ENTREVISTA
Amantes y reinas es el libro en el que Benedetta Craveri continúa la labor de investigar las maneras en que las mujeres aprendieron a desarrollar y ejercer un poder que, en lo formal, les estaba vedado. Regencias en nombre de los hijos, favoritas con ministerios en las sombras conseguidospor el influjo amoroso y soberanas más astutas de lo que demostraban permiten construir otras historias del género.
› Por Soledad Vallejos
No es la primera vez que Benedetta Craveri se sumerge en un mundo de arquitecturas paralelas operando sobre poderes públicos, de estrategas en las sombras capaces de tensar los hilos precisos en el momento exacto para que todo sucediera, aun cuando su autoría no siempre fuera (gratamente) reconocida. Lo investigó a fondo hace ya unos años, en el exhaustivo, erudito y delicioso La cultura de la conversación (Fondo de Cultura Económica), un volumen que reconstruía los caminos que llevaron a las mujeres burguesas a convertirse en las dueñas de las definiciones sobre las que, finalmente, se edificó el Estado francés moderno. Italiana, especialista en literatura y sociedad francesas del siglo XVIII, a la sazón nieta de Benedetto Croce, Craveri se dio el gusto de la sistematización: el suyo fue un estudio minucioso que tuvo la –nada pequeña– virtud de sistematizar y poner en relación fragmentos dispersos. Todo aquello junto fue más que una sumatoria de partes desperdigadas y el resultado fue el luminoso relato de cómo la burguesía dependió enteramente de los saberes desprestigiados y ninguneados de sus mujeres a la hora de consolidar, finalmente, su poder. Ahora, ha vuelto por más buscando la contraparte de ese mundo: Amantes y reinas. El poder de las mujeres (FCE) es el complemento de ese universo burgués, presentado como una sucesión de relatos (cronológicamente consecutivos en lo histórico) y retratos de mujeres diestras a la hora de convivir con ventajas que no eran tales y estatutos de visibilidad e invisibilidad que aprendieron a manejar como códigos propios aunque fueran impuestos.
En los siglos XVI y XVII europeos, el culto a la virgen María para neutralizar los arrebatos inequívocamente peligrosos propios de su sexo, la devoción familiar, la pasión por el entorno doméstico, la cotidianeidad de “un sexo al cual, como únicas y soberanas virtudes, se le dejan la ignorancia, la servidumbre y la facultad de hacerse pasar por estúpido” (la cita de Craveri retoma a Marie de Gournay y su Grief des dames) comenzaba a convivir con una tradición literaria que, al menos, reconocía como público a las mujeres de las elites. De ese resquicio se toma Craveri para presentar una tesis que no por sensata podría ser interpretada como provocadora: “Jamás como en la Europa del Quinientos hubo un número tan relevante de mujeres –hijas, hermanas, esposas, madres, amantes– que tuvieran acceso a altas responsabilidades, influyeran en la política o gobernaran en primera persona”. María e Isabel Tudor, Luisa de Saboya, Catalina de Médicis, son sólo algunas. La lista se amplía con las favoritas de los reyes, las “reinas de los corazones” como Diana de Poitiers, la duquesa de Etampes, Madame Pompidour. Ellas, sin embargo, “nunca asumieron el poder en nombre propio; su autoridad es siempre provisional y está sometida a oposiciones, y su afirmación presupone siempre un vacío o una debilidad masculinos: la lejanía o la muerte de los maridos, la minoría de edad de los hijos, la pasión de los sentidos. Aun siendo espectaculares, sus experiencias constituyen una sumatoria de casos individuales, no se consolidan nunca en una historia única”. Ese poder paralelo que supo hacer de la debilidad virtud (según los casos) silenciosa fue lo que animó la serie de artículos publicados en el diario italiano La Repubblica que, ahora, compilados y ampliados, se convirtió en un libro de base erudita y espíritu divulgador, habitado por una astucia que se sirve de los adornos del cotilleo histórico para presentar una serie de historias del género.
La tesis de La cultura de la conversación es que las mujeres logran ejercer un poder efectivo curiosamente a partir de la marginación en que son situadas. En Amantes y reinas podemos encontrar una situación similar: se trata de mujeres que desempeñan papeles en apariencia centrales pero inhibidos de poder y que, sin embargo, logran ejercer un poder efectivo y real desde los márgenes.
–Como las demás mujeres de toda Europa, las mujeres francesas viven en el siglo XVI, XVII y XVIII en condiciones de total subordinación a la autoridad masculina. Por una paradoja muy extraña, el Renacimiento viene a liberar al hombre, no a la mujer. La construcción del Estado moderno se basa en la autoridad patriarcal masculina; la familia es la célula base de la construcción monárquica, en cuya pirámide la autoridad siempre pasa a través de los hombres. Este proyecto político moderno tiene en sus raíces un comportamiento hacia las mujeres deudor de dos conceptos que, con el Renacimiento, se entrelazan: la tradición judeo-cristiana, en la que las mujeres son las descendientes de Eva, las grandes pecadoras, y la tradición greco-romana, también misógina, que juzga a las mujeres inferiores a los hombres en el plano de la inteligencia, y ve en ellas elementos tenebrosos, irracionales, que atentan contra la lucidez y la racionalidad masculinas. Desde los tiempos de la Edad Media, en las cortes, en los poemas caballerescos, la mujer, que es el elemento más frágil de la sociedad cortesana, se ve puesta en un pedestal: se convierte en objeto del homenaje caballeresco, en inspiradora de virtudes y gloria. Esta tradición recibe otro impulso durante el Renacimiento italiano, con el concepto neoplatónico del amor: el amor es un amor espiritual, una fuerza que eleva a los hombres hacia lo alto, hacia Dios. Ahora, a comienzos de 1600, la nobleza francesa se vio en dificultades porque la monarquía absolutista recorta sus poderes. La nobleza francesa quiere redefinirse y reafirmar su identidad. Y la actitud que tiene hacia las mujeres es uno de los elementos de esta identidad, porque las distingue profundamente de la moral burguesa –que reglamenta que las mujeres deben estar en el hogar– y la mentalidad popular –que es mucho más manipulada por los sacerdotes–. Este contexto histórico hace posible que las mujeres se encuentren en el centro de la nueva vida mundana. Son ellas las inspiradoras de las ocupaciones que deben llenar el inmenso tiempo libre que tiene la nobleza. Los nobles tienen como única actividad la guerra, o la vida de corte en caso de no haber guerra, donde pasan la vida entregados a la cacería, los bailes, la conversación, el teatro, los encuentros de amor, la literatura. Y las grandes consumadoras de todo estos placeres, las que los eligen, son precisamente las mujeres. Son ellas las que deciden acerca de los buenos modales, es decir, el código de comportamiento que es el rasgo distintivo de la nobleza. Entonces nos encontramos frente a esta paradoja: las mujeres son ciudadanas de segunda categoría, pero se convierten en la marca distintiva del estilo de la nobleza. A las mujeres no se les permite estudiar, no saben griego ni latín, pero cuando, en época de Richelieu, se funda la Academie Française para establecer un mejor uso del idioma, para establecer cuál es el francés más puro, el más culto, es a las mujeres a quienes se dirigen. Porque ellas hablan un idioma más puro, alejado de la vulgaridad del pueblo y del tecnicismo de los eruditos. Ellas, que no cuentan jurídicamente, están en la base de las instituciones sobre las que se funda el Estado: el idioma, la literatura, el gusto, el placer de los buenos modales. Las mujeres, allí, están en un equilibrio muy frágil entre su condición jurídica de inferioridad y su realidad, su importancia en la vida de la sociedad. Eso en lo que se refiere a la vida mundana, a la sociedad civil de París.
“Nunca asumieron el poder en nombre propio; su autoridad es siempre provisional y presupone un vacío o una debilidad masculinos: la lejanía o la muerte de los maridos, la minoría de edad de los hijos, la pasión de los sentidos.”
¿Y en cuanto a la vida de las cortes?
–La corte es distinta. En mi último libro me ocupo de las dos categorías de mujeres que tienen que ver con la cumbre del poder: las amantes y las reinas. Ellas naturalmente participan de esta cultura mundana; pero aquí no hablo de la autoridad de las mujeres sobre la literatura y el buen gusto, sino de las mujeres y sus relaciones con el poder político. En este caso tenemos dos clases de mujeres. Primero, las reinas, que no tienen ningún poder político, porque en Francia existe la ley sálica, que excluye a las mujeres del trono, y porque en Francia el rey recibe el poder directamente de Dios, y por lo tanto tiene facultades de las que las mujeres están excluidas. Las reinas tienen una única obligación: llevar un comportamiento moral intachable, parir hijos y obedecer. El único momento en que cuentan es cuando el marido muere y los hijos son menores de edad. Es el único momento en que cuenta políticamente, porque asume la regencia: asume el poder pero no en nombre propio, sino de los hijos. Mi libro habla de tres regentes: Catalina y María de Médicis y Ana de Austria. Cada una de ellas tiene un estilo particular en la administración del poder. Después, por otra parte, tenemos a las amantes, que pueden tener una influencia sobre el rey mucho más fuerte que las reinas, pero eso depende de las amantes y de los reyes, de las alquimias siempre diferentes entre hombres y mujeres.
Amantes..., por ejemplo, pinta a una Catalina de Médicis lo suficientemente lúcida como para acrecentar el poder de la corona a fuerza de dotar de una imagen intangible a la monarquía. Toda corte que se preciara debía detentar su séquito de damas bellas, pero “nadie sabía mejor que la reina madre que a la evidente función ornamental se sumaba una menos visible”, basada en amistades, afinidades electivas, cadenas de poder paralelas y discreciones infinitas. “Formaban una red de contactos subterráneos (...) un sistema de comunicación fundado en la delicadeza y la reserva femenina que permitía a padres, maridos y hermanos obtener valiosas informaciones, transmitir mensajes de manera informal y sondear el terreno para sentar las bases de nuevas alianzas.” También está en las páginas una Madame Pompadour plebeya a más no poder (de ascendencia burguesa, hija de un financista y con dotes de actriz que un casamiento tan conveniente como temprano no dejó desarrollar ante el gran público) que llega a Versailles con su belleza y su inteligencia (las había combinado para hacerse conocer por Luis XV, quien creía haberla descubierto por casualidad) como toda arma ante una corte celosa y temerosa del poder que podía tener. La creían prontamente perecedera, y ella llegó a quedarse cerca de veinte años, a tomar decisiones propias de un ministro y detentar un poder político que ejerció en cuando campo de acción tuvo al alcance. Amiga de Diderot, empalagosamente alabada por Voltaire, instalada como favorita en el escenario principal del juego monárquico (con habitaciones propias y permanentes en Versailles), aunque luego por debilidades de salud su papel de compañera sexual del rey decayera, tuvo un papel más que importante en la Guerra de los Siete Años. El libro habla, también, de una María Antonieta atolondrada encaminándose inconscientemente a la ruina, pero asumiendo el lugar de matriarca digna en los últimos años, al punto en medio del juicio revolucionario supo poner en juego valores del eterno femenino tan en auge para jugar a la víctima aunque todo estuviera perdido. Acusada de incesto (a lo que se sumaban historias sobre amantes hombres y mujeres, amén de las largas listas de caprichos obscenamente costosos), escribe Craveri, “puso en dificultades a los jueces hablando directamente a las mujeres presentes en la sala: ‘La naturaleza se niega a responder a semejante acusación dirigida contra una madre. Yo apelo a todas las que puedan hallarse aquí’”.
–Como quiera que sea en líneas generales el poder de estas mujeres, no puede negarse que por regla se ejerce de manera indirecta, disfrazada, en las sombras. Fueron mujeres de un gran atrevimiento, de osadía, que dejaron testimonios de grandes inteligencias y astucia psicológica, y también de gran disciplina. Como le confía Madame Pompadour a una gran amiga suya, ser la amante oficial de un rey de Francia significa estar bella, arreglada, elegante, participar en todas las manifestaciones de la corte, memorizar un número altísimo de nombres, títulos, grados, preferencias... En suma, un verdadero trabajo cotidiano. Pero la condición actual de las mujeres es enormemente diferente, no tiene comparación. En Europa, las mujeres gozan de los mismos derechos políticos y civiles que los hombres, demostraron en la vida profesional y política tener las mismas capacidades. Y auguro que una mujer ambiciosa, con una alta estima de sí misma, no estaría contenta de afirmarse, de tener éxito como amante o como mujer de, y no por sus propias capacidades.
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