Vie 28.06.2002
las12

MUESTRAS

Libros de vestir

Mónica Goldstein interviene libros de una manera más rotunda que la crítica literaria. Los transforma en objetos con piedras, con pétalos, con papeles dorados o plateados. Dice que su mente opera en collage y que su tendencia a la yuxtaposición empieza por sus ideas. Y que sus libros son caminos a un país imaginario que ella bautizó Taa-Ga. Los muestra en Arcimboldo bajo el título 15 años de libros de artistas.

› Por Soledad Vallejos

Yo creo que la obra no es distinta de la vida, y en la vida nada es fijo. Todo está cambiando todo el tiempo, desde nosotros, nuestras células hasta nuestra manera de entender el mundo, nuestra visión, nuestras relaciones. Todo está cambiando todo el tiempo. ¿Qué permanece? Nada. Entonces, ¿cómo va a estar fijo? Estaría muerto.” Mónica Goldstein explica algo tan sencillo como que jamás podría concebir que esos increíbles libros de artista que exhibe en la galería Arcimboldo (Reconquista 761, depto. 14) tengan un único uso, una sola manera de ser mirados, comprendidos, vividos. Tal vez sea por eso que ella sólo ofrece una producción que exige ser activada, puesta en funcionamiento por el público, como sugiere Corinne Sacca Abadi, crítica de arte y curadora de la exposición, en el catálogo. Tal vez sea porque ella intenta compartir con alguien más, anónimo, imaginario de tan lejano, pero seguramente posible, lo que acaba de descubrir: puede existir, mejor dicho, puede intentarse el autoconocimiento. Y el camino puede parecer arduo al principio, pero mientras tanto se van conociendo parajes encantadores.
Caminando por el espacio de la muestra, pensada casi escénicamente, y con la previsión necesaria para que el público pueda rodear aquello que es objeto (y no cuadro) con comodidad y curiosidad, Mónica cuenta que en un principio fue la pintura, otro poco el dibujo. “Pero siempre me interesó el collage. Y a veces me parece que todo lo hago como un collage, yuxtaponiendo: aun los pensamientos, aun las ideas. Me parece que es una manera de ver sumando. Yo sumo. Y los libros son una forma de sumar ideas con la obra.” En el afán de sumar, entonces, una artista inquieta, hambrienta de respuestas que la confirmaran o inquietaran aún, pero que en todo caso siempre le permitieran nuevas preguntas, comenzó a trabajar con libros hacia fines de los ‘80. Exposiciones colectivas de pequeños formatos, arte sobre papel, arte y antropología, poesía ilustrada, fueron llevándola por distintas ciudades, por distintos países, pero invariablemente, después de un período de objetos nacidos de material de desecho, Mónica seguía acercándose a esa conjunción de dos mundos. Incorporar lo concreto de la palabra escrita, la tradición de lo supuestamente ya dicho de una vez y para siempre no era más que un punto de partida hacia... ¿hacia dónde? “Vestigios” y “Tiempos”, esas son las dos palabras que más se repiten en la historia de sus muestras individuales: los tiempos son “de secretos”, “del trueno”, “de mirar atrás”, “de expansión”, “de tiempos”. Y los vestigios hacia donde fue, que ya parece haber dejado atrás para chocar con el momento en que eso tuvo vida, son siempre de un mismo lugar: Taa-Ga, una palabra inventada, que “alude a un mundo interior”. “Mucho, creo, de lo que hago es un recorrido hacia Taa-Ga.” Y es que la introspección, el cuestionamiento hacia el propio interior, no podría jamás nombrarse, hablarse, con el idioma de todos los días. Y, claro, también necesita mapas, fotos y bitácoras.
Lo que pasa con esos libros que Mónica va tomando de su biblioteca de a poco, siguiendo intuiciones (“como un impulso”) que no podría explicar pero que tienen su razón en algún lado, es bastante más que una intervención. Lo que le pasa a esos ejemplares es que se vuelven pura materia moldeable. Un volumen pequeñito que alguna vez le regaló el alma mater de la galería, Pelusa Borthwick, resucitó cuando menos lo esperaba para convertirse en el libro-objeto “Taa-Ga” (rojizo por dentro, plateado por fuera, la firma, a modo de título, en el lomo; con un orificio en el centro de la página central); las instrumentos médicos que aparecieron en un cajón años después de la muerte de su padre, dermatólogo, se convirtieron en “A corazón abierto”, un homenaje sin dolor, pero necesario. Cierto libro de infancia de su marido conoció su nueva vida cuando se llamó “Acerca de la realidad”. En las tapas, algunas piedras reales, con volumen, se aferran con firmeza. Al principio del tomo, una lámina desplegable muestra la imagen de un camino de piedritas de colores sobre un fondo apaciblemente beige. Las cosas se complican al llegar a las primeras páginas: las piedras amenazan con invadirlo todo, los trazos escritos en algún idioma desconocido se pierden bajo un papel opaco, pero no tanto. “Son fotos de las mismas piedras en colores y en blanco y negro –explica Mónica con la misma morosidad con que va pasando las páginas–, el discurso y la palabra velada. Siempre hay una cuestión no fácil de descifrar: está velado, hay distintas capas, aparecen las piedras y detrás las palabras y más atrás otras palabras. Y se va develando. De alguna manera se van abriendo, y va apareciendo el espacio. Creo que siento esta idea conmigo: se va haciendo la claridad, se va haciendo luz, se va abriendo el espacio. Van saliendo las cosas que están de más. Finalmente se alcanza la unidad.” Señala, y en lugar de página final aparece un hueco rectangular. Hay una pequeña piedra allí, negra. “De nuevo, la realidad, porque hay una piedra real. Un poco juego, porque ésta es la realidad... pero, ¿qué sé yo cuál es la realidad?”
Para Mónica, la realidad bien podría ser un mar de signos indescifrables, aunque debajo de ellos figure el código que debe usarse para leer el caos, como en la serie de opuestos complementarios que poblaron “Tiempo de secretos”. Una superficie absolutamente blanca como la del cuadro sólo podría soportar una rosa tan blanca como ésa, “la unidad, el código”, y la barra blanca bajo el cuadro sólo podría tener esos pétalos blancos en desorden, “la pluralidad, el libro”. Y es que estas obras son aquellas imposibles de nombrar: en el lugar de la clásica tarjetita que cuenta el nombre de lo que se ve, sólo aparece... otro pétalo. “Me di cuenta de que no podía poner nombres, que el nombre tenía que estar escrito en este idioma. De alguna manera me pertenece esto de nombrar en sus propios códigos.” Y, nobleza obliga, por algo estas piezas ni siquiera tienen la profana firma de autora, “no encontré dónde ponerla, y además visualmente molesta”.
Instructora de yoga, antigua alumna de cursos de cábala y lectora de Borges por lo que tiene de “arte universal”, Mónica se para al lado de un libro con una sola piedrita en su tapa. “Tratado de geografía sutil”, un libro intervenido con técnica mixta, resultó ser lo que es a partir de una sugerencia del propio libro en su otra vida, cuando era un tratado de geografía verdadero con mapas que obligaron a tomarlo como base. “A veces elijo por las imágenes que tienen, a veces por el color del papel cuando están avejentados. En este caso, fue por el color amarillento del papel y los mapas. No sé si tiene mucho sentido decirlo, pero fue hecho a lo largo de varios años con una serie de consignas que yo me dije a mí misma. Cada vez que me ponía a trabajar, estaba muy consciente de lo que estaba haciendo: era como una práctica de meditación cada vez. ¿Viste que te dije que muchos de los libros son como un camino a cierto reino interno? Eso me interesa como metáfora y como proceso”, susurra cuando ya perdió las dudas sobre si hablar o callar.
La producción de la obra, explica, la va modificando, ella vive procesos a medida que hace. “Es estar presente en esos múltiples procesos míos y de la obra, y en la interpelación que hay, la influencia de uno sobre otro. Yo influyo a la obra, la obra me influyea mí, permanentemente. Entonces, acá fui haciendo un recorrido desde ese gran discurso y la mucha palabra, y el mapa como ahogado y sin demasiada precisión. Se van limpiando zonas, se van produciendo silencios y espacios, y van apareciendo datos en el mapa, como si hubiera más claridad en la ruta.” Se va haciendo silencio, dice, y llega al final: una rosa azul sobre un mapa claro, un personaje en una postura de yoga (gokilasana), una llegada apacible al final del camino.

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