ARTE
Trasponer el umbral de la galería Rubbers para entrar en el hipnótico mundo naval de Silvina Benguria puede deparar, además de los placeres de la mirada frente a la belleza del color y la forma, emociones inesperadas, evocaciones recónditas, intranquilizadores estremecimientos.
› Por Moira Soto
“Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado”, escribe Horacio Quiroga en su cuento “Los barcos suicidantes”. Según este relato, se trata de naves que recorren los mares cambiando caprichosamente de rumbo, de buques silenciosos que viajan por su cuenta, a veces “se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de aguas, en los mares de sargazos...”. La descripción de Quiroga –que precede a una historia sobre un buque que es hallado sin tripulación pero con todo funcionando, en perfecto orden– bien puede asociarse a algunos de los misteriosos barcos de Silvina Benguria que están colgados en la galería Rubbers –Montevideo y Alvear– hasta el 12 de agosto.
Barcos de colores químicos que la artista preferiría llamar barcas, en femenino. Amarillos, negros, rojos, violetas, azules, blancos, naranjas para estos fragmentos que dejan adivinar el resto. Estilización extremada en los lindes de la abstracción y a la vez una síntesis depurada de los que Benguria ha hecho toda su vida: artificio pop, expresionismo satírico, surrealismo juguetón y, más cercanamente, algo del espíritu del romanticismo alemán del siglo XIX anclado en estos barcos del XXI que remiten a diseños de la primera mitad del XX. Silvina Benguria es así: inclasificable y sorprendente, divertida y melancólica (en su primera acepción de tristeza vaga y profunda, que ella transmuta en agudo sentido del humor), compasiva e irreverente. Aunque a la pintora no le entusiasme la expresión, esta muestra es en más de un sentido una culminación de su arte para crear mundos paralelos autónomos de alto refinamiento técnico.
Barcos, sólo barcos, partes de barcos en mares quietos que reflejan sus colores, pero que no recalan en turbios fondeaderos porque no son “náufragos del mundo que han perdido el corazón”, como en el maravilloso tango de Cadícamo, aunque sí hay aquí nieblas amarradas a recuerdos insondables. Mares sin línea del horizonte, puestas de sol o incendios en la lejanía, lunas a piacere, humaredas o nubes, nunca se sabe. Fragores de batallas navales, pasadas, actuales o futuras. En todo caso, los barcos están vivos, como esas mansiones del género fantástico en el cine, que respiran, a veces transpiran, que pueden actuar en forma autónoma.
Al igual que Poe, que escribió Manuscrito hallado en una botella y Un descenso al Maelstron sin haber estado en altamar, Benguria nunca se tomó un transatlántico, ni siquiera un paquebote. Sus visiones no provienen de trabajos prácticos, salen directamente de su imaginario, de una añoranza que no puede descifrar. “En verdad, estos barcos tienen dos comienzos: uno en los años ‘80, en Italia, y otro hace dos años, cuando preparaba una muestra para Santiago de Chile: ahí me di cuenta de cuánto me importaban y los que presenté fueron como un ensayo general de la actual exposición. Antes, en Ancona, pasando unos días en casa de una amiga durante el final del verano, empecé a ver estos barcos que pasaban todo el tiempo, como planchas dadas vuelta. Eran parecidos a los que me había imaginado cuando era chica, tenían mucha sugestión. Comencé a hacer bocetos allí y salieron los que expuse en Bellas Artes en el 2001, tres barcos enormes de tres metros. Cuando la guerra del Golfo, hice un barco todo rojo, sin ventanas, que trasuntaba una gran angustia... Los barcos tienen para mí algo fantasmal, de promesa, pero también de amenaza. Llegadas, partidas, aventuras, riesgos, el tema de viaje.”
–¿Cómo se produce el segundo nacimiento, es decir, el arribo de estas naves actuales?
–Hace dos años estaba pintando un retrato, algo que siempre me ha gustado hacer. Pero no me convencía lo que estaba saliendo, empiezo a raspar y me encuentro una forma que me trajo el primer barco de esta serie con el que gané el premio de Boca, hace dos años, donde ya estaba la idea de proa que avanzaba. Nunca quise que los barcos tuviesen ningún elemento humano, ninguna referencia al puerto. Nada: ni origen, ni bandera, ni propiedad. La época, aunque muy tamizada, remite a las décadas de los ‘20 a los ‘40, que siempre me fascinaron por el diseño. Igual creo que el despojamiento que alcanzaron estos barcos no da ninguna precisión histórica. Son como fragmentos de sensaciones, de situaciones. El clima está dado por los colores, el humo, un ocaso que está en algún punto lejano. Si querés, son muy románticos... Del romanticismo alemán, claro, de Böckling, Wagner. Me fueron tomando cada vez más, llegué a pensar que los barcos estaban en una especie de Triángulo de las Bermudas, un lugar que no existe. Y lo curioso, me doy cuenta al ver la muestra colgada –muy bien colgada por Rubbers, cosa que agradezco infinitamente–, es que nunca dejé el pop. Los buques tienen esos colores, como un toquecito del Submarino amarillo.
Con los barcos me siento más libre: puedo poner dos ocasos, dos focos de luz, falsear las nubes, tener una puesta de sol adelante y otra atrás. No es que no haya trabajado con libertad con la figura humana, pero a veces aparece algún límite relacionado con el respeto, la compasión.
–¿Psicodelia infiltrada?
–Me gusta esa expresión, sí. Creo que nunca me voy alejar del pop, y que acá, en los barcos, se me da más que con la figura humana. Con los barcos me siento más libre todavía: puedo poner dos ocasos, dos focos de luz, falsear las nubes, tener una puesta de sol adelante y otra atrás. No es que no haya trabajado con libertad con la figura humana, pero a veces aparece algún límite relacionado con el respeto, la compasión. Por otra parte, estos barcos no dejan huella, o ha sido borrada como los pasos de los amantes desunidos en Las hojas muertas, de Prévert. Pero las aguas están quietas, sólo las nubes parecen moverse.
–¿Nubes o explosiones?
–Podría ser, cómo no, en algunos casos. O quizás algo está por explotar... Estos barcos se parecen muchísimo a los primeros que hice, que eran abstractos. Siempre usé los círculos. Y aquí tengo los ojos de buey, las lunas. También he pintado en otra época animales marinos, unos bichos que no existen, como grandes langostinos, cosas subterráneas que son un poco parientes de estos barcos.
–¿Te han dicho que algunos de estos barcos dan chucho?
–Sí, pero como me encanta el terror... Cuando estaba pintando, en algún momento me imaginé que habría sido lindo estar en medio del mar, nadando al anochecer, y que avanzara hacía mí una flota de estos barcos que sólo navegan en profundidades. Lindo, pero muy terrorífico, por supuesto. Mucha gente me dice que mis barcos le dan miedo y no me sorprende: son imágenes que no te dejan en paz, creo que evocan una cantidad de cosas que no se ven.
–¿Esas profundidades aluden al inconsciente, al universo de los sueños?
–Totalmente. En los últimos tiempos me siento muy atraída por Böckling, el pintor de La isla de los muertos, pintura que inspiró el paisaje onírico de la primera King Kong, y que tiene otros cuadros relacionados con el mar, sirenas que me hechizan. Sin embargo, nunca viajé en barco, nunca hice un crucero. Pero siempre me aproximo a los puertos, me atraen como imanes. Aunque se trate de un puertito con tres botes, ya me vuelve loca. En La Paloma, donde veraneo, tengo mi colonia de marineros, me hago amiga de todos, me encanta que me cuenten cómo les fue, qué pescaron, cómo estaba el mar. Fijate lo que me dijo un día en la playa el Pampero, un hombre extraordinario del lugar, que encontró cuerpos de desaparecidos: “Anoche, la mar parecía una ciudad, estaban todas las barquitas encendidas, no había un sitio libre”. Porque en Rocha todavía se dice “la” mar, se habla un español antiguo. Esa imagen me inspiró uno de los cuadros que están colgados.
–Quizá no necesitaste viajar porque lo tuyo es un paisaje mental.
–Asocio los barcos con una gran nostalgia que no sé bien de qué es. Con un pasado que nunca existió en mi vida. Creo que también aparece una zona de melancolía mía, pero ligada a lo poético, no al psicoanálisis. Pienso que estos barcos son mucho más espirituales que las figuras humanas que he pintado. Por eso me gusta tanto Rothko, su despojamiento: con tres rayas te puede desgarrar el alma.
–Lo que puede pasar con Rothko es que te lleva a lugares abismales, a preguntarte en dónde te metiste...
–Ahí está, eso es lo lindo en el arte: meterte en la idea del otro y perderte y salir transformada en algún punto. Ese es el poder del arte, lo que a mí me pasa, entre otros, con Tiziano, Velásquez, Goya...
–Fellini, a quien que tanto amás, también es un aficionado al mar, a los monstruos marinos, a las naves que se van.
–Para mí, Fellini es el poeta más grande, más representativo del siglo XX. Y sí, él tiene esta atracción por el mar, por el ojo, es un creador integral, sus películas tienen una identidad única, completa. Tienen todas las emociones, ese humor tan especial. Estoy acostumbrada a que la gente que conoce un poco mi obra establezca un parentesco automático entre mis cuadros y Fellini. A mí me halaga un montón, siento que hay una afinidad, aunque en esta muestra aparece en forma indirecta, pero sin duda está lo fantasmagórico. Pero me doy cuenta, por los comentarios que recibo ahora, que ya me han identificado con Fellini, lo cual me llena de orgullo, y también de esperanza de merecerme esa vinculación.
–¿Hasta dónde entrás en los cuadros al pintarlos?
–En todo momento estoy adentro, con mente y cuerpo. Porque en pintura usás mucho el cuerpo para subir, bajar, agacharte, alejarte. A la vez, estás pintada por los colores –de los barcos, en mi caso–, que es otra manera de entrar. Si no te metés en el cuadro, no pasa nada. Puede ser difícil salir, saber que lo terminaste. A veces, cuando estoy pintando todo el día, totalmente entregada, me cuesta salir a la superficie, ocuparme de otras cosas, ver gente. Hay días en que me despierto y me regocijo: hoy tengo todo el día para pintar, me siento tan agradecida de tener esta vocación por el arte. Un regalo, una felicidad que no cambio por nada. En otras elecciones de la vida me equivoqué, no en la del arte, por suerte.
–¿Nunca se te pasó por la cabeza titular los barcos?
–¿Cómo les voy a poner un título si no existen? Son totalmente fantásticos, sin tripulación, sin pasajeros. Pero no están arrumbados, tienen las luces encendidas, son bastante raros. Sé que encontré algo –no me preguntes qué– que estaba buscando hace mucho tiempo. Pero si no sé de dónde salen, qué son, no los puedo bautizar. Aunque para mí misma, para identificarlos, a uno lo llamo “El langostino”, a otro “La lunita”... Que no tengan nombre no quita que tengan algo humano, son personajes. Con alma en el verdadero sentido de la palabra.
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