Vie 02.08.2002
las12

CINE

Historia de dos ciudades

Cecilia
Biagini
es actriz y artista plástica. Hace cuatro años
que vive en Brooklyn. Ahora regresó, para ser una de las protagonistas
de la nueva película de Martín Rejtman,
“Los guantes mágicos”. Un modo de seguir tendiendo un puente
entre sus dos ciudades.

Por Rosario Blefari

Hace cuatro años que Cecilia Biagini, actriz y artista plástica, vive en Brooklyn. Cuando el verano empezaba a despuntar en el hemisferio que ahora es el suyo y la lana había vuelto al acostumbrado confinamiento estival, el invierno de Buenos Aires la recibe y prolonga el trabajo de la bufanda y los guantes que abrigan a su dueña. Es que Martín Rejtman quiso que fuera “Cecilia”, la chica que con ojos inundados de lágrimas pide “otra lágrima” a la moza de un bar en Los guantes mágicos, largometraje que sigue a Silvia Prieto y se está filmando en estos días. Al mirar atrás, los dos caminos que eligió la verdadera Cecilia mantienen una continuidad paralela de experiencias y logros. Su primer trabajo frente a las cámaras fue a los dieciocho años con Mignona para la miniserie de Horacio Quiroga. Siguieron el cine y el teatro. Estuvo en las aguas de El mar dulce mucho antes, cuando todavía estaba en la secundaria, dirigida por Guillermo Kuitca y Carlos Ianni; se la vio salir corriendo de una casa incendiada por Charly García en Lo que vendrá, fue la princesa vampira con Bebe Kamin, la chica descalza de Rapado y entre varios cortos protagonizó el de una desconocida Lucrecia Martel. En teatro, Roberto Villanueva la vio una de las tantas veces que actuó para Alberto Ure y la llamó para La Tempestad, La pirámide de Copi, Las personas no razonables están en vías de extinción y Ligados.
Mientras tanto por su camino de artista plástica expuso sus cuadros, instalaciones, fotografías y fue becaria de Guillermo Kuitca en dos ocasiones. En una exposición en la Recoleta pintó treinta metros de piso y la gente caminaba sobre su obra. En Nueva York, además de seguir su trabajo con la pintura, la fotografía y hasta incursionar en el mundo del teatro local en una puesta de Las Bacantes, trabaja en un taller de finishing donde casi a diario entra en contacto con evanescencias de las más variadas sustancias: barnices, pinturas, removedores. Olores penetrantes que marean, todas las texturas y colores se vuelven inagotable fuente de inspiración para una investigadora del trazo sobre la superficie. La toxicidad, el peligro y el trabajo duro no la asustan, siempre eligió la mano izquierda para deslizarse veloz con su bicicleta de ruedas finitas cuando iba y venía, a veces de madrugada, de los ensayos y las funciones de El padre y Antígona en el Excéntrico –el teatro de Cristina Banegas–. Pero eso era en esta otra ciudad, de la que se fue un día con la intención de ver quién era ella en otro lugar, aun a costa de abandonar un poco lo que había construido en éste. Y es esta ciudad la que ahora la recibe como escenografía de una historia de la que es protagonista.
–¿Qué sentiste cuando te enteraste de que Martín Rejtman estaba escribiendo un guión donde había un personaje pensado para vos?
–No sé si Martín ideó el personaje cuando ya me había ido, creo que sí. Siempre me había gustado trabajar con él, cuando lo hice en Rapado y también como observadora cuando hice la foto fija de Silvia Prieto. En cierta forma volví a la vida cuando me enteré. Tal vez poniéndome más sensible, diría que es un acto de amor que alguien deposite su confianza y me coloque en el punto de partida de un personaje. Me alegró también sentir que se encauzaba de alguna manera mi futuro a mediano plazo porque pude planear lo que iba a hacer en esta época del año. Es todo un tema para mí el tiempo y anticipar –en la medida de lo posible– el futuro, hacer planes. Me acuerdo estar viendo una función de títeres que hacía mi hermano para mí y en determinado momento darme cuenta de que la vida es implacable y que tenía seis años y después iba a tener siete y un día todo se termina. Junto con el deseo de vivir una vida como la de los muñecos, que no tienen esa preocupación, empecé a darme cuenta de dos trucos posibles para esquivar esa progresión y que son haber elegido la vida del actor y planificar a mediano plazo las cosas. Además trabajar con alguien a quien se le tiene mucha confianza, como me pasa con Martín, es lo mejor que puede pasar. Hasta resulta todo más práctico. Con un director a quien no le tuviera tanta confianza dudaría más de todo. Esto es lo opuesto. Con él descarto toda posición crítica y la plena confianza me hace transitar muy relajada el trabajo.
–Martín desde un principio te vio como la actriz que iba a interpretar a esta mujer que tiene todo el tiempo los ojos como a punto de llorar. ¿Encontraste algo que se relacionara directamente con vos?
–Cuando leí el guión, fue inevitable asociarlo con la última época en Buenos Aires cuando por una cuestión amorosa andaba todo el tiempo con los ojos llorosos. En mi casa, en la beca, en la calle, con cualquier persona con la que me encontraba, aunque más no fuera al pasar indirectamente por el tema en cuestión, se me encendían los ojos de llanto. Por eso desde el primer momento siempre relacioné conmigo este rasgo, que es solamente uno de los rasgos de este personaje. Pero no sé si para Martín fue así.
–¿Cómo ves a este personaje, cuál es su función en la trama de la película?
–Cuando empieza la película, estoy de novia con Alejandro, un remisero que interpreta Gabriel (Vicentico), pero él sólo quiere ir a bailar y yo no aguanto más. Nos separamos y me la paso llorosa hasta que otro personaje, el de Susana Pampín, me diagnostica una depresión y empieza un itinerario de recomendaciones a las que me someto. Partiendo de un comentario que Martín le hacía a Valeria (Bertuccelli) sobre su personaje –le decía que ella era la más terrenal– me puse a pensar en mí y en los demás con esa óptica astrológica, tema que también se toca en la película, no sin cierta ironía. Mi elemento diría que es el agua, el de Alejandro es el aire y el de Susana, el fuego.
–Los de esta película son personajes que se mueven en Buenos Aires. ¿Qué relación tenés con esta ciudad y qué otra con Nueva York?
–Me gusta Buenos Aires y también me gusta Nueva York. A los 7 años ya volvía sola del colegio, en el trayecto juntaba moños que les pedía a los comerciantes con la excusa de ser coleccionista de moños. Tenía casas preferidas donde unas mujeres los hacían con dedicación utilizando sus propias uñas muy largas. Llevaba a la plaza Libertad mi tortuga que solía encontrarse con una nutria que paseaba una señora del barrio. La ponía a nadar en unas fuentes que había antes de que pusieran los estacionamientos subterráneos cuando todavía había barranquitas donde los chicos corríamos carreras. También me la pasaba en el balcón sobre la avenida con una mesa, dibujando y mirando a la calle. Ahora voy con Sofi, mi perra, a una placita que está en la costa del East River y desde donde se ve Manhattan. Es una especie de punto panorámico al que llevo a todos los que me vienen a visitar. De día y de noche. Desde ahí saqué muchas fotos y también desde la terraza de mi trabajo.
–¿A la foto que en estos días está expuesta en Hoy o mañana en la galería Dabahh-Torrejón la sacaste desde ahí?
–En realidad empecé con las Torres Gemelas cuando todavía no tenía esa vista, vivía en otra calle, en un contrafrente, y en mi pequeñísimo taller me puse a jugar con unos ganchos stapless viejos que un amigo me había regalado, de esos que se usan para engrampar en la pared o ajustar las telas a los bastidores. Ponía las hileras unidas paradas y al sacarlos de su función más utilitaria empecé a ver la ciudad. Tenían justo la escala de una maqueta. La foto que ahora está expuesta la saqué el 4 de julio del 2000. Es un negativo en el que se superpusieron dos fotos, los fuegos artificiales del 4 de julio por la noche –que revelé clara y quedó como de día– y la otra es el sol del atardecer del mismo día.
–Aunque no fue tu intención al tomarla, ya que fue mucho antes del 11 de setiembre, ahora ya no se puede dejar de ver un estallido en medio de una torre. Te ocurrió algo especial con esto, ¿no?
–Una parte de todo lo que estaba trabajando, lo que tenía que ver con esos ganchos, las torres en especial, adquirió un sentido cuando me enteré de que en el piso noventa de las Twin Towers funcionaba una fundación que financiaba proyectos de artistas y que les daba un taller ahí mismo. Entonces escribí un proyecto en el que todo se encauzó y en el que me proponía investigar el tema a fondo, incluyendo los distintos puntos de la ciudad desde donde se divisaban los edificios como signo de orientación y la virtual modificación de este paisaje urbano por medio de la modificación de su representación, por ejemplo con una torre de stapless caída o movida. Entregué la carpeta en las mismísimas torres apenas diez días antes del 11 de setiembre, y allá en las cenizas quedó. Todavía tengo el carnet con mi foto que me hicieron para entrar al edificio.
–Y también cercano a ese día fue el estreno de la obra en la que actuaste.
–Primero se postergó por esa razón, pero había publicidad en las calles que recomendaba ir a los teatros porque todo continuaba. A los pocos días se estrenó la obra Las Bacantes a pocas cuadras de la zona del desastre. Era difícil. Es increíble cómo suceden en el teatro ese tipo de casualidades en las que la ficción se cruza con lo real. Muchas veces me pasó estar haciendo papeles que se relacionaban demasiado con mi vida privada o con el momento que estaba pasando, pero en este caso era un hecho colectivo. Con esta compañía me involucré a través de un actor argentino, Darío Tangelson, que ya había trabajado con el mismo director. Yo interpretaba a una de las bacantes del coro, con mucho texto y coreografías. Unas diez mujeres. Fueron meses de horas diarias de entrenamiento corporal riguroso, con abdominales, flip-flap, salto a la soga y demás. Pero nunca me llevé bien con lo coreográfico. A un mes de estrenar todavía no habíamos entrado en contacto con la cuestión dramática. Este coro tenía que memorizar páginas y páginas y sólo por momentos conseguía expresar lo que las palabras decían. Lo que más disfruté fue haberme familiarizado con esos hermosos textos. Pero el régimen al que nos sometía un director bastante machista con diez chicas en un cuarto mínimo, con mucho frío, cubiertas de arcilla, semidesnudas, y encima nos retaban si hacíamos mucho ruido, era algo muy parecido a lo escolar y militar que siempre me produjo rechazo.
–Entonces, ¿de algún modo fue más significativa para vos la experiencia anterior, la que partió de tu propia iniciativa con Darío Tangelson, aunque fuera algo más periférico?
–Sí, un tiempo antes yo tenía muchas ganas de actuar y me puse a preparar algo con el texto de una obra corta de Jane Bowles para títeres. Al poco tiempo conocí a Darío y nos pusimos de acuerdo para armar algo donde los dos pudiéramos actuar. Agregué un monólogo y Darío trabajó sobre El extranjero de Camus y sobre otro texto de él. También por momentos nos cruzábamos y estábamos los dos en escena. La representamos en un par de casas y en la terraza de otro lugar, en funciones casi privadas con público. Esa fue una experiencia mucho más completa y más enriquecedora. Nos encargábamos de todo, hasta de llevar las luces y eso fue para mí hacer por primera vez teatro en esa ciudad. Era algo mucho más off que Las Bacantes, pero eran mucho mayores tanto la responsabilidad como el placer. Lo mismo me ocurrió acá en Buenos Aires con El Marinero, una obra de Pessoa fue para mí un momento muy importante en el que me di el gusto de idear la puesta, la escenografía, interpretar tres voces de distintos personajes y hasta tocar algunos instrumentos haciendo público un mundo de mi imaginación, donde tocaba como lo habría hecho en la infancia y con los textos del poeta que más me conmovía por entonces. Además conté con la valiosa dirección de Damián Dreizick. Tanto esta obra, que hice en el Rojas, como el paso por la primera beca de Guillermo (Kuitca) fueron para mí momentos increíbles, de sentir que son inagotables las formas de la expresión. Cuando fui por primera vez a la beca –la segunda ya me sentía más en un ritmo, con otras preocupaciones– fue muy impactante todo, desde la relación con otros artistas y el seguimiento de Guillermo hasta el impulso de producir más y más obra y reflexionar sobre la pintura y el arte en general.
–¿Qué te espera a tu regreso?
–El otoño y seguir con ensayos de dos proyectos. Por un lado con unos amigos estamos haciendo un acercamiento, por así llamarlo, a Evita, la obra de Copi, pero no sabemos qué forma final tendrá. Por ahora está la primera escena que es la de Evita con su madre. Por otra parte una artista de la performance, que allá es algo que se ha profesionalizado, me convocó a mí y a otras actrices para una de sus obras conceptuales. Parte de una selección de llantos que sacó de distintas películas célebres y que vamos a representar. Yo vi una de sus obras en la bienal de este año en el Whitney, estaba ella sentada en una silla en medio de un hall muy transitado a la salida de los ascensores. El único detalle era que estaba con los ojos cerrados y sobre los párpados tenía pintados un par de ojos abiertos. Era una presencia espectral. La gente a veces le preguntaba algo o se juntaban a su alrededor.
–¿Y tu novio y tu perra Sofía no te esperan?
–No, porque vienen en unos días a visitarme, a conocer Buenos Aires, y nos volvemos todos juntos.
–Y si les gusta mucho, ¿a lo mejor se quedan?
–Por qué no.

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