VIOLENCIAS
En la última semana se conocieron tres casos –muy distintos y que involucraban distintas relaciones de fuerza– de violaciones contra mujeres cometidas como una forma de venganza, actualizando terrores primarios y convirtiendo el cuerpo de las mujeres en botín a ser arrebatado.
› Por Luciana Peker
A qué le tiene miedo una mujer cuando tiene miedo? ¿Quién no escuchó el sonido agudo de Hitchcock ante la desnudez de cualquier sonido desconocido en la desnudez de una ducha? ¿Quién no se calzó un pantalón, aunque fuera verano, ante la sombra de una noche desolada entre las sábanas pero llena de fantasmas en las ventanas? ¿Quién no apuró el paso ante el ruido de otros pasos que después pasaron como zumbido pero que, sólo por ir atrás de nuestros pasos, apuraron los latidos? ¿Quién no miró la cara del taxista y se recostó sobre la puerta con el cuerpo erguido y erizado ante un camino cambiado a la vuelta de una noche? ¿Quién no tuvo miedo? ¿A qué le tiene miedo una mujer cuando tiene miedo? ¿Quién tiene que contestar esa pregunta?
El miedo a la violación es –paranoico o justificado– el miedo primario de la mayoría de las mujeres. La invasión que no tiene libreto por anticipado ni plan de dar todo –lo que haya– porque lo que hay es el cuerpo. Y el cuerpo es –sigue siendo– el talón de Aquiles de las mujeres modernas que –dice la publicidad y la historia, que a veces son lo mismo– han avanzado mucho. Pero el miedo sigue siendo un freno. Aunque, a veces, los miedos –eso sí, sólo a veces, porque la exageración de los miedos y sus causas también son un freno– son justificados. O –mejor dicho– injustificables.
En las últimas tres semanas, los diarios reflejaron en sus últimas páginas –las policiales– tres casos de mujeres violadas por venganza. Venganza. El cuerpo de la mujer como marca de guerra, como señal de vendetta, como ofensa, como boomerang, como deuda cobrada. El miedo hecho cuerpo. El sábado 8 de octubre, en Córdoba, una jueza fue violada por un chico de 17 años a quien, según fuentes policiales, ella había condenado anteriormente, por delitos menores. “Callate, yo sé que vos vivís sola con tus hijos”, le dijo el agresor cuando la víctima intentó eludirlo con el argumento de que estaba por llegar su marido. El sabía que ella vivía sola junto a sus dos hijos adolescentes y le dijo antes de irse: “¡Vas a ver ahora cuando les cuente a mis amigos!”. En los días siguientes, la magistrada sufrió una fuerte depresión y no fue a su despacho en el área de Control, Menores y Faltas del interior cordobés.
El 29 de julio, también en Córdoba, se denunció que un hombre de 37 años y dueño de diez negocios en una zona residencial de Cerro de las Rosas, en la capital de la provincia, violó a una adolescente de 16 años que trabajaba como empleada doméstica en la antigua casa del empresario (ahora separado de su mujer), en Villa Allende, y que la violación había sido en venganza porque ella declaró, justamente, en contra suyo en el juicio de divorcio. A él lo detuvieron el viernes 21 de octubre después de estar tres meses prófugo. Una fuente de la fiscalía le dijo a la periodista Marta Platía, de Clarín, que la chica le había contado a la mamá que “el patrón” la había violado y que “ella es una chica menudita, muy frágil, que ahora padece un estado nervioso preocupante”. A fines del año pasado, en el barrio Zavaleta, de Barracas, un hombre de treinta años (“Cotito”) encerró en su casilla y violó varias veces a una chica de 24 años para vengarse del tío de ella que, supuestamente, se había quedado con dinero suyo y tenía una relación amorosa con su ex mujer. El lunes 24 de octubre la Policía Federal lo detuvo en Nueva Pompeya.
“La venganza no es necesariamente un agravante legal –explica la abogada María del Carmen Tuchi, subdirectora general de la Oficina de Asistencia Integral a la Víctima del Delito de la Procuración General de la Nación–, aunque en el caso de la empleada doméstica la relación de preeminencia del empleador sí tendría que ser tomada en cuenta, pero, en los tres casos, es posible que los jueces tiendan a aplicar penas más duras dentro de la normativa contemplada para las violaciones (de 6 a 15 años de prisión) por el nivel de perversión que, en los tres casos, buscó, directamente, la humillación de la mujer.”
Tres casos. Tres historias. Tres manchas de tinta reflejadas azarosamente por los diarios. Tres violaciones. Tres venganzas. Tres similitudes que, sin embargo, muestran hasta qué punto las violaciones son diversas: no tienen fronteras de edad, de clases, de lugares, ni de ubicaciones sociales. Un hombre rico y maduro violó a una mucama adolescente. Un pibe adolescente violó a una profesional de clase media. Un hombre joven y pobre violó a una mujer joven y pobre.
Tres casos que muestran que ser mujer no es igual. Ni ser jueza y dictar sentencia. Ni ser testigo y declarar en un juicio. Ni trabajar de empleada doméstica y ser rehén del servilismo en una casa ajena. Ni caminar por un barrio. Ser mujer continúa siendo más difícil y sigue mostrándonos más vulnerables y, por ende, sigue dando miedo.
La violación –ese miedo intangible, titilante, permanente– también es, ha sido, sigue siendo un arma (sin metáforas) de guerra. Una forma de humillar, de marcar, de degradar, de vengar al enemigo. Así fue, sólo en los últimos años, desde la guerra de Ruanda, en 1994, en Sri Lanka, en la ex Yugoslavia –donde existió un plan sistemático de violaciones como metodología de “limpieza étnica”, por lo que el Tribunal Penal Internacional empezó a considerar la violencia sexual un crimen de guerra–, hasta el conflicto de Zimbabwe, en el 2001, donde las violaciones se ejercían frente a familiares y vecinos para aumentar la tortura de las víctimas y las repercusiones sociales del abuso.
En la Argentina la violación también es un arma. Porque el miedo lo es. En la provincia de Buenos Aires se denuncian 100 violaciones al mes (el 58% a menores de 18 años), casi el doble que hace cinco años. El aumento de denuncias no es un dato desalentador en un delito que busca humillar, dar vergüenza, esconder.
Es cierto que, en la mayoría de los casos, la venganza no aparece tajantemente como en los casos de este último mes. Sin embargo, estas violaciones por venganza desnudan el móvil de toda violación: el poder. Alicia Cortejarena, psicóloga y coordinadora del área de Violencia Sexual del Hospital Muñiz, delimita: “Históricamente la violación se ha intentado explicar como un problema de naturaleza sexual, en el cual el hombre satisfacía impulsos irreprimibles. De esta forma, se justificaba la apropiación violenta del cuerpo de la mujer para satisfacer deseos masculinos. Sólo recientemente se ha comenzado a analizar como un crimen contra la integridad psicofísica de las mujeres y como un acto de poder. Pero estos casos permiten visibilizar con claridad que el motivo del ataque sexual no es la búsqueda de placer o satisfacción sexual, sino el deseo de expresar violencia y de controlar y dominar a la víctima”.
La venganza no es sólo excepción u “ola” delictiva. La violencia doméstica es –también– una venganza permanente. “Atendemos muchas violaciones en mujeres que no querían que sus ex esposos estuvieran en la casa y en la que ellos volvieron a violarlas. Ellos entran por la fuerza, las violan, las lastiman, como marca de propiedad, de posesión”, define Susana Larcamon, psicóloga a cargo del equipo de Atención a Víctimas de Violencia Sexual del Hospital Alvarez. “La violencia tiende a controlar –puntualiza– y a limitar a las mujeres.”
El miedo también es violencia. Los ruidos, los pasos, los pantalones de más y por las dudas, los dobladillos bajados, el temor antes de hablar, de denunciar, de sentenciar, de testimoniar, de salir, de caminar, de ser dueñas del día, de la noche, de ser dueñas de la vida. El miedo: a la violencia, a la venganza, a ser menos, a no poder decidir, no es igual. El miedo es un freno a que ser mujer, todavía, no sea igual ni sea lo mismo.
Y a que las mujeres no seamos iguales. Todavía.
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