SALUD
La menopausia es ese momento de la vida de las mujeres que suele abordarse desde un punto de vista exclusivamente médico y asociarse, sin rubor alguno, a la inminencia de la vejez, pero nada se dice del deseo. En La menopausia. El deseo inconcebible, la francesa Marie-Christine Laznik propone otras lecturas más amplias y reconfigura, a partir de Colette y Simone de Beauvoir, más de un mapa posible.
› Por Soledad Vallejos
Además de franca y lacanianamente camorrera, Marie-Christine Laznik es una doctora en psicología, psicoanalista y miembro de la Asociación Lacaniana Internacional que se interesó por un silencio cuyo peso le hacía ruido: el que rodea a la menopausia. Hizo un exhaustivo relevamiento de lo publicado, revisó los archivos de su propia práctica clínica, se sirvió de material presentado en congresos profesionales, releyó materiales literarios y debates feministas. De allí salió La menopausia. El deseo inconcebible (ed. Nueva Visión), un volumen que lee cultural y psicoanalíticamente la “crisis de la mitad de la vida” (con lo cual la despega del aspecto exclusivamente médico), pero también las lecturas que se han hecho y hacen de ella. ¿El punto de partida? La menopausia, exclusivamente ha sido (y es) tratada como una cuestión médica: un cambio en el cuerpo que determina el fin de la edad fértil. O bien ha resultado postulada desde cierto feminismo norteamericano como una batalla, la oportunidad de resistencia a la industria farmacéutica (y cosmética) empeñada en atenuar sus efectos (o eliminarlos por completo) para mantener firmes los estereotipos de género (afirmación que podrá ser objetada por reduccionista, pero de la que ejemplos locales no nos faltan). O también: la menopausia pareciera tener un lazo inevitable que la convierte en sinónimo de vejez y decadencia irremediable (ilustrativo, un fragmento que Laznik rescata del Talmud: “Una mujer es vieja, es decir, afectada por la menopausia, cuando, al acercarse la edad crítica, ya no ve su flujo catamenial durante tres períodos consecutivos”). Pero el meollo de la cuestión, dice, es otro: la imposibilidad (cultural) de pensar como dueña de un deseo propio a una mujer que ya no podrá ser madre.
“Nuestra sociedad puede contar historias de amor sobre mujeres maduras, con la condición de negar explícitamente el final de su capacidad de concebir”, escribe Laznik y sostiene su tesis en un puñado (pertinente) de representaciones (cine, literatura, televisión) en las que, por ejemplo, una mujer cercana a los 60 años queda embarazada de la noche a la mañana sin más trámite que un fugaz encuentro romántico (como en la telenovela brasilera Lazos de familia), o bien resulta víctima de un final moralizantemente punitivo tras haberse atrevido a afirmar un lugar que difumina las fronteras del género para construirse con rasgos prestados de aquí y de allá (Cruella De Ville, bruja brujísima de 101 dálmatas). Culturalmente, afirma Laznik, la mujer menopáusica es el personaje malo de un cuento de hadas: la Madrastra de Blancanieves, furiosa y dolida por ese cuerpo al que el espejo no reconoce como el más bello, porque hay una nueva “elegida”. Pero entonces, cuando desde afuera se dice que todo está perdido, aparecen dos leyendas salvadoras: Colette y Simone de Beauvoir.
Las lecciones de Cheri
A la angustia de no encontrarse reconocidas en un espejo halagador (que las afirme como deseadas en tanto mujeres –he ahí uno de los puntoscamorreros de Laznik: insistir en que sólo es posible construirse como mujer a partir de la mirada masculina, del reconocimiento de una falta) al llegar a la mitad de su vida, las mujeres pueden operar respuestas de lo más distintas. Están, por caso, las que se convierten en “mujeres con corazón de hombre”: aquellas que pueden “asumir psíquica y verbalmente su sexualidad” de un modo “más viril” y que, por algún azar, suelen ser numerosas en actividades que ponen “en juego la escritura o la voz: escritoras como Simone de Beauvoir, Colette, Marguerite Duras, innumerables actrices teatrales o cinematográficas, cantantes como Edith Piaf”. Son, claro está, chicas con cierto (sólido) poder, con un lugar en el mundo que les ha valido un pasado tal vez no tan interesante como su presente. Y sin embargo, la angustia puede acechar.
Colette se obsesionaba con la vejez tanto como con la juventud y el amor. Veía el paso de los años con optimismo, pero también con desazón. Escribió: “llega una edad en que a la mujer ya no le queda otra cosa que enriquecerse”. Y estaba en eso cuando, a poco de terminar de escribir Chéri (la nouvelle sobre la relación amorosa entre la cuarentona y deliciosa Léa que inicia a Chéri en la vida galante), terminó enredada con Bertrand de Jouvenel, el hijo adolescente de su marido. Años después (exactamente cinco, coronados por el casamiento de él con una jovencita escogida por su madre), al terminar la relación, Colette la revisita con Blé en herbe (El trigo en ciernes), la novela que empezó como folletín y cuya publicación semanal en el diario debió ser suspendida por escandalosa. El caso es: como Léa, Colette se deleitaba con la imagen de mujer fuerte, admirable y admirada, deseable, inalcanzable y accesible a la vez, que la mirada de Bertrand le devolvía. Colette es esa chica con “corazón de hombre”: “sabe hacerse amar sin interrupciones” (poco después de la separación de Bertrand, comenzará la relación con Maurice Goudeket, 17 años menor que ella y con quien vivirá hasta su muerte). “¿Circunstancias del azar? –plantea Laznik–. Si la menopausia es un desastre (...), Colette conoce uno de los métodos más convenientes para superarla: no sólo hacerse amar de manera constante, sino también ser amorosa”.
Una chica-chico
Laznik llega a la feminista madre y arroja la frase: Simone de Beauvoir tuvo una etapa como “mujer con corazón de hombre”, pero también fue una “mujer cuasi hombre”. Categorías ambas adaptadas de un trabajo de la antropóloga Françoise Héritier, las “cuasi hombre” son definidas por Laznik como “mujeres económicamente poderosas, (que) luego de la menopausia toman esposas con quienes actúan como maridos” no en el sentido de la actividad sexual sino en tanto a roles estereotipados (hasta donde corresponde nombrarlos de esa manera en este caso). El caso de Simone es uno que hace apenas unos días volvió a cobrar cierta actualidad por la escandalosa publicación en Francia y Estados Unidos de unos chismes sobre la vida del Castor, Sartre y sus respectivas amantes. En 1963, a los 55, Simone conoció a la estudiante Sylvie Le Bon, de 18; no se separaron hasta la muerte de Simone, quien antes la había adoptado y dado su apellido, además de nombrarla albacea de su obra.
Beauvoir, analiza Laznik, escapa a la angustia reconociéndose en el cuerpo de otra mujer: lesbianismo o no, lo que recupera en su relación con Sylvie es la imagen perdida de sí misma, y, a la vez, una suerte de reapropiación de lo que fue (“es como verme a mí misma reencarnada”, había escrito cuando se conocieron). Como Sartre, ella ayudaba económicamente a sus amigas. También como Sartre, deja un sustituto de hijo (su obra) a su última acompañante. “También le dejará su apellido, pues con ese pretexto la adoptará. Sylvie es reticente a aceptarlo, pues también teme que la actitud se interprete en el marco de una relación madre-hija. Beauvoir la tranquiliza: después de todo, es como un matrimonio. Después de la muertede la escritora, la joven, encargada del hijo-obra, se ocupará de esa tarea con el nombre de Sylvie Le Bon de Beauvoir”. Llegada a la menopausia (“y a cierta forma de poder”), sostiene Laznik, Simone se apoya sobre “su potencia fálica” sin dejar de lado su “identidad femenina (...) pues ella la reencuentra en esa compañera en la cual se siente reencarnada”.
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