Vie 02.06.2006
las12

RESCATES

Actividades peligrosas

“Construir un trabajo digno es también historia de mujeres” es el elocuente título de una instalación que, a partir de fotografías históricas poco y nada conocidas, reconstruye parte del camino recorrido por las trabajadoras argentinas desde fines del siglo XIX. ¿Una curiosidad? Está montada a la entrada del Ministerio de Trabajo.

› Por Soledad Vallejos

Lo que hicieron fue tomar prestado un ámbito casi invisible y –sin embargo– lleno de conflictos para convertirlo en refugio –provisorio– de un mundo parecido y a la vez distinto a ese espacio: allí, en ese pasaje entre un edificio y la calle, en ese lugar que es de tod@s y de nadie, María José Rodríguez y Claudia Berra decidieron instalar una muestra sobre mujeres y trabajo en Argentina. Todavía un poco más complicado, el asunto, porque el nombre de la instalación es, en realidad, “Construir un trabajo digno es también historia de mujeres”, y el lugar es, casualmente, la entrada del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación. Podría decirse que lo de ellas, a la hora de elegir el espacio, a la hora de insistir con el tema, más que una articulación de ideas y acciones es una declaración de principios, convengamos, productivos (por la carga de conflicto que pueden desatar). Se puede agregar: de lo que se trata es de cargar las tintas sobre algo tan pero tan ninguneado históricamente que plantarse ante esos paneles gigantes asombra, por lo que comportan de evidencia y por su ausencia habitual en otros lados. Esos cientos de mujeres a la salida de una fábrica, adornadas como princesas de sueños de ascenso social, esa chica fornida que viste overol y carga al hombro rollos de hilados, la que tiene el peinado banana y maneja una máquina inmensa, todas están ahí ahora, testimoniando, en un sentido amplio, público y fuertemente reivindicativo (eso que se ningunea, vean, existió, no es nuevo) las huellas de una trayectoria que continúa y tiene raíces.

“Hasta los espíritus menos pesimistas se darán exacta cuenta de lo que representa para el hogar la ausencia de las mujeres y de las jóvenes que se pasan los días en los talleres, tanto en lo que se refiere a la moral como a las condiciones fisiológicas de las infelices que se afanan durante 10 horas diarias para ganar jornales mezquinos, en trabajos que minan el organismo y destruyen su salud”, se espantaba La Prensa en 1901. Y es que antes de popularizarse como personaje –cuándo no– de una de esas novelas agoreras de Manuel Gálvez (Historia de arrabal, de 1922), la fabriquera era un fantasma que rondaba desde las orillas para avanzar sobre los pudorosos hogares de clase media, temerosos guardianes del pudor de sus niñas. Si antes las chicas, mujeres y mujercitas hacían su modesto aporte a la economía familiar cosiendo para afuera sin inquietar demasiado a nadie, la salida de todas ellas del hogar, de la mano del crecimiento fabril de fines del siglo XIX, auguraba males horrorosos. Se alejaban del calor doméstico que operaba de fuente de virtudes, se insertaban en el mundo fabril, andarían solas por las calles, quizás hasta se sindicalizaran, y –lo peor de todo– muy probablemente dejarían de lado sus funciones de amor y cuidados para con sus maridos y vástagos. En poco tiempo, las chicas que trabajaban en fábricas se convirtieron en tema de Estado, entendidas como uno de los tantos peligros (eran muchos, recuérdese la inmigración, el anarquismo, la identidad nacional ...) de la cuestión social. El panorama que, a partir de algunos datos, traza Fernando Rocchi en Concentración de capital, concentración de mujeres. Industria y trabajo femenino en Buenos Aires, 1890-1930 (en Historia de las mujeres en Argentina, Ed. Alfaguara) es contundente. “En 1908, el único diputado socialista del Congreso –Alfredo Palacios– lograba el respaldo de su cámara para votar una ley que protegía el trabajo femenino e infantil. En buena medida, el éxito de Palacios se apoyaba en un discurso en el que soñaba con el día en que las mujeres ya no trabajarían en los talleres y se dedicarían exclusivamente a su verdadera y noble tarea de ser madres. Los católicos se unían a la izquierda en el coro de voces que condenaba el trabajo femenino en las fábricas y compartían con el legislador socialista la resignación ante un mal necesario. En la Exposición Nacional de 1898, la señora María del Pilar Sinués, una de las organizadoras de la sección femenina junto con otras damas del Patronato de la Infancia, le contestaba a una madre que no sabía si fomentar algún arte en sus hijas que trabajar es bueno, pues ‘tranquiliza el ánimo, distrae la imaginación y evita los sueños insanos’. Pero también le recordaba (además de exigirle prudencia en el tipo de enseñanza ‘artística’ inculcada) que el principal trabajo era la economía doméstica.”

Fábrica de cigarrillos Massalin Celasco. Máquina encelofanadora, 1957.

Ellas, que en 1909 eran más de cincuenta mil si le vamos a creer a un censo nacional que probablemente registrara unas cuantas menos, eran entre un 20 y un 30% de toda la fuerza de trabajo industrial del país. Solían concentrarse en la rama textil (fabricando alpargatas, sombreros, tramando hilados), y en cualquier caso eran beneficiarias de un trato que continúa hasta nuestros días. “Recibían salarios más bajos que los de los hombres –continúa Rocchi–, con lo que aumentaban el beneficio empresario en una actividad en la que eran altamente productivas. En la fabricación de alpargatas y sombreros, según un informe elaborado en 1907 por la Unión Industrial para el Ministerio de Agricultura, el salario de los hombres casi duplicaba al de las mujeres; en las fábricas de caramelos, chocolates y galletitas llegaba a triplicarse.” Hay más: “El salario femenino se volvía todavía más bajo (y, por ende, más atractivo para las empresas) si las obreras empleadas eran menores. La presencia de adolescentes y niñas resultó, por entonces, otro fenómeno visible”. Y verlas, la verdad, se las veía por todas partes: en los talleres de confección de las grandes tiendas por departamento que empezaban a transformar una Buenos Aires camino al Centenario, en la Fábrica Argentina de Alpargatas (que llegó a emplear 1200 mujeres en 1910), en la Compañía General de Fósforos (que llegó a contar alrededor de cuatro mil trabajadoras). Y son algunas de las trabajadoras de esa compañía las que, tan felices, prolijas y orgullosas, posan en una de estas fotos, pero en 1938, porque, claro, al crecer el mercado interno, crecieron los establecimientos industriales y, con ellos sus necesidades. Lógica pura.

Fábrica Textil Grafa. Aspecto de la tejeduría. Sección Preparación. Sin fecha.

Decir que las mujeres también forman parte del colectivo “los trabajadores”, instalar la cuestión en un lugar tan público, inevitable y visible como la entrada de uno de los ministerios más frecuentemente apelados por los reclamos sociales, y hacerlo a partir de fotos rescatadas del Archivo General de la Nación y convertidas en gigantografías (gracias, en parte, al apoyo que María del Carmen Feijoo brindó desde el Fondo de Población de las Naciones Unidas), del empeño en haber hecho todo eso y desear que, quizá, prontamente la muestra continúe en otros ámbitos. Todo eso, están contando María José y Claudia, cruzaba por sus cabezas mientras hacían escapadas al AGN, rescataban del propio archivo del ministerio actas levantadas por Gabriela Coni (que no sólo pasó a la historia por luchar contra el trabajo infantil y femenino en condiciones insalubres y violadoras de derechos, y contra la tuberculosis, sino que, además, la santa mujer fue esposa del higienista Emilio R. Coni) para montar la sección de la muestra especialmente dedicada a ella, y comprendían que todo hacía sentido con el concepto de tretas del débil. A ese mundo de pequeñas tácticas capaces de enfrentar grandes estrategias fue que quisieron tributar un homenaje que, además de hacer memoria, sirviera en un presente y –quizá– también en un futuro.

“Como en otras décadas, el nivel y la modalidad de participación de las mujeres –y en particular de las mujeres pobres en el espacio público laboral– está condicionado por un ‘orden de género’ que segmenta y relega, incide en la calidad y cantidad de los trabajos que se les ofrecen y permea las oportunidades y elecciones ligadas a la formación”, reza uno de los textos que Claudia y María José escribieron para acompañar las imágenes. Y sigue: “Por las crisis hoy es record la proporción de mujeres al frente de sus hogares. En la Capital y el conurbano bonaerense 34% trabajan o buscan trabajo, cuando en los ’80 ese porcentaje rondaba el 25% y a comienzos de los 90% era del 29%. Sus ingresos en promedio son un 28% inferiores a los de los jefes del otro sexo”.

Otro dato como para seguir acompañando las imágenes, nomás. Esta vez sale de Obreras, prostitutas y mal venéreo. Un Estado en busca de la profilaxis, la investigación de Karin Grammatico incluida en Historia de las mujeres en Argentina. Uno de los primeros grandes gestos oficiales, cuando quedó claro que las chicas no iban a volver a sus casas, y cuando todavía la prostitución era legal, fue redactar, debatir y sancionar la Ley de Profilaxis (N° 12.331, de 1936). Recuerda Grammatico que “de manera incipiente las obreras se acercaban, en el imaginario social, al peligro de las prostitutas”, y pronto se dispuso que en cada fábrica se instalara un dispensario antivenéreo (!) –“con lo cual, como hila la investigadora, el foco de la venérea, ubicado en el cuerpo de la prostituta, se deslizaba a otro cuerpo femenino, el de la trabajadora”–, algo que finalmente no arrojó el resultado que sus impulsores esperaban. “Sin embargo, no debe perderse de vista que la introducción de las mujeres dentro de los intereses de orden público se hizo apelando a su condición ‘naturalizada’ de esposas y madres. Es a partir de esta matriz de pensamiento que las mujeres obtendrán nuevos derechos.”

Y es que en esa lectura que ve a la sociedad como un organismo, cada asociación, cada colectivo por pequeño o grande que fuera, debía someterse a su función histórica, disfrazada de función natural. En esa lectura de lo social como cuerpo hecho de sumatoria de cuerpos, el de la mujer trabajadora, en sus inicios, no era otra cosa que un cuerpo extraño, asombroso, rayano en lo peligroso, si no asumido como el peligro mismo. El cuerpo de la fabriquera, en los antípodas del mundo representable, vestía e investía de peligros aquello que lo rodeaba y los mundos por los que circulaba. Las costureritas daban malos pasos, las chicas de la fábrica de fósforos tenían que someterse al examen de venéreas cuando la ley lo disponía, las telefonistas –lo ha estudiado Dora Barrancos en Moral sexual, sexualidad y mujeres trabajadoras en el período de entreguerras, incluido en Historia de la vida privada en Argentina– eran tan pero tan peligrosas que no podían ir solas por la calle, so pena de encontrarse en situaciones similares al acoso o la revancha anónima de espíritus conservadores que despreciaban la avanzada de las desnaturalizadas. Y más adelante en el tiempo, como para llevar la frente en alto y demostrar que se es cuando se parece, la decencia sobreactuada llegaba al discurso y se instituía como máxima: de casa al trabajo y del trabajo a casa (una ley de oro originalmente nacida para combatir el consumo de alcohol de los hombres obreros, pero que bien era seguida por las mujeres trabajadoras). Ya lo decía el personaje de la rubia revolucionaria que siempre estaba de mal humor –aunque era solidaria– en Mujeres que trabajan, el film dirigido por Manuel Romero y protagonizado por Niní Marshall: “Ay, si yo tuviera un amor, si estuviera enamorada, no trabajaría ni leería tanto”.

La mayor parte de la instalación puede verse en la entrada del ministerio, Leandro N. Alem al 600, en cualquier momento del día. En el piso 16 está
la sección dedicada a Gabriela Coni.

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