Vie 28.06.2002
las12

PERSONAJES

De mendoza a Kioto

Marta Elena Pena de Matsushita es mendocina, licenciada en Ciencias Políticas recibida con el mejor promedio del país, y esposa de un graduado de la Universidad de Tokio que hace ya muchos años cursaba un
posgrado en Cuyo. Se casó, emigró, tuvo dos hijos en Japón, aprendió el idioma y tan bien lo aprendió que hoy es investigadora del Centro de Culturas Comparativas de la Universidad de Doshisha, en Kioto.

Por Rosario Bléfari

Marta Elena Pena de Matsushita es investigadora del Centro de Culturas Comparativas de la Universidad de Doshisha, en Kioto. Nació en Mendoza y se fue a vivir a Japón recién graduada en Ciencias Políticas sin ni siquiera haberse detenido a recibir las dos medallas que había ganado como mejor promedio del país. Hiroshi era el joven graduado de la Universidad de Tokio que había venido a la de Cuyo como becario y que volvía a Japón casado con esta dama mendocina. El peso del riesgo que asumía alejándose de todo lo conocido y querido pendía del hilo de una promesa, la de este hombre japonés que comprendió de qué se trataba que su mujer anhelara, como él, una intensa vida de actividad intelectual. A veinte mil kilómetros de su origen, construyó un hogar, crió dos hijos japoneses y se dedicó al estudio, la investigación, la enseñanza y difusión de la cultura latinoamericana. Escribió en japonés sobre pensamiento político y otros libros que han aportado al conocimiento sobre América latina en Japón. Todos los días viaja en el tren bala. En el recorrido está Nagoya, la ciudad donde vive la familia; Kioto, donde trabaja, y Kobe, donde queda la universidad de Hiroshi. De paso por Argentina presentó su último trabajo Sarmiento y Fukuzawa, dos forjadores de la modernidad.
–¿Cómo conoció a su marido, el principal motivo de su emigración?
–Yo estaba estudiando en la Facultad de Ciencias Políticas, en la Universidad Nacional de Cuyo con planes de ir a Francia o a Estados Unidos a seguir estudiando. En ese momento el rector de la universidad había celebrado un convenio con la Universidad Nacional de Tokio. Mi marido era estudiante de posgrado en la Universidad de Tokio y estaba a punto de ir con una beca a Kuwait. El tema de él eran las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y América latina. Justo salió la beca que ofrecía Cuyo y su profesor le sugirió no ir a los EE.UU. y presentarse a esta beca para ver el problema desde una perspectiva latinoamericana. Yo estaba todavía en la licenciatura, pero como él tenía un par de asignaturas a nivel de facultad –de historia nacional interna de Argentina le quedaba mucho por saber– nos conocimos cuando bajaba de las alturas de la maestría y venía a las clases de la facultad. –¿Cómo se decidió el lugar donde vivirían? –Hiroshi estuvo dos años en la Argentina, el primero fuimos amigos y después la relación fue cambiando. Ya tenía que volver a Japón y me propuso que nos casáramos. El tema de casarse no era problemático, pero sí el de irse a vivir a Japón. Primero mi padre puso como condición que nos quedáramos a vivir en Argentina. Hiroshi aceptó, pero otro chico japonés que estaba en Mendoza me dijo que la Universidad Nacional de Tokio es la cumbre del sistema universitario japonés y que el que estudia en el posgrado se dedica seguro a la investigación y que tiene todas las puertas abiertas. Pero este chico me dijo que si Hiroshi se quedaba en Argentina echaba por la borda el esfuerzo de años, que lo pensara bien. Me dio material para pensar muy seriamente y me di cuenta de que quedaban dos caminos: abandonar el plan de casamiento y que cada uno siguiera su camino o arriesgarme a ir yo a Japón. Lo hablé con mi padre y fue muy comprensivo; lo único que me dijo fue “acordate que estamos a veinte mil kilómetros de distancia, cualquier problema que aparezca no vamos a poder volar al lado tuyo”.
–¿Fue impactante llegar a destino?
–Afortunadamente tuve dos meses de intervalo hasta llegar y evité lo dramático de viajar en avión y llegar en algunas horas. También fue consejo de mi padre hacer un viaje largo antes de llegar a Japón. Decidimos tomar un barco un poco en estilo viaje de bodas y al mismo tiempo acercándonos al destino. El barco paraba en un puerto y si no había carta de mis padres, yo lloraba. Soy la hija menor de dos hermanas, muy compañera de mi padre que me llevó y me fue a buscar desde jardín de infantes hasta que terminé la universidad. Después de un mes de barco nos bajamos en San Francisco porque allí estaba su hermano mayor. Ese mes fue muy importante porque pudimos tomarlo con calma, conversar tantas cosas, divertirnos, y en la casa de mi cuñado aumentó mi tranquilidad. Al ver a esta familia me di cuenta de que no había tantas diferencias como uno sueña entre un argentino y un japonés.
–Antes de Hiroshi, ¿había en usted algún interés especial por la cultura oriental?
–Nada, nada. Absolutamente nada. Mi familia española por mi padre, francesa por mi madre, yo había viajado cuatro veces a Europa con mis padres pero ni se me ocurría ni tenía curiosidad alguna. El único contacto del que me acuerdo fue cuando unos amigos de mis padres viajaron a Japón y trajeron algunos souvenirs, entre ellos unos palillos de laca y la amiga de mi mamá me preguntó si quería que ella me enseñara a manejarlos. Yo le contesté: “No, estoy muy ocupada, estoy estudiando, no tengo tiempo ni pienso usar palillos en mi vida”.
–¿Qué la intrigaba más?
–Lo que me interesaba saber no eran las altas expresiones de la cultura japonesa sino las de la vida cotidiana; y más preguntas le hacía a Hiroshi, menos podía hacerme una imagen porque muchas cosas que uno vive a diario de su propio país, de su propia cultura, no las racionaliza. El se quedaba pensando y me decía: “nada distinto a lo que conoces” y le preguntaba ¿qué comen?, ¿qué hay?, y él me decía: “en cada casa comemos distinto”. Y claro, a nosotros aquí nos pasa lo mismo, en ninguna casa se come igual. Entonces cada día yo me preguntaba: “¿en dónde está entonces todo eso a lo que yo me tengo que acostumbrar?” Pero más preguntaba, menos información obtenía. Lo que más me preocupaba, más todavía que la vida cotidiana, era mi carrera. Antes de casarnos, ese era el tema difícil entre nosotros, donde no había un acuerdo. El 17 de octubre rendí la última materia de la licenciatura y el 18 nos casamos. En la ceremonia de graduación no estuve porque fue en diciembre. Ese año conseguí la medalla de oro de la universidad y la medalla de oro de la Federación de Mujeres Universitarias Argentinas porque me gradué con el más alto promedio del país. Entonces yo me vi graduada en Ciencias Políticas sin hablar palabra de japonés, Hiroshi siempre me lo dijo: “es una lengua muy difícil, hay extranjeros que hace años que viven en Japón y no logran dominarla”. Le había preguntado: “Si voy a Japón ¿qué puedo hacer?” ¿Y sabés lo que me contestó?: “Nada, no es necesario que hagas nada. Yo trabajo, tu estás en la casa” y yo dije: “Punto. Acá no podemos seguir hablando con esa mentalidad”.
–¿Es habitual esta lógica?
–La mayoría piensa así. Aunque las chicas más jóvenes son diferentes y la están cambiando. Pero todavía el hombre se siente un poco disminuido si la mujer trabaja y como es un país con mucha seguridad económica la mujeres japonesas se la pasan comprando y ahí viene el consumismo. Los chicos se van a las siete, nadie almuerza en casa, hasta la noche no vuelven y así vos ves en Japón los restaurantes caros, de comida francesa, por ejemplo, con un ciento por ciento de mujeres. Además tienen muchas oportunidades de cultivarse porque hay centros que se llaman de educación social, que están en todos los barrios, donde tenés clases de caligrafía, de francés, de inglés, bailan salsa, flamenco, hay clases de historia, ¡no te vas a quedar en casa a aburrirte!.
–¿Nunca la atrajo esa comodidad?
–Yo no podía hacer eso. Me gusta salir con mis amigas pero... No, yo, de ninguna manera, yo quería hacer algo, para lo que había estudiado, esa era mi idea. Antes de casarnos tuvimos una disputa muy fuerte con eso, el no entendía qué importancia tenía para mí trabajar si no lo necesitaba. A las dos o tres semanas apareció y me propuso casarnos igual y después pensarlo. Yo le dije que no, que pensarlo después no, porque si después pensamos y no pasa nada, esto va a ser un desastre, absolutamente no, entonces volvimos a pelearnos. Reapareció una semanas más tarde en la fiesta de mi cumpleaños a la no lo había invitado porque estábamos peleadísimos por ese tema, y me dijo que me prometía que iba a hacer todo lo posible para que yo pudiera realizarme profesionalmente en Japón. Y es una promesa que ha cumplido. El siguiente año fui a los Estados Unidos a hacer la maestría en la Universidad de Texas, en Austin, y volví a Japón. Hiroshi había recibido su doctorado. Nos presentamos a concurso en la universidad, donde querían formar un centro de estudios de América Latina –tenían el curso de área de América Latina y querían formar un centro de investigación–. Ganamos el concurso y trabajamos desde el principio juntos, socios absolutos. Nació nuestro hijo mayor y estuvimos muy activos, contribuimos a formar la asociación japonesa de estudios de América Latina.
–¿Cómo resolvió la educación de sus
hijos?
–Durante la etapa equivalente a la primaria y a la secundaria las escuelas japonesas no tienen personal de limpieza. Los niños japoneses se encargan de eso repartiéndose las tareas semanalmente, limpian el piso, los bancos y los baños. Todo eso responde a una pedagogía y lógica que enseña autodisciplina, humildad, el valor de las tareas domésticas y manuales y la conciencia de grupo, es decir cómo trabajar en equipo para conseguir algo que es un beneficio para todos. Esto es muy importante comprenderlo. Una amiga chilena no lo entendió así y sacó a su hijo de la escuela y lo puso en una donde se hablaba en inglés. Nunca pudo adaptarse. En la asociación de cónyuges de extranjeros –en Japón hay una asociación para todo–, se planteó en un momento el tema de la discriminación que significaba que la mayoría de los hijos de matrimonios mixtos tuvieran dificultades en la escuela. Revisé las estadísticas y vi que los chicos tenían buenas calificaciones en otras materias pero fallaban en las que se relacionaban directamente con la lengua. El japonés requiere de una práctica constante, es muy complejo, se manejan distintos niveles para hablar con distintas personas de acuerdo a la edad y el cargo o función. Por ejemplo, en una reunión, hay que usar ciertas palabras para dirigirse a unos y otras para decirle lo mismo a otros. El problema era serio: japonés solamente en horario escolar podía ser un gran error si quería que mis hijos se desarrollaran a pleno en el lugar adonde habían nacido y donde vivían. Así lo hicimos y no hubo problemas. En mi caso, cuando recién llegué, me había hecho amiga de otra mendocina que me invitaba todas las semanas con empanadas y vinos mendocinos. Tuve que decirle en un momento que me perdone pero que yo no iba a aceptar más sus invitaciones, al menos por un tiempo, porque si seguía con esa rutina, me ganaba seguro la nostalgia y me alejaba de la posibilidad de abrirme a los demás, a lo nuevo, corriendo el riesgo de no poder adaptarme.

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