Vie 11.11.2005
las12

NOTA DE TAPA

Para todo servicio

A pesar de que aumentó el empleo, las mujeres siguen llevando la peor parte. La mayoría de la oferta es en negro, con salarios que no llegan a cubrir el mínimo que fija la ley y en condiciones precarias. La inestabilidad, además, genera relaciones violentas que cada vez se reflejan más en conflictos judiciales. Pero, eso sí, no trabaja la que no quiere (hacerlo en esas condiciones...).

› Por Sonia Santoro

"Se busca vendedora, 18 a 25 años, con experiencia, urgente.” En los negocios de venta de ropa de Once, los carteles son similares y abundan: en una cuadra hay seis. Los restaurantes piden bacheros o camareras con la misma técnica. Otros negocios piden cajeras. ¿Cómo es posible que en un país con un 13,6 por ciento de desocupados –que asciende a 18,1 si se cuentan a los beneficiados por los planes sociales, según datos del 2005 de OIT– haya cartelitos pidiendo personas para trabajar? ¿Qué clase de trabajos serán ésos para que nadie los ocupe? ¿Será casualidad que interpelen preferentemente a mujeres?

Hace unos meses, el diario Clarín acompañó a una chica de 23 años que buscaba trabajo desde hacía 2. Los trabajos a los que había accedido en ese tiempo eran tan precarios que apenas si sacaba para el viaje. Los locales de accesorios pagan 10 pesos por 12 horas de trabajo y con media hora para almorzar. Todo en negro, contó. Nada que la gran mayoría de quienes están en ese intento desconozca, sobre todo si son mujeres y jóvenes, entre quienes la tasa de desempleo, según algunas mediciones como la del Instituto de Desarrollo Social Argentino (Indesa), en base a datos del Indec, se estima en un 40 por ciento.

El modelo económico de los ’90, que desencadenó el estallido social del 2001, es un pesado antecedente de la realidad laboral actual. En “Mercado de trabajo y género. El caso argentino 1994-2002” (OIT), Rosalía Cortés analiza lo que sucedió cuando el desempleo masculino, lejos de beneficiar la introducción en el mercado de trabajo de las mujeres, facilitó el empleo de baja calidad: “Las contrataciones no registradas, sin acceso a cobertura del sistema jubilatorio, habían aumentado durante la década y crecieron aún más hacia el 2002”. Entre las mujeres asalariadas en 1994, el 36,2 por ciento no tenía protección jubilatoria, cifra que llegó al 41,8 por ciento en mayo del 2002. En esa fecha, según datos del Indec, 834 mil personas reciben el beneficio del Plan Jefas y Jefes de Hogar, de las cuales 574 mil son mujeres. Había caído la ocupación plena y los ingresos de las mujeres se convirtieron en centrales en muchos hogares.

Por esa época, Sandra Gómez, una chica de 27 años, trabajaba con cama adentro en una casa de Palermo, de lunes a sábados de 6 AM a 12 PM y ganaba 400 pesos, en negro. A la extenuante rutina de cuidar 3 chicos y limpiar toda la casa, se sumaba la tiranía de su jefa, que le exigía que usara uniforme incluso cuando salía de la casa, no la podía ver quieta ni un minuto, controlaba hasta cuántos lavados podía hacer con el envase de jabón en polvo que había comprado, en fin. Al año y medio, se enfermó y renunció. ¿Por qué aguantó tanto? “Yo no quería que la gente diga que yo no quería trabajar y no quería quedarme sin trabajo, tenía que ayudar a mi mamá, y pensaba que no iba a poder conseguir otro.”

Por ley, la jornada de trabajo es de 48 horas semanales. Por ellas, el salario mínimo vital y móvil es de 630 pesos (a eso hay que descontarle los aportes). Sin embargo, el 41 por ciento del trabajo en el país es en negro. Y las mujeres son las que engruesan esas filas, con el trabajo de mucamas a la cabeza entre las de sectores populares.

“En los ’90 se difunde el contrato temporal que te van renovando. Parte de la maldita reforma del Estado menemista, pero que tiene continuidad hasta hoy. Es lógico que te contraten a término si tu trabajo termina, pero este contrato se caracteriza por no tener ningún tipo de beneficio social, obra social, etc., y por ahí estás años. Con lo cual todo queda en manos de la buena o mala voluntad de tu superior. Son trabajos basura de sectores medios, profesionales, consultorías, donde, a diferencia de los trabajos de planta, se factura, pero sin ningún tipo de beneficio, que además de generar un enfrentamiento entre planta y contratados, generan una situación complicada porque pasan al terreno privado una decisión como la maternidad. Yo la llamo la ‘alta precariedad’ porque ganan más que los de clase baja”, dice Martina Miravalles, socióloga de la UBA.

Esto se enmarca dentro de los llamados “contratos basura”, que impuso la llamada Ley Banelco (25.250), posibilitando la baja de sueldos, un período de prueba sin indemnización que podía durar hasta un año, entre otras cosas. “Esas formas regresivas fueron derogadas el año pasado –explica el abogado laboralista Héctor Recalde–, pero lo que hay es mucha transgresión de la ley laboral.”

También existen contratos que simulan una relación que no es tal. Los llamados “contratos de locación de servicios o de obras son simulaciones que encubren un contrato de empleo público que, si bien han ido disminuyendo, subsisten”, dice Recalde. La paradoja es que el Estado, que es el que debería controlar esto, apele a estas prácticas.

Lo que la inestabilidad laboral genera es la posibilidad de que los empleados/as sean violentados de todas las formas imaginables y más allá de la clase social, pero especialmente si son mujeres. A esto se lo llama “psicoterror” o mobbing: situación de violencia recurrente y sostenida en el tiempo por parte de un superior en el trabajo, que logra un deterioro socioemotivo y psicofísico progresivo de la víctima, con el fin último de sacarlo o sacarla de su puesto.

Paulina Rojo, productora de modas de 30 años, trabajó dos meses como vendedora para la firma de ropa Rapsodia, una marca muy glamorosa y cara, cuya cara visible es la modelo Sol Acuña, y su dueño Francisco De Narváez. Allí estaba en blanco y con un sueldo aceptable, pero “a nivel humano era una porquería”. “La violencia salía de la oficina de Las Cañitas, desde donde mandaban un fax diciendo ‘chicas, pónganse las pilas que vendieron re-poco; si no, hay una fila larga de gente para entrar’. Una subencargada llegó a tirarme un saco por la cabeza, y me decía ‘¡movete, laburá vos!’, a los gritos. Cuando me enfermé de bronconeumonía me decían que fuera igual a trabajar.” Renunció a los 2 meses. Pero su amiga, Andrea Barisore, de Lincoln y con 24 años, fue despedida después de un año de trabajo y maltratos, el 19 de septiembre. “No sabían qué decirme porque no tenían excusas para echarme. Me decían que bajé las ventas, pero yo era la primera en ventas. Yo iba a trabajar, necesito el trabajo, por eso me indigna. La encargada habló mal de mí. Ahora conseguí otro trabajo en el mismo shopping y tengo mucho miedo de que vaya y me haga echar.”

“El mobbing no está analizado como cuestión de género, pero es fundamental hacerlo. El 70 por ciento de las que sufren violencia moral son mujeres. Las hacen sentir como que son las culpables de lo que está pasando, de que no están haciendo el esfuerzo suficiente. Les bajan la autoestima, es como la violencia doméstica”, dice la abogada feminista Nina Brugo.

En el caso de Alicia Téramo, de 58 años, idónea en informática, se superponen varios tipos de maltrato y abuso. Estuvo todo un año en negro en la Asociación Cristiana de Jóvenes, trabajando 12 horas diarias por 700 pesos. Había tenido una relación con su supervisor y cuando no la quiso continuar empezó a acosarla y hasta llegó a pegarle y encerrarla en la oficina. Su jefe minimizaba los dichos y terminó haciéndole firmar un papel, imponiéndole exigencias como “hacer un reporte de mis tareas hora a hora... No me alcanza el tiempo, a veces tenía que ir a trabajar los sábados, ¿cómo iba a hacer eso? Me podían llamar a cualquier hora y cualquier día para hacer las tareas que quisieran. Me di cuenta de que era un apriete. Y consulté a una abogada”, cuenta. Está en juicio, pero su acosador sigue trabajando.

¿Por qué son las mujeres, jóvenes, las principales víctimas de este tipo de trabajo? En La sociedad del trabajo. Problemas estructurales y perspectivas de futuro (Alianza Universal), Claus Offe plantea que en el mercado no hay trabajo para todos y entonces aparecen lo que él llama “grupos problemáticos” como alternativa siempre factible de expulsar del mercado para mantener su equilibrio. Estos grupos son las mujeres, los jóvenes, los discapacitados, los inmigrantes y los de mayor edad, y son tomados para “aquellos puestos de trabajo respecto de los que las cualificaciones se adquieren con rapidez, en los que se producen unos costos de reclutamiento por debajo de la media y en los que la presión expulsora es elevada y el salario bajo, las oportunidades de ascenso escasas y las condiciones de trabajo restrictivas o, en su caso, caracterizadas por un elevado grado de control directo, esto es: los llamados ‘puestos de trabajo de cualquiera’”.

Estos grupos, que la socióloga experta en trabajo Mónica Sladogna prefiere llamar “vulnerables”, tienen una “identidad quebrada”. “Las mujeres, sobre todo las más pobres –explica–, tienen una identidad escindida del mercado de trabajo. Ingresan, pero siembre les queda la sensación de que su lugar es otro. Lo hacen para ayudar al marido, no por un desarrollo personal y lo hacen pensando que van a estar poco tiempo en el trabajo; me lo han dicho mujeres que hacía 20 años que estaban trabajando. Si a eso le sumás que no hay guarderías, que te pagan poco, que te maltratan, la idea de que el paraíso está en otro lado se refuerza. Y esto las vulnera con relación a lo que buscan, a cómo lo buscan. Por eso, muchas mujeres trabajan en el mercado informal, porque prima en ellas su identidad no con el mercado sino con el núcleo familiar o la comunidad. Y me parece que el primado de esa identidad es un límite al acceso a los derechos. Porque si pienso que voy a estar poco tiempo, ¿para qué me voy a meter en el sindicato?”

“Esto no les pasa a los hombres con experiencia sindical y trabajo, les pasa a las mujeres y a los jóvenes”, apunta Olga Hammar, presidenta de la Comisión Tripartita de Igualdad de Trato y Oportunidades entre Hombres y Mujeres en el Mundo del Trabajo (CTIO), quien incluye dentro de la cúspide del trabajo basura a la explotación sexual y la trata de personas; y también el submundo de talleres clandestinos. La principal contra de mujeres y de jóvenes es que carecen de formación sobre sus derechos y experiencia, dice Hammar, y que las mujeres siguen teniendo mucha carga de responsabilidad familiar, la remanida doble jornada.

¿Qué estrategias seguir para visibilizar un cambio favorable a las mujeres? Recalde, que es diputado electo, dice que hay que trabajar en la línea que invierta los supuestos costos laborables más caros que tienen las mujeres, agregando al varón derechos que tengan que ver con la paternidad, por ejemplo.

Más allá de los términos legales, Miravalles (como Hammar) cree en la necesidad de construir políticamente y reivindicar “por un lado el reclamo de los que están sindicalizados con relación a los trabajadores que hacen lo mismo que ellos y no tienen los mismos derechos, habría que evitar el enfrentamiento entre trabajadores. Y después creo que hay una construcción que pasa por concientizar desde cada ámbito, en el espacio de lo micro. Como feminista creo que hay una tarea que tiene que ver con que lo personal es político”.

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