CINE
Cecilia
Biagini es actriz y artista plástica. Hace cuatro años
que vive en Brooklyn. Ahora regresó, para ser una de las protagonistas
de la nueva película de Martín Rejtman,
“Los guantes mágicos”. Un modo de seguir tendiendo un puente
entre sus dos ciudades.
Hace cuatro años
que Cecilia Biagini, actriz y artista plástica, vive en Brooklyn. Cuando
el verano empezaba a despuntar en el hemisferio que ahora es el suyo y la lana
había vuelto al acostumbrado confinamiento estival, el invierno de Buenos
Aires la recibe y prolonga el trabajo de la bufanda y los guantes que abrigan
a su dueña. Es que Martín Rejtman quiso que fuera “Cecilia”,
la chica que con ojos inundados de lágrimas pide “otra lágrima”
a la moza de un bar en Los guantes mágicos, largometraje que sigue a
Silvia Prieto y se está filmando en estos días. Al mirar atrás,
los dos caminos que eligió la verdadera Cecilia mantienen una continuidad
paralela de experiencias y logros. Su primer trabajo frente a las cámaras
fue a los dieciocho años con Mignona para la miniserie de Horacio Quiroga.
Siguieron el cine y el teatro. Estuvo en las aguas de El mar dulce mucho antes,
cuando todavía estaba en la secundaria, dirigida por Guillermo Kuitca
y Carlos Ianni; se la vio salir corriendo de una casa incendiada por Charly
García en Lo que vendrá, fue la princesa vampira con Bebe Kamin,
la chica descalza de Rapado y entre varios cortos protagonizó el de una
desconocida Lucrecia Martel. En teatro, Roberto Villanueva la vio una de las
tantas veces que actuó para Alberto Ure y la llamó para La Tempestad,
La pirámide de Copi, Las personas no razonables están en vías
de extinción y Ligados.
Mientras tanto por su camino de artista plástica expuso sus cuadros,
instalaciones, fotografías y fue becaria de Guillermo Kuitca en dos ocasiones.
En una exposición en la Recoleta pintó treinta metros de piso
y la gente caminaba sobre su obra. En Nueva York, además de seguir su
trabajo con la pintura, la fotografía y hasta incursionar en el mundo
del teatro local en una puesta de Las Bacantes, trabaja en un taller de finishing
donde casi a diario entra en contacto con evanescencias de las más variadas
sustancias: barnices, pinturas, removedores. Olores penetrantes que marean,
todas las texturas y colores se vuelven inagotable fuente de inspiración
para una investigadora del trazo sobre la superficie. La toxicidad, el peligro
y el trabajo duro no la asustan, siempre eligió la mano izquierda para
deslizarse veloz con su bicicleta de ruedas finitas cuando iba y venía,
a veces de madrugada, de los ensayos y las funciones de El padre y Antígona
en el Excéntrico –el teatro de Cristina Banegas–. Pero eso
era en esta otra ciudad, de la que se fue un día con la intención
de ver quién era ella en otro lugar, aun a costa de abandonar un poco
lo que había construido en éste. Y es esta ciudad la que ahora
la recibe como escenografía de una historia de la que es protagonista.
–¿Qué sentiste cuando te enteraste de que Martín
Rejtman estaba escribiendo un guión donde había un personaje pensado
para vos?
–No sé si Martín ideó el personaje cuando ya me había
ido, creo que sí. Siempre me había gustado trabajar con él,
cuando lo hice en Rapado y también como observadora cuando hice la foto
fija de Silvia Prieto. En cierta forma volví a la vida cuando me enteré.
Tal vez poniéndome más sensible, diría que es un acto de
amor que alguien deposite su confianza y me coloque en el punto de partida de
un personaje. Me alegró también sentir que se encauzaba de alguna
manera mi futuro a mediano plazo porque pude planear lo que iba a hacer en esta
época del año. Es todo un tema para mí el tiempo y anticipar
–en la medida de lo posible– el futuro, hacer planes. Me acuerdo estar
viendo una función de títeres que hacía mi hermano para
mí y en determinado momento darme cuenta de que la vida es implacable
y que tenía seis años y después iba a tener siete y un
día todo se termina. Junto con el deseo de vivir una vida como la de
los muñecos, que no tienen esa preocupación, empecé a darme
cuenta de dos trucos posibles para esquivar esa progresión y que son
haber elegido la vida del actor y planificar a mediano plazo las cosas. Además
trabajar con alguien a quien se le tiene mucha confianza, como me pasa con Martín,
es lo mejor que puede pasar. Hasta resulta todo más práctico.
Con un director a quien no le tuviera tanta confianza dudaría más
de todo. Esto es lo opuesto. Con él descarto toda posición crítica
y la plena confianza me hace transitar muy relajada el trabajo.
–Martín desde un principio te vio como la actriz que iba a interpretar
a esta mujer que tiene todo el tiempo los ojos como a punto de llorar. ¿Encontraste
algo que se relacionara directamente con vos?
–Cuando leí el guión, fue inevitable asociarlo con la última
época en Buenos Aires cuando por una cuestión amorosa andaba todo
el tiempo con los ojos llorosos. En mi casa, en la beca, en la calle, con cualquier
persona con la que me encontraba, aunque más no fuera al pasar indirectamente
por el tema en cuestión, se me encendían los ojos de llanto. Por
eso desde el primer momento siempre relacioné conmigo este rasgo, que
es solamente uno de los rasgos de este personaje. Pero no sé si para
Martín fue así.
–¿Cómo ves a este personaje, cuál es su función
en la trama de la película?
–Cuando empieza la película, estoy de novia con Alejandro, un remisero
que interpreta Gabriel (Vicentico), pero él sólo quiere ir a bailar
y yo no aguanto más. Nos separamos y me la paso llorosa hasta que otro
personaje, el de Susana Pampín, me diagnostica una depresión y
empieza un itinerario de recomendaciones a las que me someto. Partiendo de un
comentario que Martín le hacía a Valeria (Bertuccelli) sobre su
personaje –le decía que ella era la más terrenal– me
puse a pensar en mí y en los demás con esa óptica astrológica,
tema que también se toca en la película, no sin cierta ironía.
Mi elemento diría que es el agua, el de Alejandro es el aire y el de
Susana, el fuego.
–Los de esta película son personajes que se mueven en Buenos
Aires. ¿Qué relación tenés con esta ciudad y qué
otra con Nueva York?
–Me gusta Buenos Aires y también me gusta Nueva York. A los 7 años
ya volvía sola del colegio, en el trayecto juntaba moños que les
pedía a los comerciantes con la excusa de ser coleccionista de moños.
Tenía casas preferidas donde unas mujeres los hacían con dedicación
utilizando sus propias uñas muy largas. Llevaba a la plaza Libertad mi
tortuga que solía encontrarse con una nutria que paseaba una señora
del barrio. La ponía a nadar en unas fuentes que había antes de
que pusieran los estacionamientos subterráneos cuando todavía
había barranquitas donde los chicos corríamos carreras. También
me la pasaba en el balcón sobre la avenida con una mesa, dibujando y
mirando a la calle. Ahora voy con Sofi, mi perra, a una placita que está
en la costa del East River y desde donde se ve Manhattan. Es una especie de
punto panorámico al que llevo a todos los que me vienen a visitar. De
día y de noche. Desde ahí saqué muchas fotos y también
desde la terraza de mi trabajo.
–¿A la foto que en estos días está expuesta en
Hoy o mañana en la galería Dabahh-Torrejón la sacaste desde
ahí?
–En realidad empecé con las Torres Gemelas cuando todavía
no tenía esa vista, vivía en otra calle, en un contrafrente, y
en mi pequeñísimo taller me puse a jugar con unos ganchos stapless
viejos que un amigo me había regalado, de esos que se usan para engrampar
en la pared o ajustar las telas a los bastidores. Ponía las hileras unidas
paradas y al sacarlos de su función más utilitaria empecé
a ver la ciudad. Tenían justo la escala de una maqueta. La foto que ahora
está expuesta la saqué el 4 de julio del 2000. Es un negativo
en el que se superpusieron dos fotos, los fuegos artificiales del 4 de julio
por la noche –que revelé clara y quedó como de día–
y la otra es el sol del atardecer del mismo día.
–Aunque no fue tu intención al tomarla, ya que fue mucho antes
del 11 de setiembre, ahora ya no se puede dejar de ver un estallido en medio
de una torre. Te ocurrió algo especial con esto, ¿no?
–Una parte de todo lo que estaba trabajando, lo que tenía que ver
con esos ganchos, las torres en especial, adquirió un sentido cuando
me enteré de que en el piso noventa de las Twin Towers funcionaba una
fundación que financiaba proyectos de artistas y que les daba un taller
ahí mismo. Entonces escribí un proyecto en el que todo se encauzó
y en el que me proponía investigar el tema a fondo, incluyendo los distintos
puntos de la ciudad desde donde se divisaban los edificios como signo de orientación
y la virtual modificación de este paisaje urbano por medio de la modificación
de su representación, por ejemplo con una torre de stapless caída
o movida. Entregué la carpeta en las mismísimas torres apenas
diez días antes del 11 de setiembre, y allá en las cenizas quedó.
Todavía tengo el carnet con mi foto que me hicieron para entrar al edificio.
–Y también cercano a ese día fue el estreno de la obra
en la que actuaste.
–Primero se postergó por esa razón, pero había publicidad
en las calles que recomendaba ir a los teatros porque todo continuaba. A los
pocos días se estrenó la obra Las Bacantes a pocas cuadras de
la zona del desastre. Era difícil. Es increíble cómo suceden
en el teatro ese tipo de casualidades en las que la ficción se cruza
con lo real. Muchas veces me pasó estar haciendo papeles que se relacionaban
demasiado con mi vida privada o con el momento que estaba pasando, pero en este
caso era un hecho colectivo. Con esta compañía me involucré
a través de un actor argentino, Darío Tangelson, que ya había
trabajado con el mismo director. Yo interpretaba a una de las bacantes del coro,
con mucho texto y coreografías. Unas diez mujeres. Fueron meses de horas
diarias de entrenamiento corporal riguroso, con abdominales, flip-flap, salto
a la soga y demás. Pero nunca me llevé bien con lo coreográfico.
A un mes de estrenar todavía no habíamos entrado en contacto con
la cuestión dramática. Este coro tenía que memorizar páginas
y páginas y sólo por momentos conseguía expresar lo que
las palabras decían. Lo que más disfruté fue haberme familiarizado
con esos hermosos textos. Pero el régimen al que nos sometía un
director bastante machista con diez chicas en un cuarto mínimo, con mucho
frío, cubiertas de arcilla, semidesnudas, y encima nos retaban si hacíamos
mucho ruido, era algo muy parecido a lo escolar y militar que siempre me produjo
rechazo.
–Entonces, ¿de algún modo fue más significativa
para vos la experiencia anterior, la que partió de tu propia iniciativa
con Darío Tangelson, aunque fuera algo más periférico?
–Sí, un tiempo antes yo tenía muchas ganas de actuar y me
puse a preparar algo con el texto de una obra corta de Jane Bowles para títeres.
Al poco tiempo conocí a Darío y nos pusimos de acuerdo para armar
algo donde los dos pudiéramos actuar. Agregué un monólogo
y Darío trabajó sobre El extranjero de Camus y sobre otro texto
de él. También por momentos nos cruzábamos y estábamos
los dos en escena. La representamos en un par de casas y en la terraza de otro
lugar, en funciones casi privadas con público. Esa fue una experiencia
mucho más completa y más enriquecedora. Nos encargábamos
de todo, hasta de llevar las luces y eso fue para mí hacer por primera
vez teatro en esa ciudad. Era algo mucho más off que Las Bacantes, pero
eran mucho mayores tanto la responsabilidad como el placer. Lo mismo me ocurrió
acá en Buenos Aires con El Marinero, una obra de Pessoa fue para mí
un momento muy importante en el que me di el gusto de idear la puesta, la escenografía,
interpretar tres voces de distintos personajes y hasta tocar algunos instrumentos
haciendo público un mundo de mi imaginación, donde tocaba como
lo habría hecho en la infancia y con los textos del poeta que más
me conmovía por entonces. Además conté con la valiosa dirección
de Damián Dreizick. Tanto esta obra, que hice en el Rojas, como el paso
por la primera beca de Guillermo (Kuitca) fueron para mí momentos increíbles,
de sentir que son inagotables las formas de la expresión. Cuando fui
por primera vez a la beca –la segunda ya me sentía más en
un ritmo, con otras preocupaciones– fue muy impactante todo, desde la relación
con otros artistas y el seguimiento de Guillermo hasta el impulso de producir
más y más obra y reflexionar sobre la pintura y el arte en general.
–¿Qué te espera a tu regreso?
–El otoño y seguir con ensayos de dos proyectos. Por un lado con
unos amigos estamos haciendo un acercamiento, por así llamarlo, a Evita,
la obra de Copi, pero no sabemos qué forma final tendrá. Por ahora
está la primera escena que es la de Evita con su madre. Por otra parte
una artista de la performance, que allá es algo que se ha profesionalizado,
me convocó a mí y a otras actrices para una de sus obras conceptuales.
Parte de una selección de llantos que sacó de distintas películas
célebres y que vamos a representar. Yo vi una de sus obras en la bienal
de este año en el Whitney, estaba ella sentada en una silla en medio
de un hall muy transitado a la salida de los ascensores. El único detalle
era que estaba con los ojos cerrados y sobre los párpados tenía
pintados un par de ojos abiertos. Era una presencia espectral. La gente a veces
le preguntaba algo o se juntaban a su alrededor.
–¿Y tu novio y tu perra Sofía no te esperan?
–No, porque vienen en unos días a visitarme, a conocer Buenos Aires,
y nos volvemos todos juntos.
–Y si les gusta mucho, ¿a lo mejor se quedan?
–Por qué no.
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