PERFILES
Para ponerle un freno a la parálisis del dolor, Elsa de Schenone fue a la peluquería, se tiñó el pelo y se pintó las uñas. No era frivolidad: fue el modo que encontró para hacerse de una máscara que le permitiera enfrentar al mundo y seguir siendo un respaldo para su familia. Así, entera, se la ve ahora asistiendo al juicio por el asesinato de su hijo y acompañando a otras mujeres en su misma situación.
› Por Sonia Santoro
Elsa de Schenone es una mujer fuerte. Se planta ante las cámaras de televisión y acusa. Se encuentra con el Presidente para reclamar por los cientos de chicos y chicas muertos por la impunidad. Se sienta en el Tribunal Oral Nº 4 de San Isidro, siempre contenida, como un toro que quisiera arremeter contra el torero. Mira al que considera asesino de su hijo, Horacio Conzi, ve una “cosa” y las cosas no tienen valor, dice. En pocos días, la Justicia Penal deber decidir si encuentra culpable o no del asesinato de Marcos Schenone al irascible dueño del restaurante Dallas, de San Isidro. ¿Qué pasará entonces con Elsa, que ha dedicado los últimos dos años y medio de vida a esta causa y la de otras mujeres que perdieron a sus hijos, en su mayoría por la violencia institucional? No tiene mucha idea, vive el hoy, dice. Sólo sabe que seguirá “trabajando para esa madre que llega arrastrando los pies a la asociación (Madres del Dolor), sin plata, y ser esa hendija de esperanza para que pueda lograr justicia para sus hijos”. No volverá a ser la que era, tan feliz y sin saberlo.
Elsa aprovecha dos días en los que el juicio no sesiona para dar entrevistas. El encuentro es en Martínez. “Pasen, pasen, todo es muy chiquito en esta casa”, dice invitando a esta cronista y a la reportera. La casa es la única que consiguieron que les alquilen después de vender todo lo vendible, para afrontar el juicio contra el empresario Horacio Conzi. Ella está convencida de que, el 16 de enero de 2003, este hombre persiguió a su hijo Marcos a bordo de una 4x4, lo llenó de balas y lo mató. Marcos tenía 23 años.
Habla mucho Elsa, la misma mujer que antes de lo ocurrido “no era capaz de decir ni un versito en el colegio”. Pero “de repente me vi en la necesidad de salir a defender a Marcos, porque mi marido no estaba en condiciones físicas, psíquicas ni espirituales”. Pero sobre todo habla de Marcos, que era “la estrella del grupo”, como suele decirle a su familia, compuesta además por otros tres hijos mayores.
Marcos era un emprendedor y un autodidacta. Rindió el secundario libre empujado por su necesidad de correr carreras de bicicletas para la marca internacional GT. Y al mismo tiempo empezó a producir pequeños negocios de eventos con un amigo, que pronto se hicieron grandes. A los 21 se compró un BMW con su plata. Luego puso un negocio de publicidad con el padre, Dimensión Visual. “El era el creativo, el 90 por ciento de los carteles de Martínez debe ser de él”, dice la madre.
Elsa es maestra y llevaba la disciplina (coordinaba las preceptorías) del Colegio Mallin-ckrodt, del que era ex alumna. Por las tardes daba clases particulares de lo que fuera.
Hacía poco la familia habían encontrado su lugar en el mundo, dice Elsa. Se habían mudado a Ingeniero Maschwitz en una casa con parque de casi una manzana. “Era la casa soñada, había lugar para que los hijos construyeran sus casas, íbamos a estar juntos, pero separados. No sabíamos lo que nos iba a tocar.”
Un llamado telefónico en la mañana del 16 de enero rompió con todo. “Su hijo tuvo un gravísimo accidente, lo siento mucho”, dijo un policía. “No sé cómo no me morí en ese momento, mi marido se había ido a trabajar, yo siempre llamaba a Marcos cuando me pasaba algo, que era el soltero. ¿A quién llamaba ahora?”
A pesar de confesar las cosas más dolorosas, Elsa se niega a decir su edad. ¿Coquetería? Dice que Marcos tenía un frase de cabecera: “De puertas para adentro de rodillas y llorando, de puertas para afuera de pie y con la frente en alto”, y que ella la hizo propia. Al principio lloró, por supuesto, y no quería saber nada con asomar la nariz a la calle, pero algo le hizo pensar que eso no era lo mejor. “Lo primero que hice fue ir a la peluquería, me teñí el pelo. Después me pinté las uñas y me empecé a pintar los ojos, con pintura indeleble. Muchos me han criticado porque estoy bien vestida, pero mis otros hijos y mi marido necesitan tener a una mujer en pie, aunque tenga partes de mi vida muertas”, cuenta.
Elsa dice que la Elsa de antes no existe más: “Ya no puedo trabajar, no puedo acordarme un número de teléfono, ni leer ni una novela de Corín Tellado”. Y, sin embargo, no puede negar su historia de “número equivocado”, como le dice su marido, “siempre que pasaba algo yo estaba metida”. “En mi familia me enseñaron así, yo no podía cerrar los ojos a lo que les pasara a los demás, aunque yo estuviera bien”. Era una persona muy activa, primero acompañando a su madre, que era presidenta de la Liga de Madres de San Isidro, con quien recaudaba fondos para distintas actividades de ayuda a los otros.
Ahora está todos los días en el Tribunal. Le dicen que es un desgaste, pero ella no podría quedarse en casa. A la salida, a veces se le acerca alguna madre y le pide los datos para comunicarse con la organización Madres del Dolor, de la que forma parte. “Recrimino a la sociedad de San Isidro por el no te metás, porque si tanta gente sabía que Conzi era esto, si hubieran hecho denuncias, Marcos estaría vivo. Por eso mi compromiso es mayor y me involucro porque quiero que mis hijos y nietos tengan un país distinto.”
Por estos días se conocerá también la resolución del juicio civil, por el que reclama 10 millones de pesos. “Voy a usar el dinero de Marcos para lo que él lo hubiera usado, para ayudar a los demás; a él le costó la vida, no lo puedo despilfarrar. No voy a crear una asociación Marcos Schenone, ni nada parecido; lo que ayudemos será anónimo”, dice Elsa, que hace rato ya se cansó de sostener a la beba Catalina, su nieta de 6 meses, y la pasó a su madre. En algún momento cuenta que intentará volver a ser una “señora común”, dedicada a sus hijos y a sus nietos. No parece posible. Por lo menos, no en el sentido clásico de la mujer de su casa. Elsa siempre lo supo, pero ahora tiene la certeza de que para pelear por ellos hay que meterse.
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