POLITICA
Cansadas de quedar al margen cada vez que las organizaciones piqueteras tradicionales asignaban los subsidios y puestos de trabajo conseguidos a fuerza de cortar rutas, las mujeres de la zona más tropical de Salta decidieron formar su propia agrupación con una sola certeza: la única manera de mejorar su calidad de vida es pelear juntas. Y en eso están, queriendo demostrar que su capacidad excede el manejo de huertas y que bien podrían acceder a puestos en las petroleras.
› Por Gimena Fuertes
En Tartagal, Salta, una de las cunas del movimiento piquetero, nació hace cinco meses la Organización de Mujeres Desocupadas. En una zona donde la principal actividad es la minería y la extracción de petróleo, las mujeres no acceden a los pocos puestos de trabajo disponibles. Entonces, se empezaron a juntar y a organizarse, a cortar rutas y a reclamar trabajo, a resistir la represión policial y a caer presas, a salir de la cárcel y a volver a cortar rutas.
Sara Juárez es una de las referentes de este movimiento que se dio a conocer en enero debido a la represión que sufrieron tras cortar un acceso a una empresa petrolera en reclamo de subsidios para proyectos productivos. En diálogo con Las/12, Sara sostiene que lo que para muchos otros movimientos es cosa obvia, ellas recién lo están aprendiendo: “La única manera de conseguir cosas es luchar todas juntas”.
La actividad del movimiento está centrada en proyectos productivos y en conseguir puestos de trabajo, aunque les digan que para ellas “no hay”, sencillamente porque son mujeres. “Sí hay tareas que podemos hacer, como mantenimiento o pintura. Nosotras sabemos y podemos”, sostiene.
“En octubre empezamos a juntarnos 36 mujeres y ahora somos más. En la última reunión éramos 42 y seguimos invitando a todas las que están sin trabajo”, cuenta Sara orgullosa. “Acá hay muchas empresas petroleras. Nos juntamos temprano a la mañana y vamos a recorrer las compañías para reclamar una salida laboral para nuestro problema diario o becas de estudio para nuestros hijos.” Pero muchas de las veces, lo único que consiguen son promesas de concejales o de la municipalidad.
En Tartagal trabajo hay poco y los planes sociales ya están acaparados por las otras dos organizaciones de la zona. Parecía no haber salida para estas mujeres que sostienen hogares con muchos chicos y viven en una zona donde, sobre todo después de la caída del puente de río Seco que aisló a las poblaciones del norte, la cosa se puso difícil. “La mayoría de nosotras somos solteras, separadas o viudas. Sólo tres tienen esposo”, explica Sara Juárez. Antes pertenecían a otras organizaciones de desocupados del norte de Salta, pero se fueron enojadas, cansadas de la discriminación hacia las mujeres y el clientelismo. Y es por eso que decidieron juntarse y organizarse en forma autónoma.
Y encontraron la forma. Es que en zonas petroleras, las compañías extractoras están obligadas a brindar beneficios a la comunidad en que se instalan a través de los llamados Planes de Trabajo Comunitario que se llevan a cabo en instituciones, como hogares de ancianos o escuelas. Hoy este movimiento cuenta con tres huertas comunitarias y 23 compañeras que desarrollan tareas en instituciones. Pero esto recién empieza.
La organización
“Nos conformamos como movimiento. Presentamos el proyecto de huerta a la empresa Contreras Hermanos, pero sólo les daban subsidios a las otras organizaciones. Entonces decidimos empezar a cortar rutas”, sintetiza Sara. En noviembre la Organización de Mujeres Desocupadas cortó un camino que lleva a la localidad de Piquirenda, a 25 kilómetros de Tartagal, el único acceso a los pozos de las empresas petroleras. “Por allí tienen que subir los equipos, si no nos dan cupos de trabajo comunitario, cortamos”, explica con naturalidad.
“En diciembre cortamos y me llevaron presa por primera vez –cuenta orgullosa–, la gente del pueblo nos apoyó porque nos conocía. El juez nos liberó a las tres horas y a la semana volvimos para hacer otra manifestación. Ahí conseguimos 11 puestos de trabajo comunitario. Por cada plan te dan 500 pesos, pero nosotras lo redujimos a 150 para que alcance para 23 mujeres y para un fondo para viáticos, teléfono y semillas para las huertas.”
Hoy las huertas comunitarias están ubicadas en los terrenos de las compañeras. “Sembramos en casas cercanas al río porque hay mucha humedad”, explica. Allí crece acelga, choclo, repollo, lechuga, pimiento y tomate. “De lo que cosechamos, lo más lindo va para las verdulerías. El resto lo repartimos entre nosotras”, cuenta. Las herramientas para trabajar también las consiguieron en los cortes. “Una empresa nos dio un pico, pala, machete, manguera, alambre, sombra negra. Hay compañeras que por la misma necesidad ya habíamos aprendido a sembrar y cosechar y nos dimos maña sin que nadie nos enseñe.”
La represión
El 27 de enero, estas desocupadas volvieron a cortar los accesos de la empresa Contreras Hermanos, contratista de la Panamerican Energy - Refinor, para “pedir útiles para el colegio y más planes de trabajo comunitario”. Pero esta vez, en lugar de subsidios recibieron golpes. “Nos resistimos a la policía. La gente del pueblo era rebuena y nos ayudaron a escondernos. Cortamos de nuevo el 28 y ahí ya nos mandaron la infantería y la policía femenina. Nos lastimaron y nos llevaron al destacamento. A mí me liberaron a la noche, pero cinco compañeras quedaron presas por cinco días”, se enoja.
Nunca hubo una explicación oficial por parte del juez que ordenó la represión, Ricardo Martoccia, que diera cuenta del motivo de la retención de esas cinco mujeres en la comisaría. Sara supone que las autoridades de la empresa “pedían escarmiento para ellas, no querían que volviéramos a molestarlos”.
La Mujeres Desocupadas no cuentan con asesoramiento legal de ningún tipo, de hecho, si los menores que estaban alojados en la misma comisaría que las cinco detenidas en el piquete no hubieran iniciado un incendio, Sara no tiene idea de cómo hubiera terminado ese largo silencio.
“Nuestras compañeras trataron de salir como pudieron, pero no había forma de sacarlas a todas porque ese día había poco personal policial. A la fuerza lograron abrir un poco las puertas de la celda, pero entre las presas estaba mi hermana, que como es gordita no podía salir. Después del incendio, las dejaron durmiendo en un quincho del fondo de la comisaría. Nadie sabía nada en el pueblo. Entonces empezamos a ir a los medios para difundir lo que había pasado, para que todos vean en las condiciones en que las tenían.”
Una vez afuera, con la bronca atragantada, estas mujeres decidieron organizar un repudio a la empresa Panamerican. “Hicimos la manifestación el jueves 16 de febrero”, recuerda. Entonces fue cuando esta organización coordinó por primera vez con otro grupo de “piqueteros varones”. “Invitamos a un grupo de la Aníbal Verón –cuenta–, nos juntamos con ellos porque tampoco les pagaron los comunitarios y además no tienen esos malos manejos de otras organizaciones.”
Sara enumera las heridas de la represión como si fueran emblemas conseguidos en base al esfuerzo personal, como si dieran cuenta del costo que tiene demandar lo que debería ser su derecho: “Tengo una en el brazo, otra en el hombro”, dice. Su voz serena no parece dejar espacio a la duda. “No tengo miedo de cortar la ruta. Una vez que corrimos a las señoras más grandes al costado, quedamos 17 en la ruta. La policía te tira igual. Había una embarazada con un niño chico y otra con cinco chicos. Pero fuimos detenidas hasta con los bebés. Nos decían que usábamos a los chicos, pero no los podemos dejar porque toman el pecho, no se quieren quedar, y además no tenemos quién los cuide.”
Los varones
En el movimiento se presentó la discusión sobre si aceptar varones o no. “Antes no queríamos saber nada. Es que la habíamos pasado mal en las otras organizaciones. Pero resulta que hay familiares varones de las compañeras que no consiguen trabajo por estar relacionados con nosotras. Entonces volvimos a discutir y ahora forman parte del movimiento. Es más, conseguimos tres puestos de trabajo que sólo les dan a los varones. Mi hermano es uno de ellos porque es amolador y hay otros dos que consiguieron de ayudante de tareas generales en la petrolera Geotac.”
Las reivindicaciones por las que pelean van desde trabajo genuino, planes sociales, subsidios para los proyectos productivos y becas de formación. “Ellos no nos ayudan a formarnos, toda la gente capacitada viene de afuera. Esperamos que nos den cupos para capacitarnos, si no les vamos a volver a cortar el acceso”, adelanta Sara Juárez.
En la actividad minera o petrolera “sólo les dan trabajo a los varones. Y el trabajo comunitario, que es parte de la ayuda social para la gente de la zona que deben brindar las empresas, lo recibimos las mujeres” con la lógica merma en los salarios, se queja Sara. Sin embargo, ellas aprendieron a moverse y además de seguir reclamando trabajo empezaron a presentar proyectos productivos para recibir los subsidios. “También hacemos notas de pedido a Acción Social y no nos dan bola, pero cuando vamos todas juntas a pedir bolsones o leche, terminamos consiguiendo cosas. Lo que pasa es que ahora que ya tenemos experiencia laboral en instituciones de la zona, esperamos que nos den puestos de trabajo verdaderos”, reclama.
Pero las tareas laborales en las petroleras son de alta calificación y sólo accede “gente capacitada para ese tipo de trabajo”, se lamenta Sara. “Lo que pasa es que a veces ni siquiera tenemos para comer, menos vamos a tener para capacitarnos –argumenta–, por eso les pedimos a las empresas dos cupos para compañeras que tienen secundario completo para que puedan aprender computación.”
Las mujeres
Sara tiene 38 años, está separada y tiene tres hijos: uno de 21 años que estudia en la ciudad de Salta, otro de catorce y otro de nueve. “Cuando le mostré las heridas de la última represión, mi hijo se enojó”, se ríe. “Vivimos en una casa en un lote fiscal y aguantamos con los 150 pesos del plan”, cuenta. Ahora Sara, junto a dos compañeras más, tiene iniciada una causa judicial por “entorpecimiento de la vía pública”. Pero no le importa porque sabe que, a pesar de que su situación es difícil, hay otras compañeras que la están pasando peor. Una de ellas es Marta Lerma, de 26 años. Marta tiene seis hijos y un marido que está enfermo de tuberculosis, por lo que no puede trabajar. Luego de la represión de enero, Marta fue una de las cinco mujeres que permanecieron detenidas. Marta Lerma no tiene ningún subsidio porque hasta hace poco ni siquiera tenía el documento de identidad para poder anotarse. En una entrevista que brindó hace poco al diario local El Norte del Bermejo, Marta contó cómo se las arregla para comer. “Yo sólo puedo hacer changuitas, lavar o planchar, barrer el patio o las veredas, porque no puedo estar muchas horas lejos de mi casa, por los chicos. A veces la muni me da un bolsoncito, pero qué va alcanzar con tantos chicos y ahora encima vienen las clases. No sé si los voy a poder mandar este año, ninguno tiene zapatillas”, contó.
Marta tiene grabados en su mente los momentos de la última represión: “Cuando me golpeaban no me dolía. Nos llevaron detenidas, un policía nos sacaba fotos. Esa vuelta que nos han golpeado en Piquirenda nosotras resistimos como pudimos y le peleamos fiero casi una hora, hora y media a la femenina, pero después ya llegaron los policías hombres y ellos nos arrastraron de los pelos y nos cargaron de los pies como animales. Nos llevaron al destacamento número 4 de Villa Saavedra y ahí a algunas las largaron a las 12 de la noche y a nosotras nos dejaron como cinco días más.
Marta también participó de la manifestación que se llevó a cabo la semana pasada contra la Panamerican Energy. “Pasa que nos deben de ayuda comunitaria, por los trabajos en la huerta que estamos realizando. No es justo que con todo lo que se llevan de esta tierra tengamos que andar mendigando una ayudita para darles de comer a nuestros hijos”, razona.
Cuando estas mujeres desocupadas salieron a la luz, las críticas en los medios no se hicieron esperar. Sin varones en sus casas, con muchos hijos a cargo, organizadas en un movimiento y cortando rutas, fueron acusadas de vagas, descuidadas, malas madres y otras injurias medievales. “La sociedad dice, y la ley también, que no hay que dejar solos a los chicos, que no hay que abandonarlos en la casa. ¿Pero qué hacemos si no salimos a la calle a buscar un trabajo? Casi todas las mujeres que formamos esta organización de desocupadas somos mujeres solas que estamos al frente del hogar, sin marido y sin trabajo. No somos patoteras, sólo reclamamos el derecho a trabajar”, explica Marta con sencillez.
Las formas del olvido
Salta es una provincia rica en recursos naturales. En la zona cercana a Tartagal hay como mínimo cinco empresas multinacionales que los extraen y exportan. Sin embargo, la población es una de las más pobres del país. Marta Juárez, periodista del diario El Norte del Bermejo, asegura que “cada vez que llega una empresa a la zona se arman conflictos por la cantidad de personas que quieren ingresar y no hay cupos suficientes”. Sólo el Plan Jefas y Jefes cuenta con 7130 beneficiarios y el PEC 2800. En diciembre de 2005 Tartagal recibía de la Nación por estos dos Planes Sociales un total de 1.577.550 pesos para subsidiar la pobreza. Según el INdEC, la tasa de ocupación sólo asciende al 38 por ciento de la población económicamente activa, es decir los que pueden trabajar. La desocupación asciende al 40 por ciento y la mortalidad infantil es de 22 por mil, alrededor de un 50 por ciento más que el resto del país.
Por ahora, la Organización de Mujeres Desocupadas está a la espera de una respuesta por el pedido de subsidios a proyectos del programa “Manos a la obra”, del gobierno nacional. El Ministerio de Desarrollo Social aseguró la semana pasada haber entregado ayuda a las mujeres del movimiento, sin embargo ellas dan cuenta de que nunca les llegó.
La caída del puente que cruzaba el río Seco agravó la situación y los pobladores todavía no tienen ninguna forma de comunicación con el resto de la provincia. El paisaje desolador que se vio en las últimas semanas en los medios masivos por la difusión de la noticia de la caída del puente parece pintar la situación social del lugar, ante la cual estas mujeres decidieron no dejarse morir solas en casa y salir a la ruta.
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