SOCIEDAD
La sede Capital de la Asociación
de Mujeres Meretrices de la República Argentina está llevando
adelante una acción integradora entre las trabajadoras sexuales y otras
mujeres, algunas de ellas amas de casa, que se mezclan en sus talleres, en su
bolsa de trabajo y en su ropero comunitario.
La iniciativa se inscribe en una antigua lucha por defender la dignidad.
› Por Marta Dillon
La alta pila de sillas rojas se va desgajando a lo largo de la tarde. Está en el rincón de una oficina pequeña, sin ventanas. Las sillas se van distribuyendo como obstáculos sobre la alfombra y entre ellas se mueve un montón de mujeres como siguiendo una coreografía. Son demasiadas para las cuatro paredes, y además todas quieren detenerse frente a ese papel que las conmueve. “Las trabajadoras sexuales son excelentes”, dice el cartel con caligrafía infantil y enmarcado por una graciosa guarda de fundas de preservativos y plasticola. Su autora, una niña de nueve años, ya no trabaja con sus lápices bajo la mesa como el día anterior. No escuchará, entonces, el tono de los elogios que se reserva para las creaciones infantiles. Ni verá la sorpresa en la media sonrisa de las destinatarias de su mensaje. Desde que se fundó la Asociación Mujeres Meretrices de la República Argentina en 1994, y más aún desde la inauguración de su sede de Capital Federal hace tres meses, se habla del valor de la identidad, de correrse de los estereotipos, de no sentir vergüenza de su trabajo. Pero ya es bastante difícil apropiarse de una identidad que apenas asumida se quiere abandonar, como para no preguntarse si será apropiado ese calificativo que la niña usó para traducir lo que escucha a diario, cuando acompaña a su abuela en su trabajo gremial. Ellas no se pretenden excelentes, no más que cualquiera que se sostiene con su trabajo. Ellas son, y así quieren que las vean, “mujeres como todas”.
“¡Hay que conseguir algún cliente que
nos ayude para buscar los forros!”, dice Graciela en el medio del desquicio
de cajas, sillas, planillas y mujeres que ha tomado la oficina. Los forros no
se pueden acabar, son algo más que la protección necesaria para
las relaciones sexuales. Entre estas mujeres, también son un vínculo.
Repartiéndolos, enseñando las trampas necesarias para ponerlos
aun cuando el cliente se resiste, hablando sobre la estricta necesidad de usarlos,
es que ellas estrecharon sus relaciones. Con los preservativos como salvoconducto,
las chicas de Ammar han logrado entrar en lugares donde antes parecía
imposible: esos saunas, departamentos privados, burdeles disfrazados de boliches
o de escuelas de modelo. Ahí, dicen, se puede hablar de forros, pero
no de derechos, y de alguna manera hay que empezar. “¿Qué
vas a hablar de derechos si la mayoría son menores? La bandera de la
salud nos sirve para acercarnos, para ir a hablar con otras chicas, incluso
para sacarnos de encima a la policía. Y sí, sirvió. Cuando
empezamos a hacer los cursos sobre vih, a mí me llevaron presa y el abogado
me sacó diciendo que no podía perder la clase.” La que habla
es Rosa, una rubia de rulos artificiales que todavía ocupa su parada
en Villa del Parque. Hace demasiado tiempo que quebró su tienda de ropa,
que vendió lo que le quedaba, hasta los electrodomésticos de su
casa. “¿Qué estoy haciendo?”, se preguntó entonces
frente al desierto de las habitaciones. Hacía lo que podía. Y
cuando no quedó nada, lo siguió haciendo. Llegó hasta una
esquina lo suficientemente lejos de su barrio, se paró y esperó
a que alguien le preguntara la tarifa. ¿Cómo se le ocurrió,
cómo supo dónde tenía que ubicarse, qué hacer con
su primer cliente? No lo va a decir. Esta mujer de una edad indefinida entre
los 30 y los 40 es consciente de cierta curiosidad de voyeur que despierta su
trabajo y prefiere reservarse el capital de sus respuestas. “Esa es nuestra
historia, la queremos contar nosotras.”
La decisión, desde que se formó Ammar Capital
Federal, fue dar un paso más: abrirse a la comunidad, salir del microclima
que se genera entre pares para incluirse, sencillamente como mujeres, en la
sociedad. Ya aprendieron a resistir a la policía, que durante años
las levantó de la calle, les exigió el diezmo, las golpeó
cuando se resistían. Se consiguió que se deroguen los edictos
policiales, se sancionó el Código de Convivencia Urbana (aunque
sigan organizándose para resistir la ola moralizadora que siempre vuelve).
No es que sea más fácil ahora estar en la calle y ser una trabajadora
sexual. Es que la calle misma ha cambiado, y es necesario adaptarse. Cada vez
son más las que se encuentran en las esquinas expulsadas de tantos lados,
sobre todo del trabajo doméstico. En Plaza Flores, por ejemplo, cada
mañana se reunían unas treinta mujeres esperando que las amas
de casa del barrio fueran hasta allí a ofrecerles trabajo por hora. “Y
ahora todas hacen trabajo sexual. Creen que es más fácil, pero
no es así. Además, ellas tienen otra forma, se visten distinto
porque los maridos no saben lo que van a hacer. Les dicen que tienen que limpiar
cortinas el sábado y resulta que están en la calle.” Hay
un tono disonante en la voz de Marta mientras describe la geografía de
una plaza que conoce de sobra. “Encima tenés las pibitas más
jóvenes que, además de salir, aprovechan para vender drogas. Está
todo muy mezclado.” Y Marta se siente incómoda cuando los límites
se desdibujan. “Con la crisis se ve de todo, hasta minas que te quieren
levantar. Se ve que no consiguen de otra manera. Te dan hasta 300 pesos, pero
después no te las podés sacar de encima. Yo no salgo ni loca,
una vez lo hice y me tuve que cambiar de turno porque me buscaba todo el tiempo.”
Marta es una mujer como cualquier otra, heterosexual. A su alrededor todas asienten:
“Si un cliente pide que vayamos dos, vamos, pero estando en la calle, una
tiene sus límites. Lo que pasa es que cuando hay miseria, todo sale para
afuera”.
Alicia es una mujer mayor a la que se le podrían
adivinar nietos. El peinado batido y con spray, la pollera por debajo de la
rodilla y un maquillaje espeso y rosado. “Soy de clase tuvo –dice–.
Tuve auto, tuve plata, tuve casa.” Hoy le quedan dos tijeras como recuerdo
de su taller de ropa de jean y pasamanería, rematado en plena convertibilidad
cuando perdió en la competencia contra los productos importados. Siempre
fue una mujer independiente. Divorciada hace once años, supo disfrutar
de sus modestos ingresos en viajes relámpago a Gualeguaychú para
probar suerte en el casino y volver. Se acuerda con nostalgia de sus amigos
de timbas, noches y cafecito, esa adicción a la que se rinde sin cuestionamientos.
Ahora se conforma con lo justo: una bolsa de alimento para su gata, el cuarto
de hotel en el que vive y lo indispensable para que no se queje el estómago.
A ella no le gusta hablar de trabajo sexual: “Será una cursilería
barata, pero si digo que estoy trabajando, me siento como mecanizada. Para mí
lo que hago es sobrevivir”. Sentarse en un banco, hacer palabras cruzadas,
esperar que alguien se siente y le hable. Decirle que todo es posible si se
abona la tarifa correspondiente. Es algo que aprendió: combinar su estilo
con las costumbres de una plaza a la que no se va a tejer. “Yo no camino
ni me ofrezco, es mi forma de ser. Soy limpia, sé hablar con los hombres,
no los apuro como las más jóvenes.” Esas son sus ventajas
en un oficio que, como todas, aprendió por necesidad. “El peor momento
de mi vida fue cuando le dije a un amigo que me tenía que ayudar. Me
dio un buen dinero, pero lo perdí. Enseguida se sintió un cliente
y no lo vi nunca más.” Después de esa corta anécdota
queempieza en un bar, cuando esa cara conocida apareció en el vidrio,
Alicia dirá tanto cliente como amigo para referirse a esos hombres que
la llevan a otro hotel, jamás al que vive. Ella no supo de los primeros
tiempos del gremio al que se afilió. No estuvo cuando se luchaba junto
a organismos de Derechos Humanos para que se deroguen los edictos policiales
que habilitaban las detenciones, los golpes, las coimas. Tampoco festejó
la sanción del Código de Convivencia Urbana, ni asistió
a los debates previos. Por esos días empezaba a ocupar el banco de la
Plaza Flores que usaba como parada. “El dolor y el pudor”, nunca la
vergüenza, le impedían mirar al costado. Con el tiempo empezó
a reconocerse en sus pares, mayores o menores que ella, qué importa.
Todas tienen problemas parecidos a la hora del trabajo y cada vez tienen más
tiempo para conversar. Las salidas, ese eufemismo para nombrar el momento de
poner el cuerpo, se han ido raleando sobre la estepa de la crisis. Alicia salió
a la calle para escapar de esa sequía, pero la sed la alcanzó
en la intemperie. Cada noche, cuando vuelve a su pieza, tiene la ilusión
de ser otra, Doña Alicia, nada más, como la conocen sus vecinos.
“Tengo un elefante muerto en el corazón”, dice la mujer para
justificar lo único que envidia: el amor. Pero, bueno, tiene el de su
gata, su “loca”. Y dos amigas que hizo en la calle, con las que se
junta a hablar de cualquier cosa, menos de hombres.
“Vienen mujeres de todos lados, no les interesa qué
somos. Se rompió ese hielo entre el ama de casa y la trabajadora sexual.
Nos imaginan con la liga y el corpiño y se dan cuenta que somos iguales,
madres, trabajadoras.” ¿De qué témpano habla Sonia?
¿Por qué pensar en la distancia entre el ama de casa y la trabajadora
sexual, por qué acotar el mundo a esos únicos dos bandos? Sonia,
presidenta de esta nueva regional de Ammar, lo dice sin pensarlo, tal vez porque
ella misma es ama de casa. En definitiva, todas lo son. Si reconocerse como
pares en su trabajo rentado fue un modo de fortalecerse, ahora necesitan la
mirada cómplice de esas otras pares, las de las horas privadas. Por eso
decidieron ir a la tele, a un programa de la tarde. La decisión estratégica
era hacerse ver, hablar de la bolsa de trabajo abierta, del ropero comunitario,
de los cortes de calle de los que han participado sumando su identidad a las
muchas que empiezan a congregarse cuando se le reclama al poder. El resultado
tiene algo que ver con esa agitación que desbarata cualquier rutina en
el local. “Se acercaron un montón de compañeras que antes
no querían reconocer su identidad, algunas porque salieron a la calle
ahora, porque se quedaron sin opciones. Vienen a preguntarnos cómo encarar
al cliente o de qué hablan ellos cuando les proponen: ‘Un pete en
el móvil’ (una práctica común, ni más ni menos
que sexo oral en el auto)”. Y las amas de casa también fueron llegando.
Se anotan en la bolsa de trabajo o lo ofrecen, para tareas domésticas,
alguna saldará alguna antigua fantasía de saber quiénes
son esas que se paran en las esquinas y desafían a sus maridos. Alguna
más habrá pensado alguna vez en ponerse en ese mismo lugar para
salvarse de la miseria. Dentro o fuera de la casa, las que andan por acá
son todas trabajadoras y comparten ese espacio social en el que las opciones
casi siempre están condicionadas por el dinero. Por cada mujer que llega
se desmonta de la pila una de las sillas rojas. Y así, una tarde cualquiera,
se arma un taller sobre cualquiera de los temas que interesan a todas: identidad,
salud, género, violencia doméstica. Cosas de mujeres, que quieren
trocar humillación por autoestima.
“Vos tenés que ser más bicha, te hacés
la seductora, te volcás el pelo, lo franeleás un poco y le ponés
el forro con la boca. Ni se dan cuenta. Lo podés hacer con la mano también.
La trampa es necesaria porque muchos tipos no toman conciencia. En serio te
digo, no lo notan. Lo único que tenés que cuidar es que no tenga
la cabeza demasiado hinchada porque ahí te puede costar.” Rosa se
tapa bajo la pantalla platinada de su pelo para hacer una demostración
práctica sobre un falo de madera, el grupo diverso de mujeres que la
escucha lanza la carcajada, pero enseguida pide precisiones. Quieren detalles
para aprender una técnica útil para cualquier mujer, no sólo
para las trabajadoras sexuales. Si la epidemia de vih sida se ha multiplicado
sobre todo entre la población femenina esjustamente por sus dificultades
para imponer el uso del preservativo. Claro que prescindir del consentimiento
de ellos para interponer el látex en la relación sexual implica
actuar un rol activo. Y esta dificultad también se plantea en este taller
espontáneo que, buscando un tema en común entre las vecinas y
las trabajadoras sexuales, se abrió en torno a la necesidad de poner
límites. “Hay chicas que salen a la calle sin saber manejarse; el
otro día vino una compañera y nos preguntó qué tenía
que hacer cuando te quieren dar besos. Y escuchándola nos dimos cuenta
de que ella no respeta su cuerpo. Porque, si lo respetás, sabés
cuáles son tus límites, qué cosas vas a hacer y a qué
precio. Eso no se lo puede decir nadie.” Rosa, igual, ofrece sus trucos.
Para ella, que ya cumplió con los talleres de capacitación en
salud sexual, ahora es necesario avanzar en otros temas, entender de qué
se tratan las diferencias de género, qué quiere decir identidad.
“Para nosotras, instalar nuestra identidad es mucho más que perder
la vergüenza por nuestro trabajo, es que se sepa que somos capaces de otras
cosas. Porque eso somos, mujeres sin opciones que sólo contamos con nuestro
cuerpo.” Un taller es esto que se describe, un grupo de mujeres que ponen
en común sus historias y piensan sobre ellas. “Es como que la vida
de cualquiera es tan real como la nuestra, de eso se dan cuenta las que vienen
acá y no saben de qué se trata estar en la calle. Muchas pasamos
por lo mismo, hay también prostitutas con libreta que se acuestan por
un kilo de asado. Pero a ellas no las van a mirar como a nosotras”, dice
Marta. En las reuniones que se arman sin cita previa, los prejuicios se van
limando, muy lentamente, como una piedra lamida por el agua. Una vida “tan
real”, dice Marta, como si realidad fuera sinónimo de descarnada
o expuesta ¿sufrida? “Real, quiere decir que te hacés cargo.”
“¡Levante la mano quién no fue golpeada!”
Nadie. Ninguna puede responder a la consigna irónica de Graciela mientras
se habla sobre la necesidad de hacer talleres sobre violencia doméstica.
En esta tarde son todas trabajadoras sexuales las que se sientan alrededor del
escritorio. Es el día en que se entregan las cajas de alimentos que otorgó
el Gobierno de la Ciudad a Ammar. Las planillas se desordenan a cada rato buscando
el nombre de las mujeres que van llegando. Algunas, como siempre, se quedan.
El teléfono no para de sonar. Alguien ofrece tareas domésticas
a 3 pesos con cincuenta la hora, una de las chicas toma los datos. “La
bolsa de trabajo está funcionando así, hay gente que llama, pero
te quieren pagar cualquier cosa.” Cualquier cosa sirve de todos modos.
No es distinto de lo que sucede en la calle. Cualquier cosa es un lugar común.
“Hay un cliente de Devoto que no tiene problema en pagar, pero necesita
un ama de llaves, que le lleve todo. Pero no tiene francos, nunca.” Las
que tienen más de dos hijos tienen derecho a una bolsa con cuatro kilos
de verdura. Marisol es quien las entrega, ésa es su tarea. Está
anotada en la bolsa de trabajo, ya no quiere seguir en la calle; incluso aceptaría
ir cama adentro. Cuando recién llegó de Jujuy, no pudo soportar
ese tipo de empleos. Venía de hachar caña, siempre había
vivido en el campo, no soporta el encierro. Trabajaba una semana completa, en
el primer franco se iba; no siempre llegaba a cobrar. En una de esas veces la
tentó una escuela de modelos. Subió hasta la casa de altos y supo
que se trataba de un sauna. No tenía dónde ir, ni un centavo,
se quedó. Seis meses después decidió trabajar por su cuenta
y se enamoró de un cliente con el que tuvo cuatro hijos. El no trabajaba,
pero cuando ella lo hacía, la molía a palos. Si no, le pegaba
igual. “Tenía que salir porque vivíamos de eso; después
me trataba de puta. Y cuando no salía, también me insultaba, me
decía que lo hacía por gusto. Cuando me rompió los dientes
me fui con lo puesto, con los chicos en pañales. Ahora ellos están
en Jujuy porque no los puedo tener conmigo. Pero ya estamos más amigos.”
¿Lo perdonaste? Marisol baja la voz, se acerca al oído de su interlocutora
y dice: “Me tiene amenazada”. ¿Se asombrarían las demás
si lo dijera en voz alta? La suya es una historiacomún, todas tienen
para contar algo parecido que le sucedió a una amiga. “Nosotras
queremos trabajar el tema de la violencia –dice Rosa–, pero por fuera
de las instituciones, porque cuando derivamos algún caso separan el vínculo,
y hay muchas mujeres que quieren volver. Lo que hay que hacer es tomar conciencia,
porque si una puede decir yo soy, yo quiero, yo lo hago cuando quiero, yo manejo
mi plata, después sabe poner los límites.”
Las chicas insisten en que en esta nota se diga que reciben
ropa para sus roperos comunitarios. Que la bolsa de trabajo es para el que quiera
anotarse, no sólo para las trabajadoras sexuales. Que entre ellas hay
muchas profesionales: mecánicas dentales, manicuras, enfermeras, peluqueras.
No es limpiar lo único que pueden hacer, aunque estén dispuestas.
Aunque lleven impreso en la memoria ese “¡andá a limpiar pisos,
puta de mierda!”, que han escuchado mil veces cuando las llevaban detenidas.
Reconocerse como trabajadora sexual es también reconocer que lo que hacen
no es lo que son. Ellas son muchas otras cosas, igual que cualquier mujer.
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