Vie 09.08.2002
las12

BALLET

Purísima

El 16 y el 17 de agosto, en
el Centro Cultural Ricardo Rojas, el ballet del IUNA (Instituto Universitario
Nacional del Arte) realizará un espectáculo integrado por tres obras.
La directora de la compañía, Diana Theocharidis,
es una coreógrafa que acostumbra trabajar con elementos heterogéneos.
Por ejemplo, para la obra Varieté, con música de Mauricio Kagel,
metió en el Teatro Colón 23 patinadores, un acróbata que
se descolgaba de la araña y una bailarina acuática.

› Por María Moreno

Sí, sí, lo importante es que un bailarín tenga algo para decir, que tenga técnica y sea expresivo, pero tanto como gordo... Que esté en su peso y sea flaco.” Diana Theocharidis es una coreógrafa que se ríe del único prejuicio que conserva como gente de ballet. En calidad de directora del ballet del IUNA (Instituto Universitario Nacional del Arte), llevará al Centro Cultural Ricardo Rojas una serie de tres propuestas. La primera se llama Ninguna imagen y consiste en variaciones del Himno Nacional Argentino en un versión de los músicos Silvia Ronconi y Marcos Fernández. El texto, la concepción visual y la dirección general es de la directora teatral Mónica Viñao, que al principio se preguntaba qué hacer con los bailarines hasta que Theocharidis la invitó a experimentar con sus conocimientos de discípula de Tadashi Sukuki, que entrena voz y movimiento. En escena, 14 bailarines profieren una suerte de Himno Nacional deconstruido, entremezclado con lo que Viñao considera expresiones del “malestar de nuestro tiempo como una forma de provocación y supervivencia”.
–Un bailarín no se puede quedar mudo –cuenta Theocharidis–. Ya sea por el pedido de un coreógrafo o una necesidad expresiva, tiene que poder decir, mientras se mueve, un texto o un par de palabras. Antes de Ninguna imagen, nadie de los integrantes del ballet tenía la experiencia de haber hablado en un escenario.
–Debe haber sido como para los actores el pasaje del cine mudo al parlante.
–Por suerte es un grupo donde todos misteriosamente tienen buena voz, pero es de casualidad.
Cenando a Johanes B, que se presentará en la segunda parte del espectáculo, tiene coreografía de Carlos Trunsky y lleva como subtítulo “Un corazón devorado que evoca el suicidio de Wherter”. Pero la vestuarista Marta Albertinazzi no se conformó con reproducir el chaleco amarillo y el pantalón azul del personaje de Goethe, cuya influencia en sus tiempos llevó a muchos jóvenes a la moda o al suicidio.
–Son trajes a la Wherter, pero no amarillo y azul. Y ellas, las mujeres que asedian al joven, están con vestidos transparentes que les da el aspecto de apariciones. El Himno de Ninguna Imagen se baila con unos tutús románticos, pero con pedazos de la bandera argentina. Ese vestuario es de Luciana Gutman. Todos están descalzos –describe Theocharidis.
–La coreografía de la segunda obra es suya.
–Y es uno de mis trabajos más antiguos, aunque sea del siglo XX. La compuso Giacinto Scelsi y se llama Ko-Lho . Hay un solo y un dúo. Scelsi era muy puntilloso con respecto al sonido, y él había tenido una crisis existencial muy fuerte y se había quedado durante un año escuchando uno sólo. Y casi todas sus obras están construidas así. En Cuatro piezas para orquesta, una es sobre un la, otra sobre un do. Ko-Lho I está hecha sobre un mi que gira sobre sí mismo. Ko-Lho II, sobre dossonidos que están tan cerquita que se van mudando del uno al otro por cuartos de tono.

Hacer puntas en la Facu
Diana Theocharidis es una mujer menuda –ella no se permitiría otra cosa– que a pesar de su sonoro apellido griego puede adoptar el aspecto de una frágil japonesa que se ha hecho la permanente. Varias veces premiada –por Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias, el Fondo Nacional de las Artes, la Fundación Antorchas y la Fundación Amigos del Instituto Nacional de Danza María Ruanova–, extiende tanto los límites de lo que se considera danza contemporánea que termina por aceptar que a menudo lo que realiza es “teatro musical”. Pero ella no deja que su estética personal segmente su tarea como directora del ballet del IUNA.
–Dado que la compañía está dentro de un marco universitario, el criterio de cómo se convoca a los coreógrafos debía ser aquel en el que estén representadas las distintas tendencias. La danza clásica, la danza contemporánea con elementos clásicos, la experimental y la danza-teatro.
–Para alguien que vio La muerte del cisne sólo interpretada por Jorge Luz o Niní Marshall, ¿podría definir cada una de esas tendencias?
–En el ballet clásico, el eje es siempre estable y hay que ir contra la fuerza de gravedad para elevarse sobre las puntas. En la danza contemporánea, el centro de gravedad no es estable, uno está siempre fuera de él y muchas veces el peso se trabaja hacia abajo. Se tiene que ir incluso al piso y trabajar a favor de la ley de gravedad. El ballet clásico tiene un vocabulario. En la danza contemporánea, el movimiento no se ve tanto en términos de vocabulario sino que hay otros parámetros como espacio, tiempo y energía. Los pasos se van trabajando según esos parámetros y no tienen nombre salvo en las primeras experiencias de danza contemporánea, como la de la Escuela Graham, que tiene una secuencia muy codificada de pasos y que quizás por eso fue aceptada rápidamente por la comunidad artística. La danza-teatro es una danza donde el punto de partida es una situación dramática creada a partir de un argumento y donde la diferencia con el teatro es que la resolución se hace con movimiento.
–Pero habrá expresiones mixtas.
–Y eso es lo que más me interesa. Yo suelo trabajar con actores, con músicos callejeros y acróbatas. Si bien el ballet clásico es el de repertorio que hace Giselle o El lago de los cisnes, el del IUNA puede convocar a un coreógrafo de extracción clásica para que haga una obra con código de ballet. Para mí, esa obra no es clásica, es contemporánea desde el momento en que es producida en el siglo XXI. William Forsythe, un profesional que trabaja con vocabulario clásico, es el coreógrafo contemporáneo más avanzado que existe en este momento. Rodolfo Lastra, que viene del clásico, está trabajando en una obra sobre María Antonieta, donde utiliza trajes de época. No forma parte de este espectáculo, pero me hubiera gustado pensar en los bailarines profiriendo frases a veces a los gritos o achicando el volumen de la voz para cantar el Himno Nacional y que de eso se pasara a ver una obra con los bailarines vestidos como en la corte de Francia.
–¿Cuál es el público de danza ahora? ¿Quién va a ver Giselle y quién va a ver Ninguna imagen?
–Me parece que en este momento la danza en general, por así decirlo, está perdiendo pie. En Francia tiene la misma importancia que la música y recibe casi el mismo presupuesto. Cuando uno allí dice: “Soy coreógrafo”, se considera una labor prestigiosa. Aquí no está descalificada, pero no es lo mismo que ser director de orquesta o compositor. Quizás porque los músicos estudian composición musical desde hace cientos de años; en cambio, composición coreográfica se estudia recién en el siglo XX. Hay menos formación académica. El coreógrafo aprende de lo que le enseñó su maestro. Más allá de esta cuestión, la danza ha perdido público.
–¿Y a dónde se fue ese público?
–Abel Gilbert dice que la danza contemporánea tiene problemas de lenguaje. Existe una gran dificultad para que se comunique con el público. Después están los problemas de subsidio, que obviamente ahondan el conflicto.
–Sin embargo, en los ‘60, la danza formaba parte de la cultura. Quien sólo miraba la tele, conocía por lo menos a María Fux o a Iris Scacheri.
–Es cierto, alguna vez la danza estuvo más presente en la cultura. Por un lado está el ballet clásico como una tradición que se mantiene y con un público fiel. La tradición siempre tiene un público: a cualquiera le interesa ver alguna vez en su vida El lago de los cisnes o Giselle o Cascanueces. Otra de las razones para la pérdida de público en la danza podría ser ésta: en un tiempo, el público iba a ver un espectáculo de vanguardia y podía sentirse escandalizado, chocado, disgustado, o bien pensar que el arte estaba avanzando por ahí. ¿Ahora qué podría escandalizar? Isadora Duncan, la primera bailarina que danzó descalza, revolucionó algo, pero ahora eso está instalado.
–Ko-Lho parece una experiencia muy distinta de la de Varieté.
–Cuando empecé a trabajar como coreógrafa, cuidaba mucho un movimiento, cómo avanzaba un bailarín, cómo funcionaba el espacio, la dinámica, la calidad y no sé qué. Varieté fue ejemplo de lo contrario. El acento estuvo en la puesta en escena, por más que cada número estuviera muy prolijito.
–¿Qué metió en el Colón cuando hizo Varieté?
–La partitura de Mauricio Kagel decía que el régisseur podía hacer lo que quería, con la condición de que utilizara artistas de varieté. Entonces empecé una larguísima búsqueda por todo Buenos Aires. Por ejemplo, llamé a la Federación de Patín. Me vincularon con alguien con el que fuimos a Lanús para hacer una audición a patinadores (necesitaba 23). Y tuve que aprenderme todos los pasos, como la paloma o la paloma invertida. Esos patinadores eran como una horda que pasaba y se robaba todo lo que veía a su paso, entre otras cosas los trajes del teatro. Se probaban los tutús, o se vestían con el traje del torero de Carmen. Al final encontraban una caja enorme de escenografía que había hecho Emilio Basaldúa, una especie de bombonera gigante de la que sacaban a una bailarina blanca. Entonces había un pas de deux entre un patinador y la bailarina. También había tres chicos, a quienes descubrí haciendo un show de breakdance en una plaza. Y unas nenitas que hacían gimnasia artística y a las que les hice poner un guardapolvos blanco. Se suponía que entraban al Colón en medio de una visita guiada, se entusiasmaban con el escenario y se subían a él. En un momento caía una tela roja por unos de los agujeros de la araña de la sala principal del Colón, y se descolgaba Lucas Martelli y hacía su número de aire.
–¿Y qué hizo con sus bailarinas de música contemporánea?
–Estaban las chicas de mi compañía, Espacio Contemporáneo, a las que les había dicho: “Chicas, ¿qué hago? Kagel pide artistas de varieté”. Y entonces se me ocurrió hacerles bailar con un hula hula. Ellas hipnotizaron con sus movimientos al valletto, que era el representante de la tradición de la sala y no quería que toda esa gente invadiera el teatro. Al final, una bailarina termina metiéndose en una pecera gigantesca y haciendo un número de agua. Y el valletto, que era Martín Pavlovsky, también.
–¿Hizo un número como Esther Williams?
–No. Metió la cabeza en la pecera y cayó el telón.
–En su obra anterior Sul cominciare, sul finire se basó en textos de Calvino.
–Sí, en Seis propuestas para el próximo milenio, y que Calvino hace para la literatura. Son “levedad”, “rapidez”, “exactitud”, “visibilidad”, “consistencia” y “multiplicidad”. Cuando le llegó el turno a “exactitud”, me pregunté: “¿Qué es la exactitud para alguien que está haciendo ballet y no un tratado de filosofía? Guillermo Tell”. Entonces pregunté si había en Buenos Aires un lanzador de cuchillos. Lo encontré. Sólo que lanzabahachas. Y que, en los números de cuchillo, la chica suele estar contra la pared y quieta. Acá el lanzador de hachas y la chica hacían su número bailando. Se suponía que ella lo quería seducir, y él la atacaba. Ella se sacaba la chalina roja y él se la clavaba contra la pared.
–¿Varieté fue un hito o simplemente lo más complejo de organizar?
–Yo recuerdo como hito El cuarteto para el fin del tiempo, de Messiaen, que hice en el Teatro San Martín. Era una obra que se había escrito en un campo de concentración. La pensé como en el Medioevo, donde no había perspectiva. Entonces, en la coreografía, lo que estaba atrás se representaba arriba. Se bailaba a una altura de ocho metros. Era una coreografía hecha a la vertical.
–Usted suele decir que se puede hacer todo...
–Bueno, es un deseo. Ahora estoy haciendo la coreografía de una ópera barroca, Dido y Eneas, pero no me voy a privar de colgar a unos acróbatas, vestidos de marinero. Con mi grupo, Espacio Contemporáneo, estoy preparando La gran fuga de Beethoven. La hago primero tocada con un piano a cuatro manos y después con la Orquesta Mayo, que la va a hacer en cuerdas. Haydeé Schvartz empieza tocando con un señor que de pronto se va con los bailarines y no vuelve nunca más. Aparece un segundo pianista que se exaspera con esa música, que es un infierno, y también se va. Al final, la misma pianista se va sin terminar la obra. Hay un entreacto abierto al público. Vuela el piano. Se empiezan a acomodar las sillas. En la segunda parte se escuchan diálogos de mujeres que hablan sobre hombres.
–¿Qué le permite tanta amplitud de registros?
–Bueno, eso corre por cuenta suya. Creo que el hecho de haber estudiado con Ana Itelman, que le daba tanta importancia a la técnica como a la interpretación y a la coreografía, fue importante. También lo fue que, para mí, la música es el material más importante de la danza. Claro que Varieté ya era algo así como teatro musical. Sin embargo, tengo una marca muy fuerte de Scelsi que indica cierta austeridad. El estaba fuera de todo lo que podía ser una polifonía. Tenía una relación muy particular con el sonido y utilizaba una imagen de la Biblia: una música fuerte puede derrumbar los muros de Jericó. A veces pensaba que en la música contemporánea, por más potencia que tuviera, por más instrumentos que hubiera, no alcanzaba la potencia sonora como para derribar las murallas de Jericó. El pensaba: ¿para qué hacían falta tantas líneas distintas en la música cuando basta con una sola, purísima?

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