en la pieza–, cada vez más ansiosa de figurar, de ascender de posición a cualquier precio, esta obra ofrece una representación brutal de esas aspiraciones. Fijate que Schwab se mete con todo, incluso con ese corte generacional: no sólo ellas se llevan mal con sus hijos sino que éstos no quieren tener descendencia, algo que está ocurriendo hace un tiempo en Europa. Son muchas las cosas que tira esta obra. Incluso ese final en que se sacrifica a una de ellas para que no interfiera en las fantasías de las otras dos, se presta a distintas e inquietantes lecturas. En el caso de mi personaje, la santurrona Erna, con un poco de vino se les disparan sus ensueños con un tal Wottila –mirá qué parecido al nombre del Papa el de este personaje, que además es polaco– al que se le apareció la virgen en el bosque. Y ella tiene una antigua fantasía de irse a Roma con Wottila... Pero antes, esta mujer se molesta por todo lo relativo a la expresión de la sexualidad: ella prefiere negar, reprimir... Por otra parte, es alentador ver cómo la gente responde enesta época de tanta crisis, se abren nuevas salas, hay propuestas de todo tipo, espacios que ofrecen hasta tres espectáculos diferentes. Mujeres moviéndose por todas parte: actrices, empresarias, directoras, vestuaristas, autoras... Ya sabemos que los problemas son muchos y algunos de terror, pero te podés acercar a un teatro, elegir entre una gran oferta y dejar que tu espíritu se expanda, que tu cabeza se abra. Te lo digo yo que sufro mucho con la problemática de tanta gente, que me pregunto cómo ayudar. Y llego a la conclusión de que desde el teatro se puede hacer un aporte ennoblecedor, humanizador. Tanto desde una sala amplia y confortable como desde un galponcito donde se pueda renovar, una vez más, el milagro del arte.