BALLET
El 16 y el 17 de agosto, en
el Centro Cultural Ricardo Rojas, el ballet del IUNA (Instituto Universitario
Nacional del Arte) realizará un espectáculo integrado por tres obras.
La directora de la compañía, Diana Theocharidis,
es una coreógrafa que acostumbra trabajar con elementos heterogéneos.
Por ejemplo, para la obra Varieté, con música de Mauricio Kagel,
metió en el Teatro Colón 23 patinadores, un acróbata que
se descolgaba de la araña y una bailarina acuática.
› Por María Moreno
Sí, sí, lo
importante es que un bailarín tenga algo para decir, que tenga técnica
y sea expresivo, pero tanto como gordo... Que esté en su peso y sea flaco.”
Diana Theocharidis es una coreógrafa que se ríe del único
prejuicio que conserva como gente de ballet. En calidad de directora del ballet
del IUNA (Instituto Universitario Nacional del Arte), llevará al Centro
Cultural Ricardo Rojas una serie de tres propuestas. La primera se llama Ninguna
imagen y consiste en variaciones del Himno Nacional Argentino en un versión
de los músicos Silvia Ronconi y Marcos Fernández. El texto, la
concepción visual y la dirección general es de la directora teatral
Mónica Viñao, que al principio se preguntaba qué hacer
con los bailarines hasta que Theocharidis la invitó a experimentar con
sus conocimientos de discípula de Tadashi Sukuki, que entrena voz y movimiento.
En escena, 14 bailarines profieren una suerte de Himno Nacional deconstruido,
entremezclado con lo que Viñao considera expresiones del “malestar
de nuestro tiempo como una forma de provocación y supervivencia”.
–Un bailarín no se puede quedar mudo –cuenta Theocharidis–.
Ya sea por el pedido de un coreógrafo o una necesidad expresiva, tiene
que poder decir, mientras se mueve, un texto o un par de palabras. Antes de
Ninguna imagen, nadie de los integrantes del ballet tenía la experiencia
de haber hablado en un escenario.
–Debe haber sido como para los actores el pasaje del cine mudo al parlante.
–Por suerte es un grupo donde todos misteriosamente tienen buena voz, pero
es de casualidad.
Cenando a Johanes B, que se presentará en la segunda parte del espectáculo,
tiene coreografía de Carlos Trunsky y lleva como subtítulo “Un
corazón devorado que evoca el suicidio de Wherter”. Pero la vestuarista
Marta Albertinazzi no se conformó con reproducir el chaleco amarillo
y el pantalón azul del personaje de Goethe, cuya influencia en sus tiempos
llevó a muchos jóvenes a la moda o al suicidio.
–Son trajes a la Wherter, pero no amarillo y azul. Y ellas, las mujeres
que asedian al joven, están con vestidos transparentes que les da el
aspecto de apariciones. El Himno de Ninguna Imagen se baila con unos tutús
románticos, pero con pedazos de la bandera argentina. Ese vestuario es
de Luciana Gutman. Todos están descalzos –describe Theocharidis.
–La coreografía de la segunda obra es suya.
–Y es uno de mis trabajos más antiguos, aunque sea del siglo XX.
La compuso Giacinto Scelsi y se llama Ko-Lho . Hay un solo y un dúo.
Scelsi era muy puntilloso con respecto al sonido, y él había tenido
una crisis existencial muy fuerte y se había quedado durante un año
escuchando uno sólo. Y casi todas sus obras están construidas
así. En Cuatro piezas para orquesta, una es sobre un la, otra sobre un
do. Ko-Lho I está hecha sobre un mi que gira sobre sí mismo. Ko-Lho
II, sobre dossonidos que están tan cerquita que se van mudando del uno
al otro por cuartos de tono.
Hacer
puntas en la Facu
Diana Theocharidis es una mujer menuda –ella no se permitiría otra
cosa– que a pesar de su sonoro apellido griego puede adoptar el aspecto
de una frágil japonesa que se ha hecho la permanente. Varias veces premiada
–por Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias, el Fondo Nacional de las
Artes, la Fundación Antorchas y la Fundación Amigos del Instituto
Nacional de Danza María Ruanova–, extiende tanto los límites
de lo que se considera danza contemporánea que termina por aceptar que
a menudo lo que realiza es “teatro musical”. Pero ella no deja que
su estética personal segmente su tarea como directora del ballet del
IUNA.
–Dado que la compañía está dentro de un marco universitario,
el criterio de cómo se convoca a los coreógrafos debía
ser aquel en el que estén representadas las distintas tendencias. La
danza clásica, la danza contemporánea con elementos clásicos,
la experimental y la danza-teatro.
–Para alguien que vio La muerte del cisne sólo interpretada por
Jorge Luz o Niní Marshall, ¿podría definir cada una de
esas tendencias?
–En el ballet clásico, el eje es siempre estable y hay que ir contra
la fuerza de gravedad para elevarse sobre las puntas. En la danza contemporánea,
el centro de gravedad no es estable, uno está siempre fuera de él
y muchas veces el peso se trabaja hacia abajo. Se tiene que ir incluso al piso
y trabajar a favor de la ley de gravedad. El ballet clásico tiene un
vocabulario. En la danza contemporánea, el movimiento no se ve tanto
en términos de vocabulario sino que hay otros parámetros como
espacio, tiempo y energía. Los pasos se van trabajando según esos
parámetros y no tienen nombre salvo en las primeras experiencias de danza
contemporánea, como la de la Escuela Graham, que tiene una secuencia
muy codificada de pasos y que quizás por eso fue aceptada rápidamente
por la comunidad artística. La danza-teatro es una danza donde el punto
de partida es una situación dramática creada a partir de un argumento
y donde la diferencia con el teatro es que la resolución se hace con
movimiento.
–Pero habrá expresiones mixtas.
–Y eso es lo que más me interesa. Yo suelo trabajar con actores,
con músicos callejeros y acróbatas. Si bien el ballet clásico
es el de repertorio que hace Giselle o El lago de los cisnes, el del IUNA puede
convocar a un coreógrafo de extracción clásica para que
haga una obra con código de ballet. Para mí, esa obra no es clásica,
es contemporánea desde el momento en que es producida en el siglo XXI.
William Forsythe, un profesional que trabaja con vocabulario clásico,
es el coreógrafo contemporáneo más avanzado que existe
en este momento. Rodolfo Lastra, que viene del clásico, está trabajando
en una obra sobre María Antonieta, donde utiliza trajes de época.
No forma parte de este espectáculo, pero me hubiera gustado pensar en
los bailarines profiriendo frases a veces a los gritos o achicando el volumen
de la voz para cantar el Himno Nacional y que de eso se pasara a ver una obra
con los bailarines vestidos como en la corte de Francia.
–¿Cuál es el público de danza ahora? ¿Quién
va a ver Giselle y quién va a ver Ninguna imagen?
–Me parece que en este momento la danza en general, por así decirlo,
está perdiendo pie. En Francia tiene la misma importancia que la música
y recibe casi el mismo presupuesto. Cuando uno allí dice: “Soy coreógrafo”,
se considera una labor prestigiosa. Aquí no está descalificada,
pero no es lo mismo que ser director de orquesta o compositor. Quizás
porque los músicos estudian composición musical desde hace cientos
de años; en cambio, composición coreográfica se estudia
recién en el siglo XX. Hay menos formación académica. El
coreógrafo aprende de lo que le enseñó su maestro. Más
allá de esta cuestión, la danza ha perdido público.
–¿Y a dónde se fue ese público?
–Abel Gilbert dice que la danza contemporánea tiene problemas de
lenguaje. Existe una gran dificultad para que se comunique con el público.
Después están los problemas de subsidio, que obviamente ahondan
el conflicto.
–Sin embargo, en los ‘60, la danza formaba parte de la cultura. Quien
sólo miraba la tele, conocía por lo menos a María Fux o
a Iris Scacheri.
–Es cierto, alguna vez la danza estuvo más presente en la cultura.
Por un lado está el ballet clásico como una tradición que
se mantiene y con un público fiel. La tradición siempre tiene
un público: a cualquiera le interesa ver alguna vez en su vida El lago
de los cisnes o Giselle o Cascanueces. Otra de las razones para la pérdida
de público en la danza podría ser ésta: en un tiempo, el
público iba a ver un espectáculo de vanguardia y podía
sentirse escandalizado, chocado, disgustado, o bien pensar que el arte estaba
avanzando por ahí. ¿Ahora qué podría escandalizar?
Isadora Duncan, la primera bailarina que danzó descalza, revolucionó
algo, pero ahora eso está instalado.
–Ko-Lho parece una experiencia muy distinta de la de Varieté.
–Cuando empecé a trabajar como coreógrafa, cuidaba mucho
un movimiento, cómo avanzaba un bailarín, cómo funcionaba
el espacio, la dinámica, la calidad y no sé qué. Varieté
fue ejemplo de lo contrario. El acento estuvo en la puesta en escena, por más
que cada número estuviera muy prolijito.
–¿Qué metió en el Colón cuando hizo Varieté?
–La partitura de Mauricio Kagel decía que el régisseur podía
hacer lo que quería, con la condición de que utilizara artistas
de varieté. Entonces empecé una larguísima búsqueda
por todo Buenos Aires. Por ejemplo, llamé a la Federación de Patín.
Me vincularon con alguien con el que fuimos a Lanús para hacer una audición
a patinadores (necesitaba 23). Y tuve que aprenderme todos los pasos, como la
paloma o la paloma invertida. Esos patinadores eran como una horda que pasaba
y se robaba todo lo que veía a su paso, entre otras cosas los trajes
del teatro. Se probaban los tutús, o se vestían con el traje del
torero de Carmen. Al final encontraban una caja enorme de escenografía
que había hecho Emilio Basaldúa, una especie de bombonera gigante
de la que sacaban a una bailarina blanca. Entonces había un pas de deux
entre un patinador y la bailarina. También había tres chicos,
a quienes descubrí haciendo un show de breakdance en una plaza. Y unas
nenitas que hacían gimnasia artística y a las que les hice poner
un guardapolvos blanco. Se suponía que entraban al Colón en medio
de una visita guiada, se entusiasmaban con el escenario y se subían a
él. En un momento caía una tela roja por unos de los agujeros
de la araña de la sala principal del Colón, y se descolgaba Lucas
Martelli y hacía su número de aire.
–¿Y qué hizo con sus bailarinas de música contemporánea?
–Estaban las chicas de mi compañía, Espacio Contemporáneo,
a las que les había dicho: “Chicas, ¿qué hago? Kagel
pide artistas de varieté”. Y entonces se me ocurrió hacerles
bailar con un hula hula. Ellas hipnotizaron con sus movimientos al valletto,
que era el representante de la tradición de la sala y no quería
que toda esa gente invadiera el teatro. Al final, una bailarina termina metiéndose
en una pecera gigantesca y haciendo un número de agua. Y el valletto,
que era Martín Pavlovsky, también.
–¿Hizo un número como Esther Williams?
–No. Metió la cabeza en la pecera y cayó el telón.
–En su obra anterior Sul cominciare, sul finire se basó en textos
de Calvino.
–Sí, en Seis propuestas para el próximo milenio, y que Calvino
hace para la literatura. Son “levedad”, “rapidez”, “exactitud”,
“visibilidad”, “consistencia” y “multiplicidad”.
Cuando le llegó el turno a “exactitud”, me pregunté:
“¿Qué es la exactitud para alguien que está haciendo
ballet y no un tratado de filosofía? Guillermo Tell”. Entonces pregunté
si había en Buenos Aires un lanzador de cuchillos. Lo encontré.
Sólo que lanzabahachas. Y que, en los números de cuchillo, la
chica suele estar contra la pared y quieta. Acá el lanzador de hachas
y la chica hacían su número bailando. Se suponía que ella
lo quería seducir, y él la atacaba. Ella se sacaba la chalina
roja y él se la clavaba contra la pared.
–¿Varieté fue un hito o simplemente lo más complejo
de organizar?
–Yo recuerdo como hito El cuarteto para el fin del tiempo, de Messiaen,
que hice en el Teatro San Martín. Era una obra que se había escrito
en un campo de concentración. La pensé como en el Medioevo, donde
no había perspectiva. Entonces, en la coreografía, lo que estaba
atrás se representaba arriba. Se bailaba a una altura de ocho metros.
Era una coreografía hecha a la vertical.
–Usted suele decir que se puede hacer todo...
–Bueno, es un deseo. Ahora estoy haciendo la coreografía de una
ópera barroca, Dido y Eneas, pero no me voy a privar de colgar a unos
acróbatas, vestidos de marinero. Con mi grupo, Espacio Contemporáneo,
estoy preparando La gran fuga de Beethoven. La hago primero tocada con un piano
a cuatro manos y después con la Orquesta Mayo, que la va a hacer en cuerdas.
Haydeé Schvartz empieza tocando con un señor que de pronto se
va con los bailarines y no vuelve nunca más. Aparece un segundo pianista
que se exaspera con esa música, que es un infierno, y también
se va. Al final, la misma pianista se va sin terminar la obra. Hay un entreacto
abierto al público. Vuela el piano. Se empiezan a acomodar las sillas.
En la segunda parte se escuchan diálogos de mujeres que hablan sobre
hombres.
–¿Qué le permite tanta amplitud de registros?
–Bueno, eso corre por cuenta suya. Creo que el hecho de haber estudiado
con Ana Itelman, que le daba tanta importancia a la técnica como a la
interpretación y a la coreografía, fue importante. También
lo fue que, para mí, la música es el material más importante
de la danza. Claro que Varieté ya era algo así como teatro musical.
Sin embargo, tengo una marca muy fuerte de Scelsi que indica cierta austeridad.
El estaba fuera de todo lo que podía ser una polifonía. Tenía
una relación muy particular con el sonido y utilizaba una imagen de la
Biblia: una música fuerte puede derrumbar los muros de Jericó.
A veces pensaba que en la música contemporánea, por más
potencia que tuviera, por más instrumentos que hubiera, no alcanzaba
la potencia sonora como para derribar las murallas de Jericó. El pensaba:
¿para qué hacían falta tantas líneas distintas en
la música cuando basta con una sola, purísima?
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