RESISTENCIAS
La movida artística porteña se extiende a las villas, donde ciudadanas generosas, además de dirigir comedores, alientan y dan espacio a múltiples actividades culturales. El teatro, la música, el cine, la murga, las bibliotecas florecen allí donde no son noticia.
› Por Moira Soto
En las villas que se cuelan en (y rodean) la Capital, en esas ciudades paralelas cuyo avance parecería imparable, suceden otras cosas bien diferentes de las que salen acentuadas en las noticias policiales o en los informes miserabilistas de la TV o la prensa gráfica, casi siempre entre el denuesto (si se habla de delincuencia) o el morbo para generar una lástima epidérmica y pasajera (al mostrar algún efecto escandaloso de la pobreza, como por ejemplo la muerte de un niño que no pudo ser atendido a tiempo). Salvo el movimiento solidario de ciertos comedores que, de tanto en tanto, dan pie a un reportaje exaltatorio, se diría que las villas –nombre irónico que remite a casas de recreo o a poblaciones privilegiadas– no proveen buenas noticias a los medios, acaso porque las fronteras de esos guetos sólo se traspasan cuando explota la violencia, salpica la sangre, surge el tumulto...
Empero, en esos espacios que han tomado los expulsados de la ciudad principal ocurren –entre otras cosas buenas, favorables y bellas– muchas actividades relacionadas con la cultura y las artes, llevadas a cabo por emprendimientos independientes y por la Dirección de Promoción Cultural del Gobierno de la Ciudad. Como anota Claudio Pansera en el libro Cuando el arte da respuestas (Ediciones Artes Escénicas, 2006), “en los contextos de crisis que estamos atravesando, una de las necesidades más básicas es la de poder volver a imaginar futuros posibles (...) Urgen las respuestas creativas, capaces de proponer caminos inesperados para resolver estas situaciones (...) Indudablemente los artistas tienen un entrenamiento muy útil al respecto: audacia para pensar lo que no existe (todavía), el conocimiento de los pasos a seguir, la energía para poner en marcha esa idea y la pasión para sostenerla contra los embates que sufren las propuestas innovadoras. El multiplicar la existencia de artistas, entonces, no puede ser entendido como un lujo”.
Estas opiniones las comparte desde hace muchos años la actriz y docente santafesina Teresa Istillarte, cuyo valioso espectáculo Preciosas ilusiones acaba de bajar de cartel. Exiliada en Venezuela a mediados de los ’70, después de haber sufrido, como todo el elenco, amenazas y prisión durante la representación de la obra Yezidas, Teresa comenzó a trabajar en diversas cárceles: “Al poco tiempo, me fui a Panamá, donde se empezó a desarrollar un trabajo de promoción cultural con gente que nunca había visto teatro y que se fascinó cuando le llevamos parte del Festival Internacional que estaba en Caracas. Como no había salas, las funciones se hicieron en un gimnasio. Cuando volví acá, entonces, ya tenía esta experiencia tan interesante acerca de promover actividades artístico-culturales en sectores que habitualmente no tienen esa posibilidad. En Buenos Aires, empecé a laburar en el Programa Cultural en barrios en los ’80, en La Boca, Barrio Rivadavia en Flores Sur, que hoy es villa. Años trabajando con sectores que tienen sus particularidades, sus necesidades específicas. Me fui a Venezuela de nuevo y, al volver, la Secretaría de Cultura de la Nación hizo un plan de cárceles y trabajé en las de Ezeiza: en la unidad 31 de mujeres (donde algunas de las presas recrearon su situación de ingreso a ese lugar), en la 3, un sitio mucho peor, en el cual dos chicas hicieron las obras cortas de Griselda Gambaro”.
Actualmente, Teresa Istillarte coordina los talleres de teatro, música, títeres, plástica, murales, tapices, telar y otros trajines creativos en las villas 21, 6, 20 y los barrios Saldías, Zavaleta, Espora y Carrillo, dentro del Programa de Promoción Cultural del Gobierno de la Ciudad. “En lo personal, disfruto mucho con la devolución de la gente. Ojalá hubiera más recursos materiales, porque yo creo en la redención del arte, un lugar donde todos se igualan. Hace poco junté a Ciudad Oculta y Saldías para armar un espectáculo de danza callejera que estrenamos en marzo, Patas Arriba. Un trabajo donde pibes y pibas hablaron de su problemática inmediata, pero a través de la metáfora: la violencia, la droga, el no saber qué futuro les espera... En general, la mayor convocatoria se produce entre las mujeres, que son mucho más dispuestas, se exponen más en todo. Si se trata de un laburo cultural, son mucho más jugadas. A los muchachos les cuesta, están más estructurados, y tampoco les gusta estar en minoría. Por otra parte, en la villa, las que se mueven, arman lo comunitario, lo solidario, son ellas. Aunque en esta área hay por suerte algunos hombres.”
Istillarte está convencida de que “si alguien, cualquier persona, desarrolla algo artístico creativo, puede encontrar otro sentido a su vida. Será porque me pasó a mí que venía del campo y a los 15 descubrí el teatro y me di vuelta. Creo que la gente que devela esta sensibilidad, no importa ni el lugar ni la situación en que esté, se puede transformar para mejor. Como les pasó a estas chicas que nunca tocaron un instrumento, que nunca cantaron, y de pronto se encuentran esta opción y algo se les ilumina. Ahora las veo dichosas leyendo música, tocando en la orquesta y me conmuevo profundamente. En la cárcel los presos me decían: ‘Cuando hacemos teatro es el único momento en que somos libres...’ Recuerdo en una de las cárceles de Venezuela a un preso que era muy masculino, pura testosterona, haciendo de mujer sin caer en la caricatura: una maravilla, nunca vi a un actor mejor. Y nunca en su vida había actuado, pero el teatro le dio esa posibilidad. Esto es lo que me mueve a hacer estos trabajos, no grandes teorías ni lucubraciones: el facilitarle a la mayor cantidad posible de personas el encuentro con algo que poseen en forma latente, sin saberlo. Claro que a esta altura sé que no puedo arreglarles la vida, como creía cuando era muy joven. Pero ahora compruebo que si sembrás algo, sin imponer nada, podés ayudar, alcanzar las herramientas, tratar de comprender, de contener...”
Este programa tiene asiento, en general, en comedores que están interesados en el movimiento cultural y que pueden dar espacio y contención a esas actividades. Se trata de encontrar un referente en el barrio que no cobre, que tenga abierto el taller, que convoque a la gente, que abra la puerta y apague la luz. Tampoco es tarea sencilla lograr que la gente se arrime, hay que ir de a poco, tanteando el terreno. Y una vez que se arma un taller, sobre todo si se trata de adolescentes, cuesta lograr que perseveren.
En la entrevista que sigue participaron, además de Teresa Istillarte, Rosita Basualdo, Mirna Florentín, Mirta Jaffar y Leticia Funes, a cargo de comedores; Nora Bender, docente de teatro; María Luz Alarcón y Jessica Riquelme, violinistas de la orquesta juvenil, y Raquel Meza, estudiante de canto. No pudieron llegar otras invitadas porque ese día había movilizaciones y cortes en el premetro.
“Empezamos hace seis años, en el 2000, época de mucha crisis, frente a la urgencia de la alimentación”, dice Rosita Basualdo, del comedor El Pastorcito, de la Villa 3, donde se lanzó el programa de bibliotecas para armar. “Pero cuando empezó a venir la gente a comer, vimos que había otras necesidades también apremiantes. Ahí fue que empezamos a preguntarnos cómo armar un marco de trabajo en la comunidad en lo educativo, lo cultural. La crisis de 2001 azotó terriblemente a la villa. Empezamos a crear grupos de trabajo con personas desocupadas, entonces encontramos que había gente analfabeta, chicos que no estaban escolarizados. Bueno, empezamos a proyectar, y un día llegaron Jorge Telerman y Armando Ledesma, una persona que se comprometió mucho y a la que le estamos tan agradecidos. Les planteamos la necesidad de trabajar toda la parte cultural en la comunidad, recibimos ayuda para hacer la biblioteca y hace dos años comenzó el programa de orquestas juveniles con la coordinación de Lidia Bonnesserre. Entonces, lo que hacemos las mamás del comedor es darles una mano a estos chicos y chicas, prepararles la comida para la noche, acompañarlos en el micro que va recorriendo distintos puntos para llevarlos a los ensayos. Es un trabajo un poco de hormiga, de mucho seguimiento de los problemas de los chicos, que hacemos entre todas. Se trata de un acceso real a la cultura, muy horizontal, porque estamos hablando de una situación vulnerable, no sólo en el nivel económico sino en el social, en un marco donde hay mucha desocupación, drogadicción, delincuencia... Que estas chicas y estos chicos hayan saltado esa barrera y se estén dedicando a la música, es algo tremendamente valioso: no sólo cultivan su espíritu, creo que se les abrió un panorama yo diría ilimitado.”
La pasión de Rosita Basualdo, rodeada de los libros de la biblioteca contigua al comedor que organizó, es evidente. Y por supuesto, ella va por más: “Es que la comunidad valora muchísimo lo que rinden los integrantes de la orquesta. Aunque lo hagan con gusto, para estos chicos es un sacrificio irse a estudiar dos, tres horas todas las noches, al salir del colegio. Imaginate lo que fue verlos de repente, en la villa 21, formando una orquesta de verdad, tocando. Un impacto impresionante. Son un grupo de amigos, hay mucha solidaridad entre ellos. Fueron al Colón, entraron en contacto con otras orquestas, empezaron a interesarse seriamente en la música, alguno se anotó en el Conservatorio. El año pasado tocaron en la Hebraica, fue maravilloso”.
Mirta Jaffar, paraguaya de la Villa 20, una de las más grandes de la Capital (a la que en algún momento llevaban tours de turistas), no tiene comedor pero la moviliza todo lo que tiene que ver con cultura: “Hace un montón que vivo allí, empecé a trabajar con la junta vecinal con dos talleres: de títeres y de música. Julieta, la profesora de títeres, enseña a chicos de distintas edades: crearon el muñeco gigante de la murga, distintas clases de marionetas. El profesor de música fue probando qué tipo de música les interesaba a los chicos. El año pasado hicieron percusión y éste empezó con adolescentes que tienen otros gustos. También tenemos el taller de murga, que arrancó en 2004, y el de cine, donde se enseña a manejar la cámara, a hacer los encuadres, cómo se filma una escena, algunos trucos... Está bueno, pero lastimosamente no tenemos un lugar adecuado para trabajar. Por ahora estamos en Santa María de Luján, un centro comunitario. Hay un montón de cosas lindísimas que querríamos hacer, pero al carecer de un sitio propio, se vuelve casi imposible. Me gustaría que tuviésemos artesanías, carpintería, la lista es interminable. A mí me parece que es muy importante estimular la educación, me encantaría que los chicos aprendiesen desde temprano a desarrollar su inteligencia para saber valorarse a ellos mismos, y que los padres sepan alentarlos, hemos logrado que algunos empiecen a comprometerse. También tenemos contacto asiduo con las escuelas, las maestras mandan a pedir libros, ya está en marcha esa integración. Pero costó mucho, años y años de trabajo”.
Leticia Funes, de la villa 24, dirige el comedor Amor y Paz contra el Riachuelo y tiene todo el derecho de estar orgullosa de sus logros: la biblioteca, el circo, la juegoteca, un consultorio de odontología. Ella empezó en el ’89 con las ollas populares, dando de comer a 80 chicos, y hoy atiende a 350. “También tenemos la murga, talleres de tapices, trabajamos con el centro de salud en temas de prevención, campañas de vacunación. La biblioteca es bastante amplia y los chicos pueden venir a hacer sus tareas, hace poquito pudimos poner Internet. También nos interesa la educación de jóvenes y adultos que no han terminado la primaria, y que aquí reciben títulos oficiales.”
En estos días, Leticia Funes está cumpliendo quince años de trabajo generoso para la comunidad, compartiendo el tiempo con sus siete hijos, entre los 34 y los 7 años. “Los últimos cuatro los tuve cuando estaba en esta actividad, se criaron acá, conmigo, viéndome hacer estas cosas, con el cariño y el amor de la gente que trabaja en este lugar, que me han acompañado durante tanto tiempo. Para mí es algo muy bueno trabajar para el prójimo, especialmente por los chicos. Siempre estoy pensando qué más les puedo ofrecer, organizar. Tengo mis momentos de desaliento, claro, pero se me pasan y sé que me sería difícil dejar todo esto. Por supuesto que la gente que está conmigo se ha quedado algunas veces a cargo, se arreglaron muy bien. No es que una sea imprescindible tampoco. Pero me gusta coordinar todas las actividades del lugar, los horarios, la asistencia, ver por qué algún chico deja de venir... Por lo general, a los talleres vienen más mujeres que varones, salvo al del circo y a la murga, que atraen más a los varones. Pero la mayoría siempre son las chicas, las que tienen más iniciativa. Me parece que en este terrible problema económico del país, las mujeres salimos adelante en muchas cosas, nos las rebuscamos más para traer el peso a la casa. Y también las que nos comprometimos con la solidaridad. Cuando el hombre desocupado se deprime, la que sale al frente en general es la mujer.” Ella, además, piensa que para todo el mundo es beneficioso entrar en contacto con alguna forma del arte, “son cosas vitales para el ser humano, no se trata de pasar el rato. Nuestro espacio, además de contención y aprendizaje, puede dar una salida laboral: algunos que pasaron por los talleres, ya son talleristas y están trabajando”.
Raquel Meza, del taller de música, tiene 19, una hijita de dos años y pico y es dueña de una voz extraordinaria, naturalmente colocada y muy afinada. Pero ella se hace un poquito la diva, dice que es refiacosa y que va a estudiar todos los miércoles porque el profesor Daniel es repiola. Antes de hacer el regalo de dos temas, uno a capella y el otro acompañada por la guitarra de José Luis –el maestro de música que está dando clase en el ambiente vecino–, Raquel cuenta que canta desde chica, que toda su familia es muy musical. Con aire mimoso dice: “Lo mío es natural, yo soy así. Canto con amigos que hacen rock nacional, hay un chabón que escribe los temas, pero les cuesta juntarse porque tienen que trabajar, uno es papá. Ellos tienen todo listo, les falta la plata para sacar el CD, nada más. Yo también hago algo de folklore, mi profesor dice que tengo buen caudal y buen estómago, que llego bien a las notas altas”.
Más entusiasta, María Luz Florentín, de 13, violinista de la orquesta juvenil, se desvive por expresar su agradecimiento a quienes tuvieron la idea de armar esa formación y la llevaron a cabo: “Soy una de las chicas del comedor Padre Daniel de la Serna. Estar en una orquesta era una posibilidad que ni me había imaginado, para mí era un sueño inalcanzable tener un violín en mis manos, saber tocarlo, sentir ese placer, hacerlo por puro gusto. Creo que todos tocamos con mucha felicidad. Aparte, los profesores nos tratan tan bien, son rebuenos, nos impulsan mucho. Por eso nos dan ganas de que se sume más gente. Cuando era chiquita, no tenía la menor idea de lo que era tocar un instrumento, pero siempre cantaba, me atraía la música. Cuando me preguntaron, fui directo al violín, siento que lo prefiero, es como mi voz. Empezamos con ejercicios, después hicimos Titanic, Canción del caminante, la Marcha Turca, ahora Yesterday. Tuvimos algunas actuaciones públicas, hubo mucha emoción: yo al principio me pongo un poco nerviosa, miro dónde está mi mamá, mi papá, mi sobrinita, que la adoro, pero después es como que me quedo sola con mi violín y me siento tan bien tocando, me encanta. Quiero mucho a mi profesora Perla (Blasberg), y a Verónica (Tatellis), que es una genia para organizar”.
Jessica Riquelme también pertenece al comedor Padre Daniel de la Serna, donde trabajaba con su mamá cuando surgió esta propuesta de la orquesta: “Al principio, dudaba un poco, pero decidí probar. Yo también elegí el violín y cuando empezamos a ensayar, me hice fanática, estaba como loca todo el tiempo. Y no te cuento cuando llega el concierto, lo importante que te hace sentir tocar en público, formar parte de una orquesta. Siempre nos recalcan lo necesario que es formar un grupo, aprender a escuchar a los demás. Entendimos lo que es la responsabilidad una vez que comenzamos un ejercicio que no nos salía. Cuando el director dijo que no íbamos a hacerlo, todos nos pusimos a decir que sí, que íbamos a poder. Y a ese ejercicio, que por supuesto que lo tocamos al final, lo titulamos Sí podemos”.
Jessica recuerda emocionada la vez que la profesora las invitó para que fuesen a un ensayo de la Sinfónica: “En un momento, en la última fila de los violines, quedaban dos lugares. Entonces, ella nos propuso que fuéramos allí. No te puedo decir con palabras lo que se siente al estar en ese lugar, como formando parte de esa orquesta. Una cosa muy hermosa. Estos sentimientos te dan ganas de seguir yendo, de aprender más. Conocí música que no había escuchado, me morí con los Beatles, con el Himno a la alegría de Beethoven. De los temas que estamos haciendo ahora me encanta Cuando los santos vienen marchando... Quiero seguir con la orquesta, me gustaría ser una profesional. Es muy buena la relación que tenemos con los profesores, en los meses de vacaciones nos pudimos llevar los instrumentos a casa para poder ensayar entre nosotros. Perla nos da muchísimos ánimos, es exigente cuando estamos trabajando, pero después nos trata muy bien, la sentimos muy cerca de nosotras, se nota que nos quiere. Se preocupa por los problemas de cada uno. La verdad es que son todos muy generosos: cuando ensayamos en el Centro Cultural del Sur, en los descansos comemos la merienda que nos preparan las mamás del comedor Padre Daniel. Además de lo que me gusta hacer música, en este momento no dejaría porque siento una gran responsabilidad, ya hemos tocado en público, nos hemos juntado con chicos de otras orquestas. Yo también me siento muy agradecida”.
Nora Bender, docente de teatro, reúne las condiciones que dice Teresa Istillarte que hacen falta para dirigir estos talleres: compromiso, vocación para dar algo que mejore la calidad de vida de la gente, ausencia de prejuicios, espíritu democrático, sinceramente igualitario. Nora trabaja en el Barrio Carrillo desde hace cuatro meses: “La responsable de la junta vecinal se acercó a Cultura, con mucha ilusión, a pedir para armar un grupo de teatro comunitario, con la idea de que esa actividad favorecería el encuentro, el entendimiento entre la gente. Tener ese objetivo común: que el grupo pudiera representar al barrio frente a otros barrios. También, desde luego, estaba la aspiración de que el proyecto sirviera para pensar cosas de la comunidad a través de lo teatral. Y ahí estamos, remándolo, porque el teatro tiene esto de que al principio da un poco de susto a la gente por lo que supone de involucrarse, mostrarse, exhibirse. Estamos intentando una cosa pequeñita que se infla y se desinfla todavía. Mi primera idea fue desmitificar el teatro, quitarle solemnidad. Recuperar el juego porque ése es el punto donde la gente se puede encontrar, y desde ahí ver qué cosas tiene ganas de contar. El problema es que todas las franjas con que trabajo, adolescentes, jóvenes y adultos, tienen sus complicaciones para sostener continuidad. Entonces, hay gente que viene, se engancha muchísimo en una clase y la semana siguiente no aparece, ni avisa nada”.
La idea de Nora Bender es armar un espacio de pertenencia donde se vayan abriendo puertas y aparezca el juego, despegando de la realidad más inmediata, ampliando los horizontes: “No a todos les resulta fácil expandirse: el otro día hubo una improvisación durante la cual se viajaba en tren, y los personajes que empezaron a aparecer tenían cierta densidad relacionada con realidades duras. Se conformó una cosa medio angustiosa que por ahí no se puede sobrellevar. Porque tampoco se trata de resolver la realidad cotidiana sino de poetizar un poco. Sin negar esa realidad pero atravesándola de alguna otra cosa que es lo que suma el teatro, cualquier forma de arte. Así que estamos un poco en eso. Acaso la tendencia primera es la de reproducir la realidad hasta encontrar una vía para que aparezcan otros mundos. En Conviven, centro comunitario de Ciudad Oculta, estamos armando un proyecto que integre danza, teatro, percusión. Generar un laburo que partiese de una producción colectiva, trabajar con jóvenes y poder, frente a estas cosas de las que ellas quieren hablar, hacer surgir una poética teatral, de la danza, de la música creada con elementos poco convencionales. Empezaron a aparecer algunos ejes interesantes que estamos explorando, que por ejemplo tienen que ver con la identidad, la violencia... Desde la improvisación, comenzamos a ver cómo se danza esto, qué música lo representa, cómo es danzar y a la vez también actuar. Porque la idea no es bajar un texto sino generar texto con ellos. Este proyecto es heredero de Patas Arriba, que nos pareció que estuvo muy interesante como modalidad de producción: salir de la exploración del taller para transformarla en producción artística con otros alcances. Sobre todo en el sentido de poder ser vista por público. Para mí este trabajo es un desafío muy incitante, porque en mi recorrido anterior siempre recibí a gente que ya tenía claro que su deseo era estudiar teatro. Aquí se trata de despertar el interés de la gente, por eso la primera vez que les hablé en Carrillo les dije: el teatro es juego, saquemos de la cabeza cualquier otra cosa que podamos haber supuesto. El teatro está al alcance de todo el mundo, es una capacidad que todos tenemos. No es para elegidos”.
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