SOCIEDAD
“Encima” es la palabra que acompañó cada comentario y cada crónica referida a la niña violada en Núñez por el asesino de su madre. El plus nombraba la posibilidad –aún no ratificada– de que el violador tuviera vih, pero no sólo eso: afincó la revictimización (social y mediática) sobre la chica, demostró la ignorancia sobre los tratamientos de urgencia para víctimas de delitos sexuales y, muy claramente, volvió a enlazar al sida con la culpa.
› Por Roxana Sandá
La frase corta el aire desde la semana pasada: “¡Y encima parece que tiene sida!”, rebuznaron con furia algunos medios de comunicación y “actores políticos y sociales” que claman por seguridad de línea blumbergiana, en referencia al violador de la hija de Elsa Escobar, la mujer que murió apuñalada en su vivienda de Núñez. La pregunta inmediata que cabe es ¿encima de qué?
Acusar –porque ése fue el tono elegido– de tener sida a Claudio Alvarez, el único implicado por el ataque a ambas mujeres, no sólo revela el fraude informativo de haber lanzado semejante afirmación a un tejido social que se caracteriza por comprar escenarios de espanto con voracidad, cuando ni siquiera la Justicia comprobó que, en efecto, ese individuo viva con vih. También desenmascara el desprecio por la adolescente agredida y un empeño público de victimizarla al infinito: por la muerte de su madre, por los ataques sexuales a los que fue sometida, por el cuchillo que intentó arrancarle la vida, por las horas en blanco junto al cadáver de Elsa hasta que la socorrieron, por sus crisis nerviosas en el hospital y ahora, de última adquisición mediática, por el “fantasma” del sida. Que –no huelga decirlo– hasta llegó a abrir polémicas maurovialescas sobre “la efectividad” del tratamiento con drogas antirretrovirales.
“Si bien es necesario que se conozca el hecho, en toda esta exposición no se tuvo en cuenta la privacidad de la adolescente, y es inevitable que eso la revictimice. Creo que aquí hubo responsabilidades compartidas desde la familia y la prensa”, considera la ginecóloga Dora Daldevich, del Area de Adolescencia del Hospital Rivadavia, y miembro de la Sociedad Argentina de Ginecología Infantojuvenil (Sagij). “El abuso sexual y la violación están protocolizados: cuando recibimos a chicos o chicas que sufrieron algunos de estos delitos, tratamos de no invadirlos y que nos relaten el hecho sólo una vez. Son cuestiones traumáticas que quedan inscriptas para toda la vida, en las que hay que rescatar los elementos positivos de la persona para seguir adelante. Habrá que ver en este contexto cuáles son los elementos que la adolescente de Núñez tendrá que volver a aprender para remar con esa marca.”
Pocas veces un caso como éste exhibió tanto ejemplo de vulnerabilidad, discriminación y realidades mal abordadas a conciencia, y reflejó tan nítidamente el cristal condenatorio con que se sigue observando a las personas de diagnóstico vih positivo. El médico infectólogo Marcelo Losso, coordinador del Servicio de Inmunocomprometidos del Hospital Ramos Mejía, es terminante acerca de las posibles dudas que rodean a los tratamientos preventivos para víctimas de ataques sexuales. “Cuanto antes pueda iniciarse el tratamiento es mayor la chance de éxito.” En no más de 72 horas después de una violación se “indican medidas que incluyen vacunaciones, medicación antibiótica, pruebas diagnósticas orientadas a la búsqueda de enfermedades de transmisión sexual (ETS), anticoncepción de emergencia y medicación antirretroviral. Desde ya, no podemos hablar de un ciento por ciento de garantías de protección, pero el margen de éxito depende de que la anticoncepción de emergencia y la profilaxis posexposición para vih sean administrados cuanto antes. Y, por supuesto, es fundamental que el tratamiento se extienda el tiempo que sea necesario”.
Sobre el ruido que provocó la hipotética presencia del síndrome en el organismo de Claudio Alvarez, acerca de quien el clamor público vociferó, entre otras cosas, que “ojalá esa enfermedad lo pudra”, Losso repara en la cautela que “un caso tan delicado merece”, pero no deja de mencionar dos viejas ideas asociadas al vih/sida: la estigmatización y la discriminación. “Son muchas cuestiones las que se mezclan en episodios desgraciados como éste, pero si por sobre el hecho en sí mismo sonó más fuerte aún que el violador sería un portador de sida, es porque existen componentes como la estigmatización y la discriminación del vih positivo, que persisten en la sociedad más allá del nivel de información y las campañas existentes.”
Entre mayo y septiembre de 2003, dos casos dieron cuenta de cuán filosa es la cornisa social respecto de los derechos humanos de quienes viven con vih, y en qué medida subsiste el impulso de convertir a estas personas en una suerte de Unabomber viral. El 1º de septiembre fallecía en el penal de Olmos el sacerdote Héctor Pared, condenado a 24 años de prisión por haber violado a un menor a su cargo y haber abusado de otros tres. Las crónicas informaron que murió “en estado lamentable”, con un cuadro de patologías múltiples, “típico del sida”, sin recibir el tratamiento adecuado; apenas obtuvo la “indignación” judicial (se habló de “escándalo”) por haberse mantenido en secreto su diagnóstico. Los integrantes del Tribunal Oral Nº 3 de Quilmes no sólo secuestraron su historia clínica sino que tres años después de los hechos volvieron a someter a revisaciones y estudios de vih a los menores que ya habían sido sometidos a exámenes que dieron negativo.
El 19 de mayo, la Justicia de Rosario falló por primera vez contra un hombre enfermo de sida y lo condenó a tres años de prisión bajo la carátula de “lesiones gravísimas” por haber mantenido relaciones sexuales sin protección con su pareja, que volcó toda la culpa sobre su ex aunque reconoció que dejaron de usar preservativos de común acuerdo porque “confiaba en él”. Para llegar a esa sentencia, se violaron los derechos a la confidencialidad de su enfermedad y ni siquiera quedó demostrada con prueba fehaciente la responsabilidad en la transmisiòn.
Ese velo de promiscuidad
“Cuando escuché que Claudio Alvarez podía llegar a tener sida me pregunté ¿y esto qué agrega?”, dice la psicóloga Andrea Gómez, que integra el equipo de profesionales del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam). “Las personas con sida siguen siendo repudiadas porque la enfermedad todavía carga con ese velo de promiscuidad, de que sólo les pasa a los homosexuales y a los adictos, cuando las cifras de contagio en el mundo aumentaron en mujeres y en parejas heterosexuales.” Precisamente, Sandra Calvo, una de las hijas de Elsa Escobar que se presentó como querellante en la causa, denunció que Claudio Alvarez “accedió carnalmente” a su hermana, “a sabiendas de ser portador de una enfermedad de transmisión sexual grave”. El dato no es menor, porque mientras Calvo rubricaba esta declaración en un despacho judicial, su abogado, Claudio Mazaira, debió reconocer que “no estamos dando por hecho que Alvarez tenga sida, pero no es descabellado pensarlo teniendo en cuenta que es un adicto a las drogas y que estuvo encarcelado varios años”.
Para la psicóloga, “en toda esta historia emergen factores culturales muy fuertes, que tienen que ver con una galería de inequidades. Por un lado se dice que Alvarez carga con una historia personal de abuso y violencia. Esto no lo justifica, pero explica por qué se convirtió en un monstruo. Si a eso se le agregan un sistema judicial que no funciona correctamente y una sociedad en crisis, la gravedad de los resultados está a la vista”. El correlato sexo-muerte-miedo funde en un mismo caldero las marcas indelebles de una agresión sexual con la enfermedad del sida: es volver a alojar el peligro en las personas con vih para volver a pensar en ellas como grupo de riesgo.
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