FOTOGRAFIA
Seguramente, Annemarie Heinrich dejó este mundo colgada del vestido de alguna de las estrellas que fotografió –y convirtió en tal–. De hecho, murió casi al mismo tiempo que se abría la muestra Muselina negra, con fotos de Ana María Lynch y Laura Hidalgo, dos chicas nacidas para pecar y cargadas de glamour, ese atributo que, dicen, hacía irresistibles a las hadas.
› Por Moira Soto
En el apogeo de la religión de las estrellas de cine, entre los años ’20 y ’50 del siglo pasado, el glamour era una cualidad esencial para divinizar a ciertas figuras, preferentemente femeninas, que no eran consideradas hadas aunque sí capaces de generar magia, fascinación. Probablemente sin saberlo, aquellas divas se apropiaron en cierta forma de un atributo que en su origen pertenece a las Buenas Señoras del Pequeño Pueblo, según nos hace saber Laura Palacios en Hadas, una historia natural (Alfaguara, 1992).
Resulta que la palabra glamour no fue inventada en Hollywood sino que deriva del escocés primitivo (glaymare, glamalye) y refiere a una característica innata de las hadas. El glamour sirve para producir encantamientos, dice Palacios en su cautivante libro, donde ofrece algunas aplicaciones de esa aptitud: brinda la capacidad de cambiar de aspecto y de estatura, les otorga el don de vuelo y la invisibilidad (así pueden alternar con los simples mortales) y, lo más importante en relación con las estrellas, el glamour, “las torna irresistibles (para los de su misma estirpe y también para los humanos), siendo fuente de un erotismo delicioso”. Las hadas, entonces, pueden provocar un “enamoramiento feroz” merced al glamour, un concepto “esquivo a las observaciones más delicadas, no hay modo de poner palabras a su espejeante propiedad”.
En la Casa de la Cultura, Avenida de Mayo 575, de martes a domingo de 14 a 20, permanecerá abierta hasta el 30 de noviembre una muestra fotográfica, Muselina negra, de Annemarie Heinrich, que magnifica el glamour de dos estrellas del cine nacional: Ana María Lynch y Laura Hidalgo. Desde el rol de mujeres fatales, ellas enamoraban a un público numeroso, que las reverenciaba tanto en el templo (la sala cinematográfica) como en las revistas que hacían las veces de misales con sus estampitas. En Antena, Radiofilm, Radiolandia, desde 1935, durante cuatro décadas, Annemarie Heinrich embelleció a incontables actrices y a unos cuantos actores que habían alcanzado rango estelar.
El aura
Hollywood advirtió tempranamente, en los años ’20, la importancia de las fotografías de los nuevos ídolos surgidos del cine y cada vez más idealizados por la gente. Las imágenes que aparecían en las revistas o en las postales que se enviaban a los y las fans que las demandaban, eran parte fundamental del lanzamiento, desarrollo y permanencia de la estrella, de la consolidación del mito. Ruth Harriet Louise hizo en los ’20 fantásticas tomas de Greta Garbo y Joan Crawford, mientras que George Hurrell reinventó y aureoló a Humphrey Bogart y a Clark Gable en los ’30. Según el español Terenci Moix, Cecil Beaton “convirtió a Marlene Dietrich en el más suntuoso pavo real del Nuevo Edén” y al Tarzán del momento Johnny Weissmuller lo desnudó más de lo que permitía la censura, lo envaselinó y sublimó hasta transfigurarlo “en la perfecta reencarnación de Apolo”. Cada estudio de Hollywood llegó a tener un espacio consagrado a los retratistas, convenientemente equipado y con personal especializado. Se trataba de crear y reforzar ilusiones, de otorgar a las estrellas una perfección luminosa que nada tenía que ver con la vida real.
En la Argentina hubo un módico star system, mayoritariamente femenino, que tuvo en Annemarie Heinrich su máxima artífice, alguien que, como dice el crítico e historiador Claudio España, “se hizo su propia película. Creo que en esta muestra, las estrellas son tres: Lynch, Hidalgo y Heinrich. Es interesante notar que el hecho de ser mujer no le creó prejuicios a Annemarie con respecto a las imágenes femeninas y masculinas que creó. Ella fue una adelantada en nuestro país, cuando la fotografía de estudio era un oficio de hombres. Resultaba muy complicado hacer fotos posadas, con diversos trajes y maquillajes, crear brillos. Un trabajo de pintor con la luz. Se hicieron muy famosas las tapas de Radiolandia, pero ella trabajaba el cuerpo entero, a menudo con un elemento de decorado, según se puede ver en esta exposición. Se hacía traer a los actores y a las actrices a su estudio, jamás iba a hacer fotos a los rodajes porque quería una luz diferente de la que ponía el director de fotografía para reflejar su propia percepción de estas figuras como personajes fotográficos”.
Para Claudio España, Ana María Lynch y Laura Hidalgo “fueron construidas como imágenes para hacerles mal a los hombres. Sin embargo, no quedaban mal como mujeres para la mentalidad del momento porque había arrepentimiento final: las malas se arrodillaban o entraban en un sillón de ruedas a la iglesia o vivían alguna situación de redención que apaciguaba al espectador, sobre todo a la espectadora que se había deslumbrado con mujeres tan bellas y terribles. En consecuencia, no había peligro de que las señoras trataran de imitarlas, de que cazaran un látigo para pegarle a un cura, ni tampoco de que se mostraran demasiado sensuales con sus hijos como Laura Hidalgo en ese gran melodrama que es Armiño negro.
Que una estrella se hacía, si reunía ciertas condiciones básicas, lo demuestra el hecho de que Laura Hidalgo –en los papeles Pesea Faerman, nacida en Rumania– no llegaba al metro sesenta y era muy menudita, pero se volvía imponente en la pantalla y en las fotos gracias al vestuario y las luces, a la larga melena flameante. “Aunque ella ya existía antes de Sono Film y de protagonizar El túnel y la orquídea, se decía que la había inventado Atilio Mentasti para disponer de una morocha que enfrentara a Zully Moreno, que no solamente era rubia sino que se había puesto muy cara”, comenta España.
Ana María Lynch, de piel nívea, mirada desafiante y cintura brevísima, de una fotogenia indiscutible, interpretaba en el cine personajes no tan alejados de su manera de ser en la vida: “Ella hizo sufrir mucho a Hugo del Carril, que la amó como pocos hombres han amado a una mujer en su vida. La Lynch lo engañó permanentemente: fue amante, por ejemplo, de aquel ministro de Perón, Antonio Benítez, que le produjo La bestia humana y La tierra del fuego se apaga, y viajó con ella a Italia para contratar a Erno Crisa y a Massimo Girotti. Hugo del Carril había conocido a Ana María a comienzos de los ’40 y la tempestuosa relación duró más de quince años. Nunca diría que Alberto Closas estuvo realmente enamorado de Amelia Bence, pero sí que Hugo adoró a la Lynch. Creo que finalmente la gran venganza de él fue dirigirla en La Quintrala: no conozco a otro director que haya hecho con su esposa un retrato femenino tan terrible y perverso como el que hizo Hugo con doña Catalina de los Roios... Desde luego, el público no se enteraba de las infidelidades de Ana María Lynch porque en Radiolandia y otros medios salían unos reportajes ingenuos, donde la vida de las estrellas era generalmente de color rosa”.
Claudio España está convencido de que el star system local no habría existido sin Annemarie Heinrich, sin esos retratos glamorosos, traslúcidos, que conceptualizaban la idea de estrella, sin esas legendarias tapas de Radiolandia: “Qué actor, qué actriz podía sentirse parte del Olimpo si no había pasado por el objetivo de esta artista, una creadora de mitos. Ella hacía juegos de fotos de las protagonistas y los protagonistas según la película que estaban haciendo, a menudo superando las imágenes de la propia ficción cinematográfica. Creo que Annemarie Heinrich descubrió un filón que la apasionaba, había mucha identificación de su parte. Aunque hizo fotos de personalidades de otros ámbitos, sin duda son los rostros femeninos del cine los que le dieron la pátina de gran artista”.
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