ARTE
Oda al arte
Objetos de Artistas (OdA) es un negocio que, según dicen los imparciales, es lo que le falta al Soho de Nueva York. Mezcla de bazar y sala de exposiciones, pone al arte al alcance de todos los bolsillos y a la altura de la vida cotidiana.
› Por María Moreno
OdA parece una tienda de museo o un bazar de arte, pero sin dos desventajas de esos espacios: carece de la tutela de una institución y su vertiente utilitaria es simplemente un pretexto para realizar objetos de arte a secas. Verónica Longoni exhibe allí santos populares que inquietan tanto a los seguidores de la difunta Correa y de Gilda como a los católicos ortodoxos que consideran sacrílego el trapo color carne, la bijouterie revisteril y la presencia sin aureola de Lucifer. Los zapatos y sombreros de Juan Vera son imponibles –los zapatos vienen de a uno, los sombreros no tienen hueco–, pero deslumbrantes en su cita de sedería victoriana. Silvia Gai ha tejido ramas y las ha mantenido erguidas con sus floraciones de una botánica imaginaria, mediante una capa de azúcar. Las telas serigrafiadas que adornan individuales, remeras y delantales con la firma de Ana Fuchs integran una muestra que podría hacerse en la cocina. Los vidrios coloridos de Alejandra Azpiazu tienen la coartada de parecer ceniceros, pero por su belleza dan ganas de dejar de fumar.
Valeria Fiterman, la dueña de OdA, insiste en que todos son objetos útiles de los que ella no se considera una curadora permanente: “Ser curadora es algo demasiado importante como para decir que yo soy una. En ArteBa lo que hice es organizar las muestras y trabajar con los curadores o los críticos de arte encargados de armarlas. Hice la parte ejecutiva y de venta. Produje el catálogo, seleccioné la obra y colgué muestras. ¿Soy la curadora de OdA? Quizás. A veces, cuando me ofrecen un objeto, pienso: ‘Esto es OdA’ o ‘Esto es bueno, pero es para otro espacio’. Nunca pensé en tener un negocio. Mi padre, Jacobo Fiterman, que armó ArteBa, dice que esto del comercio me viene de mi abuelo, que tenía un bazar en la feria de Juramento”.
Valeria pasó gran parte de su infancia en los talleres de artistas adonde la llevaba su padre. Allí vio cómo, junto a los cuadros destinados a las grandes galerías y a los museos, los artistas reciclaban restos en objetos lúdicos que constituían algo así como una vida paralela de la obra, fuera de la pared, a menudo con artilugios que los convertían en juguetes, en lo que podría llamarse bellezas inútiles que servían para algo: una silla minúscula, un cenicero, una forma pura que pasaba del acrílico de un cuadro al acrílico de un colgante.
–Mi padre no sólo iba a los talleres como comprador sino como amigo y sostenedor de artistas. Cuando era un ingeniero recién recibido, era amigo de Carlos Alonso, que recién que empezaba a trabajar. Lo que hacía mi papá era comprarle obra y convencer a otros amigos para que hicieran lo mismo, así Carlos podía producir. También trabajó mucho en colaboración con las galerías. Luego armó ArteBa. O sea que esto era un mandato.
–¿Hay algo pedagógico en OdA?
–Es como en la película Educando a Rita. Creo que a través de estos objetos de arte utilitario o de arte aplicado se puede ir formando una sensibilidad. Yo pienso que el coleccionista debería empezar de abajo para arriba. Por obras sobre papel u objetos, luego fotografías, hasta llegar a la obra importante para no equivocarse. Pero en general es al revés. La gente que puede comprar, empieza equivocándose. Por lo más tradicional y lo que no corresponde a una época. Yo creo en el coleccionismo que corresponde a una época, el que compra a los pares o a los de más abajo en edad. La gracia está en correr riesgos. Cuando yo tenía 18 años, le compréobra a artistas que tenían mi misma edad y hacían su primera muestra, por ejemplo, Manuel Esnoz. Y eso que yo no tenía un peso. Le dije: “¿Vos necesitás materiales para pintar? Vamos a una pinturería, yo compro los materiales en cuotas con mi tarjeta por el precio que te pago por el cuadro. Hicimos una gran compra y yo me quedé con la obra”. Si yo lo puedo hacer, hay mucha gente que lo puede hacer, aun con la crisis, pagando 100 pesos por mes. No gastando en otras cosas. Yo nunca me voy a comprar un sillón o un mueble que valga una fortuna. Prefiero invertir en obras.
Valeria tiene una chaqueta de terciopelo color rojo isabelino, un pañuelo doblado de manera que parece el jabot de un lord, cabello rubio naturalmente ondeado y sin ningún corte quirúrgico (léase posmoderno), o sea que desobedece el fashion de las bellezas de Palermo Viejo.
–En Palermo se tiende a vender objetos de decoración con el rango de arte.
–En OdA es al revés: comienza siendo arte y termina siendo un objeto.
Este es un país que se basa mucho en la moda y la gente pone en su casa aquello de lo cual ya tiene una referencia, y de esto hay pocas referencias. Por eso me va mucho mejor con los extranjeros que con el público argentino, que suele comprar lo más establecido. Si se usa la madera oscura, compra un objeto de madera oscura; si se usa el aluminio, lo mismo. Tampoco existe el reconocimiento del objeto de artista con el mismo valor que la obra “oficial”. Ni existe una valoración real de la artesanía. El vidrio, por ejemplo, tiene en Europa y EE.UU. un precio altísimo. El mismo vidrio que acá vale 70 pesos, en Londres vale 400.
–¿Cómo es el artista como proveedor? ¿Mañero?
–Nunca acepto una seña ni doy una fecha. Es muy difícil que un artista pueda seguir mucho tiempo haciendo un mismo objeto. Por ahí hace una serie y después cambia. Pero siempre explico que esto no es industrial y por eso la entrega no puede ser tan rigurosa.
–¿Será que los artistas conservan el fantasma romántico de la obra única y por eso les cuesta trabajar en serie?
–No creo. ¿Hace cuánto que existe el grabado? El grabado siempre fue seriado, lo mismo que la fotografía. Si se hace menos ahora de lo que se hacía antes es por una cuestión de valor de mercado. Para mí, una de las cosas que arruinó el arte es el mercado de arte. Eso es lo que hace correr los precios. Creo que lo que hay de auténtico en OdA es que no tiene un valor de mercado. Siempre es arbitrario el precio en el arte. Aquí hay cosas desde 5 pesos.
–Junto con artistas de firma, usted rescata algunos populares que va descubriendo.
–Había un viejito que vivía en Córdoba, en una casita precaria, y hacía unos juguetes de madera muy primitivos y maravillosos. Yo justo estaba abriendo OdA y le hice una compra. Empecé a elegir y a elegir, y cuando le pregunté: “¿Cuánto es?”, me dijo: “85 pesos”. Le contesté: “Agregue un poco más para que lleguemos a 100”. Y cuando le iba a pagar, agarró el billete, me miró y dijo: “Uno entero no tuve nunca”. Y cuando me fui, me corrió y me trajo otro más de regalo. Cuando puse sus cosas, aquí vinieron productores de La Nación y de Clarín. De todo lo que había, eligieron lo que él hacía. Murió al poco tiempo. Se llamaba Gallipolliti.
A veces, a OdA entra alguien –generalmente una mujer– con algún objeto en la mano o un prendedor llamativo en la solapa. Entonces Valeria decide que esos elementos son OdA. Inmediatamente destapa a la artista secreta que sólo hace cositas para sí misma o a la tímida que entró con un cebo para que la curadora crea haberla descubierto.
Valeria Fiterman dice que nunca tocó un pincel ni una maderita: se define más observadora y consumista que realizadora. Asombrada con que la Argentina no figure en la página de Internet, planea trabajar con artesanos locales ayudándolos a reciclarse, mezclando las técnicas tradicionales con los experimentos de artistas individuales. OdA se prolonga a su modo en Los Cocos, que en triángulo con La Cumbre y Capilla del Monte es un semillero de artistas y artesanos en acción. En Los Cocos, Baby Navero, marido de Valeria Fiterman, atiende una hostería de los años ‘20 que alberga una exposición permanente de obras Remo Biancedi, artista y vecino. Allí, el arte se mimetiza en muebles y otros elementos que sólo son útiles por añadidura.
–También está Horacio Cadenas, que hace coches de madera. Cuando no tiene dinero para comprar material, sale a caminar y usa las maderitas que encuentra. Claro que a veces hemos vuelto a Los Cocos y nos hemos encontrado con que faltaba la pata de una silla. Una vez fui a buscar un rastrillo y le faltaba el palo. “¿Qué hiciste, Horacio?” “Y... las rueditas de los coches.” Primero lo querés matar, después te das cuenta de que hizo un auto maravilloso.
Si siempre se asoció el arte a la conservación de la infancia, los niños son los primeros en reconocerlo y toman OdA como un parque de diversiones. Ellos son los primeros en adivinar las funciones de lo que parecen bellezas intocables para mantenerse en los estantes y desacralizan tocando, poniendo a rodar, dando cuerda. Según Valeria Fiterman, su hijo Martín, de catorce años, quien ya tiene una minicolección de cuadros y que fue definido por Ruth Benzacar como su coleccionista más joven, fue el primer admirador de OdA.