Vie 06.01.2006
las12

NOTA DE TAPA

Secretos y mentiras

Todo lo que ustedes siempre quisieron saber sobre la geisha no figura precisamente en la película protagonizada por Ziyi Zhang, Gong Li y Michelle Yeoh, sino en las jugosas declaraciones que la experta Amalia Sato concedió a Las/12. Aquí, todo lo que hace falta (antes o después de ver Memorias de una geisha) para enterarse de algunas verdades sobre esa institución japonesa, cuyo origen remoto fueron, créase o no, bandas de chicas protopunk.

› Por Moira Soto

Después de mucho amagar, y de la deserción de Steven Spielberg como director (aunque quedó en el rol de productor), llega la versión cinematográfica hollywoodense de Memorias de una geisha, el súper bestseller de Arthur Golden que se conoció en 1997. Más de 80 millones de dólares aplicados a recrear el paisaje del barrio geisha de Kioto, de 1929 a la posguerra, en Thousand Oaks, California. Será por eso que en la película, dirigida por Rob Marshall –que no ha hecho progresos desde Chicago–, todo parece tan perfectito, intachable, prolijo, luciente como una revista de decoración para yuppies. El esforzado diseño de producción de John Myhre, la suntuosidad del vestuario de Colleen Atwood y los relamidos primores de iluminación de Dio Beebe, son resaltados por la partitura altisonante y omnipresente de John Williams, en la que se pueden detectar ecos del Japón. Y por si faltara un aderezo sonoro, están los solos de chelo de Yo Yo Ma.

Memorias de una geisha está protagonizada por tres estrellas chinas (no había ninguna japonesa de ese rango a mano): Ziyi Zhang y Michelle Yeoh –que ya se encontraron en El tigre y el dragón, y estuvieron cada una por su lado en otras producciones exitosas–, y Gong Li, intérprete de directores de prestigio como Zhang Yimou, Chen Kaige y Won Kar-wai. La primera encarna a la protagonista, Zayuri, la joven que deviene geisha después de haber sido vendida –junto a su hermana, de la que es separada– por su padre. En el duro camino de aprendizaje, Zayuri resiste los ataques de la geisha mala Hatsumomo (Li) y es protegida por la geisha buena Mameha (Yeoh). Para cubrir otro de los papeles principales, el poderoso presidente, apareció finalmente un auténtico japonés, Ken Wanatabe (El último samurai, Batman Begins), que hace las veces de príncipe azul un poco demorado, aunque nunca es tarde cuando la dicha de la geisha hollywoodense es buena. Los roles secundarios de Nobu y Pumpkin también están a cargo de un nipón y una nipona de verdad, Koji Yakusho y Youki Kudoh.

Cristianos y crisantemos

El lujoso álbum de ilustraciones que propone el film, sobre un guión reduccionista de Robin Swicord, no intenta aproximarse con un mínimo de profundidad a la cultura japonesa en torno de la geisha (pese a que se contó con la supervisión de la antropóloga Liza Dalby): poco y nada revela sobre su formación musical y literaria, salvo algún toque superficial con movimientos de abanicos. Menos aun se filtra alguna información fidedigna acerca del advenimiento de la institución geisha. Carencias más que suficientes para recurrir a la experta Amalia Sato, editora de la muy recomendable revista de cultura Tokonoma y traductora del japonés. En declaraciones exclusivas a Las/12, Sato –quien en estos días se ha resistido a dar entrevistas largas a otros medios sobre el tema en cuestión– nos da la precisa sobre el universo geisha, sus antecedentes, su permanencia, los mitos y las leyendas alimentados por los orientalistas con enfoque occidental.

Aunque Amalia Sato no vio todavía la película de Rob Marshall, sí leyó la novela de Arthur Golden y le parece apropiado “plantear el tema geisha desde el punto de vista japonés y así ver cómo se dan vuelta las cosas. Entonces la típica pregunta occidental ‘¿es o no es realmente una prostituta?’ carece de sentido. Porque ésa es la mayor intriga que flota alrededor de este personaje que se presenta como una muñequita de porcelana, muy pintada, con peluca y el kimono, que danza y canta, toca el shamisen, sabe caligrafía, servir el té, conversar... Pero siempre hay como una sospecha desde la mirada occidental, porque se presume que está escamoteada la cuestión de la sexualidad”.

¿Cuál es el concepto detrás de ese vocablo todavía tan sugestivo para Occidente?

–El ideograma de Gei tiene que ver con arte, música, representación, actuación, destreza, juego de manos, talento, puesta en escena teatral. Geisha, si vas al diccionario, te lo traduce como cantora, bailarina, entretenedora, festejadora.

La novela de Golden, sobre la que se basa la versión cinematográfica, fue muy cuestionada por la propia protagonista.

–Sí, porque Iwasaki Mineko le sirvió de informante y se sintió ofendida por la imagen que había dado este señor, un orientalista cuya intención fue escribir un bestseller. Lo logró, porque Memorias de una geisha estuvo muchas semanas encabezando la lista de los libros más vendidos, millones de ejemplares leídos sobre todo por mujeres norteamericanas. La historia está muy cerca de la fantasía de Cenicienta: hija de campesinos muy pobres es vendida y, cuando aún es niña, aparece un señor poderoso que, como Papaíto Piernas Largas, la protege y es con quien finalmente se casa... Es significativo el dato de que este libro fue consumido por mujeres: se dijo que las lectoras lo tomaron como una suerte de aprendizaje cultural, una manera amena de conocer modos y costumbres tan distantes en todo sentido; también que las lectoras experimentaban al menos mentalmente con otra sensualidad, podían juguetear en sus fantasías. Poco después aparece el geisha chic, Madonna está en un video con kimono rojo y pelo negro, se pone de moda peinarse con palitos en la cabeza.

¿Se produce una apropiación de signos cuyo significado se desconoce?

–Claro, se vuelve atractiva, fashion, la cosa supuestamente geisha. Incluso seduce esa idea de la mujer servicial que tenía poco que ver con los ideales occidentales de fines del siglo XX, comienzos del XXI. Hay como una búsqueda de variaciones en la identidad sexual, todo dentro del fenómeno geisha chic que ya pasó bastante, pero que evidentemente el film –que tardó en hacerse– trata de refrescar. Incluso a la protagonista le han puesto ojos verdes, es una japonesa un tanto especial, una fantasía etnográfica, se la relaciona con el agua.

¿Cuándo comienza a perfilarse la figura de la geisha?

–Resulta que en el 1600, siglo XVII, cuando entra el cristianismo en el Japón, al mismo tiempo que llegan los portugueses y los españoles, se da una época de mucha movilidad social que se conoce como gekokuyo, lo de abajo sube hacia arriba. Fijate qué divertido: hubo también una moda cristiana en Japón, allá los cristianos se transformaron en algo fashion: los japoneses se copiaban su ropa, se vestían de negro, colgaban rosarios y cruces, empezaron a usar yelmos, otros elementos de Occidente. Incluso según algunos estudiosos, la ceremonia del té tiene bastante relación con la misa católica, esto de pasarse la taza y beber. En las comidas empezó a aparecer el gusto por los dulces, y hasta podría ser que la palabra arigató, gracias en japonés, según algunos filólogos, viniese del obrigado del portugués, como una deformación. Este momento de cambio es aprovechado por los misioneros para difundir su religión.

¿Un poco de prepo?

–Y sí, según su estilo. Pero también los japoneses, muy permeables a otras culturas, se fascinaron. Vale destacarlo porque generalmente esto no se dice en la historia del Japón contada por sajones, norteamericanos e ingleses. Por supuesto, no les interesa resaltar la importancia del catolicismo en este país. Para ellos empieza todo con la organización de Meiji, siglo XIX, con el comandante Perry, la cosa protestante.

Una geisha no nace, se hace

Pero la geisha hace su aparición en escena antes de esa fecha.

–Sí, para esta aparición es importante señalar que en el siglo XVII surgen bandas de jóvenes mujeres con cabello corto, vestidas de hombre, con dotes circenses, que se movían en una marcha inclinada, contorneándose, muy desafiantes. Representaban obras a orillas del río. Es decir, que hace pocos siglos había un teatro callejero de mujeres, bien contestatario. Muy modernas, como jóvenes punk, con maquillajes extraños.

¿Tenían alguna mentora, alguna líder?

–Una de las troupes más famosas estaba comandada por una tal Kumo Okuni. Estas chicas tomaron muchos modos de las monjas budistas medievales cantoras, de las vendedoras ambulantes y trashumantes de esa época. Las bandas de mujeres desarrollan un teatro muy licencioso, erótico, exótico, con movimientos provocadores, justo en esta etapa de los portugueses. Pero este teatro de mujeres provocó tal escándalo que lo prohibieron. Sin embargo, ya se había instalado el gusto por un teatro popular con mucho color y desenfado. Y la posta la toman los jóvenes varones cuyas actuaciones asumen el nombre de kabuki. Ahí prosigue un fenómeno que se entronca con las geishas, porque estos hombres empiezan a vestirse como mujeres, se maquillan, usan peluca, ciertos trajes. Sin ninguna prótesis, adoptan un modo de representación de la mujer, achicando el cuerpo, encogiendo los hombros, juntando las rodillas para caminar de determinada manera. Más tarde se los conocerá con el nombre de onnagata, el hombre que representa a la mujer.

¿Entonces en el origen de la geisha hay una usurpación, un plagio?

–Exacto. Estos jovencitos son los primeros geisha que en las fiestas empiezan a cumplir, como un extra, este papel teatral de entretenedores en reuniones, con cantos y bailes. Pero de nuevo la censura, muy estricta en este período, decidió prohibir esta forma de teatro hecha por jóvenes. Entonces, el kabuki pasó a ser ejercido por varones adultos que desarrollaron este arte tal como se conserva hasta nuestros días.

¿Excluyendo siempre a las mujeres como intérpretes?

–Sí, pese a que todo había comenzado con esta banda de Okuni y las chicas medio andróginas en su aspecto y movimientos. Lo que hay que subrayar es que el onnagata representa a la mujer aristocrática, no a la mujer popular. Reproduce lo que en el teatro se considera que son las maneras de la mujer de la corte: la peluca, la piel muy blanca... De esta figura de los geisha varones –primero jóvenes, después adultos–, de su representación de lo femenino, va a surgir la geisha tal como la conocemos.

De eso no se habla

¿Hay alguna respuesta para la famosa pregunta de Occidente sobre el sexo?

–Las geishas no son consideradas prostitutas en Japón. La cosa sexual no es lo más importante. Son mujeres que estudian durante mucho tiempo artes, danzas, ceremonia del té, ikebana, caligrafía, literatura para sus conversaciones de alto nivel. Están al servicio de los clientes pero no crudamente sino a través de toda esa puesta en escena muy refinada que, por cierto, es carísima. Un rasgo de los onnagata es que se copiaban algunas cosas del teatro de muñecos, el movimiento de los cuellos, cierta rigidez, cierta gracia artificial. Eso también lo tomaron las geishas cuya actividad se desarrollaba en Tokio, Kioto, Osaka, en las grandes ciudades del momento, en barrios especiales debido a este tema de la censura. Estaban muy delimitados los lugares donde se ejercía lo teatral y lo sexual: era en esos barrios de placer que se llamaban también ciudad sin noche, funcionaban entre las 21 y las 6 de la mañana. Cuando clareaba, la gente partía ocultándose detrás de sombreros de alas muy anchas.

¿A este mundo paralelo tenían acceso las mujeres como consumidoras de algunas de las actividades?

–Eran barrios de placer para hombres, desde luego. Al teatro podían ir las mujeres que vivían dentro de esos barrios, las que trabajaban alrededor de ese mundo con sus propias leyes. Se trataba de lugares donde se trastocaban los valores: los actores eran más importantes que los samurais, dictaban las reglas de la moda, los usos sociales. Otra cosa que merece remarcarse es que la cultura alta y la baja se tocaban: la popular se alimentaba de lo refinado en todo.

¿Cuándo aparece la primera camada de geishas?

–En 1751 ya está establecido todo el sistema ritual y el mundo de las geishas que cumplen todas las funciones que mencionamos y que siguen teniendo vigencia. Fijate lo que dice una geisha actual: “Nuestra función es ser como el aceite para que banquetes y fiestas se desarrollen con suavidad”. La antropóloga norteamericana Liza Dalby escribió en 1983 un libro llamado Geisha. Ella fue al Japón a hacer un estudio sobre las geishas, la admitieron en su mundo, adoptó un nombre japonés.

¿Cómo se pudo filtrar en un universo tan cerrado?

–Ella usó sus recursos: hablaba bien el japonés, había vivido desde jovencita en el Japón. Al parecer, es la única geisha no japonesa. También fue informante de Golden y de Spielberg. Dalby dice que en realidad la gramática de la sexualidad en Occidente es muy cruda, siempre se pregunta si hay sexo o no, y en función de la respuesta se determina si es prostituta o no. Pero ése no es el parámetro de las geishas que hacen otra puesta en escena, que puede terminar o no en una relación sexual con el cliente. Como te dije, ése no es el punto más importante. Con frecuencia, las geishas tienen un único patrón, al que llaman dannasan. Curiosamente ése es el nombre antiguo para marido en Japón. O pueden tener varios clientes preferidos, es decir que las prefieren, no que ellas los elijan... Y cuando llegan a cierta edad y han podido juntar un dinero, muchas ponen un restaurante o una casa de geishas. Pero todo está muy pautado, tienen que sacar licencia para trabajar, hay reglamentos.

¿Es verdad que hasta entrado el siglo XX muchas niñas eran vendidas por padres empobrecidos?

–Sí, eran hijas de campesinos que no las podían mantener. Esto se repite en la época Meiji, cuando empieza la modernización del Japón. Las que no tenían suerte de llegar a geishas se convertían en prostitutas. A muchas japonesas las mandaron a China o al sudoeste asiático, donde eran explotadas sexualmente.

¿Qué sucede cuando los primeros occidentales conocen la existencia y las funciones de la geisha?

–El fenómeno geisha empezó a ser consumido en el siglo XIX por Occidente, y siguió en el XX. Diplomáticos, escritores y otros viajeros se fascinan con la geisha que se torna un icono para hacer la feminización de Oriente. Se la idealiza por su belleza, gracia y sumisión. Ahí tenés desde Madama Butterfly de Pucini a Madame Crisantème, de Pierre Loti.

¿La decadencia ocurre a partir de la ocupación norteamericana?

–En un momento hubo como 80 mil geishas en Japón, y ahora en realidad quedan muy pocas. En la década del ’80 ya eran 10 mil. Cuando termina la ocupación americana, en 1957, el barrio de Yoshiwara, barrio de placer de Tokio, cierra. Mucha gente va a ver cómo desalojan a las geishas, que salen llorando. O sea que ahí termina un poco este mundo que se había iniciado en el XVIII, se aflojan un poco códigos y reglas. La paradoja es que algunos victorianos, como MacFarlane, Edwin Arnold, Rudyard Kipling, que venían de una atmósfera muy reprimida, con un plus de romanticismo, se dedican a idealizar a la geisha. De esa mirada salen también, por ejemplo, La casa de té de la luna de agosto, de John Patrick, de la época de la ocupación americana, variaciones sobre Butterfly. Un punto de vista imperialista hechizado por el exotismo.

¿Imperialista y machista?

–Absolutamente, una mirada machista muy manifiesta, como es el caso de Gómez Carrillo que analiza Guillermo Qautucci, profesor de Literatura Japonesa en el Colegio de México. Lo gracioso es que estos occidentales, cautivados por el icono que han contribuido a recrear, están comprando a ese antiguo travesti que vestía de mujer. Un personaje divertido que vale la pena rescatar es Judith Gautier, la hija de Théophile Gautier. Esta chica tuvo una especie de ayo chino que rescató el padre de algún sitio. Ella, que nunca viajó al Japón, fue la primera en escribir poemas, novelas y obras de teatro de inspiración orientalista, donde aparecía la princesita de la luna, también la geisha.

¿Qué grado de autonomía tiene la geisha? ¿En qué momento puede salirse?

–Se trata de una institución cerrada. La geisha trabaja en una determinada casa, tiene una suerte de patrona que le administra el dinero, parienta de la madama. Se supone que va acumulando ahorros y puede llegar a establecerse por su cuenta. Siempre dentro de una sociedad sexista, para estas mujeres llegar a geishas representaba un modo de vida más elevado, muy cultivado y exquisito, con la posibilidad más tarde de liberarse. Incluso en muchos casos, si un hombre se enamoraba, podía comprar una geisha y convertirla en su esposa. Uno de los ideales del siglo XVIII era iki, una mujer profesional en el arte de entretener que sabe exactamente qué grado de despliegue erótico es oportuno para combinar con el más alto nivel de gusto. Este ideal se complementa con el concepto del tsu, el hombre de mundo bien informado, el connaisseur. Las palabras clave eran entonces: patrón, clientes preferidos, ceremonia de desfloración. La geisha era iniciada sexualmente por alguien importante que pagaba carísimo por desflorar a una virgen de este nivel. La casa de geishas, el grupo de pertenencia, la oficina donde se registraban, el modo de pago que se medía con un palito de incienso: para conocer el monto, se iban sumando los palitos...

¿La geisha era depositaria de secretos?

–Las geishas tenían que ser muy discretas porque muchos hombres poderosos iban a confesarse con ellas, les contaban todo. Una situación muy dramática se daba en el suicidio de a dos, cuando la geisha se enamoraba de quien no correspondía y el tipo entraba a endeudarse. En Madama Butterfly aparece el arquetipo visto por un occidental. En cambio, me parece excelente M Butterfly, de David Cronenberg. En ese film había una frase clave: “Me enamoré de una mujer creada por un hombre. Aunque me muestres la realidad, yo seguiré amando esa perfecta mentira”.

La geisha cubierta de pies a cabeza no ofrece un erotismo explícito.

–Más aun: el sitio erótico por excelencia en el cuerpo de la geisha es la nuca, maquillada de blanco, a veces con un arabesco pintado. Pero es la nuca, nunca los pechos ni siquiera la cara. Se considera muy elegante cómo se muestra ella de espaldas. Todos datos, como verás, relacionados con los travestis.

Una reconstrucción cultural por donde se la mire...

–Claro. Otra cosa fundamental era tener tres capas de vestidos que se superpusiesen y se vieran los tres colores, la seda como principal elemento. Así y todo las geishas escribían: en 1926 salió en París el libro Canciones de geishas. “La carta” es realmente bonita: “Si no hubiera luna, en invierno la leería al fulgor de la nieve. En verano, con el destello de las luciérnagas. Y si no hubiera ni luna ni luciérnagas, en la oscuridad yo la leería con mi corazón”. Si bien no hay testimonios autobiográficos traducidos de geishas, tenemos a una escritora de mucho talento que vamos a publicar, Higuchi Ichyo. Ella murió a los 24, su familia tenía un taller de arreglo de trajes de geishas. Ichyo escribió unos cuentos maravillosos a fines del XIX. Es una mujer que observa el mundo de las geishas. Por otro lado, en cuanto a los géneros, en el Japón es muy complejo el tema hombre-mujer, mujer-hombre. Ahora está la fascinación de los chicos con el manga por esta cosa proteica, estos pasajes de género, de sexo. En el Japón tenés actualmente teatro de revistas de mujeres que hacen de hombres y también de mujeres, tarakarazuka, lo contrario del kabuki. Tienen mucho éxito entre el público femenino y masculino. Esto empezó en 1913, lo organizó un millonario de Osaka. Tienen una formación muy amplia, que va de la lírica al pop. Hicieron Lo que el viento se llevó, por ejemplo. Y una cosa divertida ya que hablamos de geishas, mujeres que acompañan a los hombres, es que ahora hay mujeres vestidas de varón, pelo corto, que atienden a mujeres en bares, como acompañantes masculinas. Las mujeres las prefieren por sus maneras más suaves, delicadas, sin esa tensión que puede surgir con un hombre. Japón da para todo, miles de vueltas, entre las cuales está el tema de la geisha.

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