Vie 11.11.2005
las12

INTERNACIONALES

Miller vs. Plame

Una agente descubierta (Valerie Plame), una periodista codiciosa (Judith Miller) y un presidente en decadencia (George W., ¿quién más?) son la punta del hilo de una guerra que sigue desenvolviéndose y ahorcando la paz, no sólo en Medio Oriente. Pero además, algunos detalles extra le dan un condimento de género a esta historia que sería de enredos, si no fuera trágica.

› Por Luciana Peker

85 días. Dicen que estaba tranquila a pesar del encierro en una prisión federal de Alexandria, Virginia. Y que hacía bien en preferir estar presa que en optar por decir quién había sido su fuente en una investigación –que ni siquiera llegó a publicarse– sobre una agente de la CIA. 85 días –desde el 6 de julio hasta el 29 de septiembre– estuvo presa Judith Miller, periodista de The New York Times por defender uno de los principios del periodismo: la confidencialidad de las fuentes de información (imprescindible para investigar con libertad y llegar a revelar secretos de Estado que de otro modo serían imposibles de conocer). 85 días que mostraron que las libertades civiles post 11-S en Estados Unidos son menos libres.

Y eso no es menos cierto porque ahora los dedos acusadores acusen a Miller de oportunista. Según abogados involucrados en su causa judicial, Miller podría no haber estado esos 85 días presa porque su fuente de información –Lewis Libby, ex jefe del equipo del vicepresidente norteamericano Dick Cheney– la había autorizado a dar su nombre ante el fiscal Patrick Fitzgerald –que la metió 85 días presa por no cooperar ante la Justicia—. Pero ella prefirió quedarse presa (hasta que finalmente a los 85 días dijo basta y dijo lobby) porque, ya se sabe, las heroínas son más populares que las periodistas.

Es curioso: los 85 días que Miller estuvo en Virginia marcan –sea Miller una heroína o una villana– que la prensa norteamericana está más acorralada. Y lo curioso es que si está más acorralada es porque el fin –combatir la amenaza terrorista– justifica los medios –recortar las libertades civiles entre las que se encuentra la libertad de prensa–. Aunque, en este caso, Miller sería una víctima de sí misma porque ella también fue parte –impresa– de la manipulación sobre la amenaza terrorista.

Ella fue una de las que escribió y re-escribió sobre las armas de destrucción masiva que nadie vio, nadie tiró, nadie descubrió pero que fueron el puntapié para una guerra mundial sin autorización de la ONU pero que tenía que frenar las armas químicas iraquíes (que ahora la televisión italiana RAI denuncia que, en realidad, tiraron los norteamericanos en Irak en el 2004).

Por ejemplo, en el 2002, el vicepresidente Dick Cheney citó como pruebas las notas de Judith –que sólo prueban falta de rigurosidad periodística– sobre la amenaza de Saddam Hussein y sus mochilas de destrucción masiva que tenían información falsa de un iraquí pro-estadounidense, Ahmed Chalabi. Tres años después algunas cosas han cambiado. The New York Times viene repitiendo la palabra disculpas por desinformar. Y en la letra chica de las disculpas el nombre de Judith Miller aparece en cinco de las seis notas que alertaban sobre los malditos chiches de Saddam.

Por algo, a partir del 2003, la periodista desapareció de las investigaciones sobre Irak. Ahora ella reconoce: “Me equivoqué completamente”, en una confesión pública sobre las armas invisibles (y no estamos hablando de un truco de Los cuatro fantásticos). Pero hay colegas –que después del respeto de los 85 días de cárcel en donde Reporteros Sin Fronteras y otras organizaciones pedían por su libertad– no la perdonan. Por ejemplo, Maureen Dowd, columnista de su mismo diario escribió una nota titulada “Mujer de destrucción masiva”: “Las notas de Judy sobre armas de destrucción masiva fueron demasiado bien hechas a la medida del argumento en favor de la guerra de la Casa Blanca”. Por eso, también hay quienes sospechan que ella calló su fuente, no en defensa de la integridad periodística, sino en defensa del gobierno republicano.

Ahora Miller dice que quiere escribir un libro antes de regresar a su diario. Y otros dicen que no la dejarán regresar. Pero más allá de Miller, tal vez ella sea el chivo expiatorio de una prensa adicta al gobierno –en nombre de la seguridad nacional– que en la era de la tecnología transmite y escribe en cadena nacional y de la guerra cubierta por más cantidad de periodistas (¿llevados de tour como militares press qué imparcialidad es posible de transmitir?) y con menos cantidad de matices informativos. Incluso, también representa la prensa que se muerde la cola y por colaborar con el ideal de que el fin justifica los medios, ahora el fin también termina –al menos con la credibilidad– de los medios.

Sin embargo, el escándalo que involucra a la ex vedette periodística Miller es la punta mediática de un affaire que hace tambalear a George Bush, tanto que la contracumbre de Mar del Plata fue un coletazo más en una mala racha en el que el 60 por ciento de los norteamericanos desaprueba su manejo del terrorismo en Irak y la confianza a su ética personal cayó 13 puntos en pocos meses (los que Miller estuvo en la cárcel).

El tema es que Libby –el nombre de la fuente que Miller no quería revelar– era el jefe de gabinete de Cheney –el 2º de Bush– hasta que fue acusado –por el fiscal Patrick Fitzgerald, el que encarceló 85 días a Miller– de cometer perjurio, de hacer declaraciones falsas y de obstruir la Justicia. Libby –en muletas– renunció y el gobierno de Bush empezó a trastabillar.

¿Cuál es el meollo de la cuestión? Otra mujer: Valerie Plame, un nombre que, según las leyes norteamericanas, no debió saberse, escribirse, ni decirse, ya que ella –o, por lo menos su identidad– sí debía ser invisible, porque Valerie Plame era una agente de la CIA. Pero la identidad de Valerie quedó al descubierto el 13 de julio de 2003. En Estados Unidos es un delito desenmascarar a un agente de la CIA y los problemas para Bush empezaron cuando la Justicia comenzó a investigar quién la desenmascaró.

En los porqués hay varias respuestas que llevan a hacer trastabillar la justificación de la invasión a Irak. Y también se asoma la condición de mujer y de mujer “de” de Valerie. O, dicho de otro modo, la venganza a la carrera profesional de ella por la actuación de su marido, el ex embajador Joe Wilson. ¿Qué hizo Wilson? Irritó a la Casa Blanca cuando afirmó que eran falsas las declaraciones de Bush de que Irak estaba tratando de comprar uranio en Níger (Africa) para fabricar una bomba atómica.

¿Qué hizo la Casa Blanca? Dijo que Valerie era Valerie y que ella había recomendado a su marido para ir de safari bélico a Africa (para volver con pruebas anti Saddam y no con las manos vacías). Lo dijo en secreto a algunos periodistas que lo escribieron. Wilson no dudó en denunciar en un artículo que se llamó “Lo que no encontré en Africa” que la revelación del nombre de su mujer era una represalia por tildar de mentiroso (y constructor de castillos de armas químicas) a Bush.

¿Quién de la Casa Blanca deletreó V-a-l-e-r-i-e? Eso investiga la Justicia que por ahora sólo afirma que Libby les mintió y que Miller habló con Libby. Aunque Miller nunca llegó a escribir el nombre de Valerie (y otros periodistas como Matt Cooper, de la revista Time, sí). Ella se hizo más famosa por los 85 días en la cárcel. Tal vez ese número –85– sea todo lo que quede del escándalo de información falsa para justificar una guerra falsa que empieza a desenmarañar sus inicios, sin que se deje vislumbrar su final. 85 días de una periodista que pasó de acusadora a acusada. 85 días que sólo deberían ser una anécdota en un cuestionamiento de la información que justificó una invasión que, desde marzo del 2003, ya lleva más de 85 días. Mucho más.

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