VIOLENCIA DE GENERO > TRATA
La historia de Romina Gamarra ya ha sido contada. Ya se dijo que fue secuestrada, que escapó de una red de trata –una red de proxenetas que explota sexualmente a mujeres–, que denunció a sus captores y que más tarde tuvo que desdecirse porque no soportó las amenazas. Aun así, todavía faltan palabras que necesitan decirse, que exigen ser escuchadas.
› Por Marta Dillon
Hay experiencias que no se pueden narrar sin tomar distancia de las cicatrices que dejaron en el cuerpo. O de la herida que reclama su presente continuo: esto no pasó, esto pasa, esto me abre los ojos en plena noche y el latido en el pecho huele a miedo. Y sin embargo así, con el despojo que sufren las palabras expropiadas de su rastro de sangre, pareciera que no es posible decir lo que hay que decir, lo que se necesita escuchar, lo que es necesario transmitir. Hay que ponerse en el lugar. Hay que poder ver el tapizado del auto en el que una mujer es metida a la fuerza. Una mujer no, una nena de 18 que iba a escuela privada y quería estudiar porque su padre nunca aprendió a leer y escribir. Una nena alta y de sonrisa ancha como una tajada de melón, buena merca para los captores. Buena merca, habrán dicho, porque no se conformaron con un no como respuesta a su oferta de trabajo. Trabajo, ja. Romina Gamarra no creía en fantasías de colores, no creía en eso de servir copas, ni siquiera de los cientos de dólares por día. Por eso había dicho que no y por eso la subieron a la fuerza, la mano masculina apoyada en el cuello, la cara contra el tapizado, mojándose, oliendo a humedad, a sudor y a miedo. Hay que escuchar la orden de no llorar. No llorar ni gritar, la boca bien cerrada, pendeja de mierda, porque si no vamos a reventar a tu hermano y a toda tu familia, puta. Porque a los que roban mujeres como se roba ganado les encanta llamar puta a su mercadería. Para eso las quieren, para putas y es mejor que lo vayan aprendiendo desde temprano. No sabe dónde va. No sabe qué le va a pasar pero no es difícil de pensar. ¿O sí? ¿Es posible pensar que de un momento a otro se habrá perdido el nombre, mejor perderlo porque tenerlo es recordar la calle, la cama propia, la comida en casa, el tiempo que se va en la esquina, los chismes con las amigas? ¿Es posible imaginar, para la misma chica de sonrisa melón, que su cuerpo será un lugar de paso y desove, que soportará la embestida y todavía peor el toqueteo, la inspección, la palabra en el oído que halaga o insulta, qué importa si es para otra, es para la que abre las piernas porque así se sobrevive, deseando que las horas pasen, que éste se vaya aunque después venga otro, y otro, y otro? ¿Cómo se cuenta esta historia? ¿Cómo se cuentan los días cuando los días no empiezan o terminan más que con un ruido de llaves, el retiro del dinero, la orden de lavarse, la amenaza siempre lista para que todo siga como debe ser y debe ser es así, boca cerrada, piernas abiertas? Tal vez pueda contarse por la grieta que se abre cuando dos mujeres en las mismas condiciones hablan, cuando se confiesan el nombre verdadero, la edad, la procedencia. Romina habló de al menos cinco chicas, todas de Santa Fe, todas menores, alguna, incluso, podría tener menos de 15. Nadie preguntó por ellas. Tal vez sus pedidos de paradero duermen como durmió el de Romina en algún juzgado donde se presupone que las chicas se van de la casa, se pelean con sus padres o madres si los tienen, se enamoran y se emparejan. Más cuando son tan marginales. Marginales, dicen, no marginadas como se debería decir. Porque lo cierto es eso, hay quién las hace a un lado y piensa ‘estas chicas son descartables, si no se embarazan se hacen putas’. Hay quien las hace a un lado cuando debería protegerlas y de ese lado está el corral donde se van a cazar presas fáciles para el mercado de carne; total, ya las hicieron a un lado. Entre ellas saben otras tantas cosas, saben lo que han soñado, guardan en algún pliegue de la piel su nombre y apellido, saben del asco, la arcada, el saque para resistir, fingir para que se vaya, decir sí para que no duela, no pegue, no delate. Saben que a pesar de todo siempre es posible hacer planes para huir, sobre todo si se cuenta con una sonrisa melón, un sueño concreto que casi se arañaba y la certeza de que es posible contar con alguien más. Si no no es posible llamar a papá y decirle, vení a buscarme, no le digas a nadie, vení por favor y esperame que en algún momento voy a salir. Y que papá viaje y espere. Que llegue sin saber leer carteles y que no dude.
Todo esto ha sido contado. ¿Ha sido contado? ¿Es posible contarlo y que al leerlo o escucharlo el cuerpo sienta la herida como una súbita debilidad, la bronca como un latido, la impotencia como el olor de esos cuartos con rejas en donde se come se duerme se coge?
Es curioso, Romina se escapó de su cautiverio de explotación sexual casi al mismo tiempo en que desaparecía Jorge Julio López, el albañil que testificó contra Miguel Etchecolatz y del que se sabe nada. A Julio lo ajusticiaron por hablar cuando Romina y su amiga María Cristina empezaban a decir. Sesenta días después, las chicas, amenazadas, desprotegidas, solas, se callaron. Lo que dijimos no lo dijimos, insistieron y nadie repreguntó. Sesenta días después, no hay nada que decir de Julio López. Un abismo separa estos casos y sin embargo, la impunidad los acerca. La trama de la impunidad se rompe y se reconstruye, igual que le crecen las patas a las arañas cuando se las arrancan. Las redes de trata se perforan pero vuelven a tejerse. ¿Porque no se puede contar esta historia o porque no se puede escucharla? Mientras no haya respuesta, habrá que seguir contando, hasta que algún sonido, alguna sensación, perfore la indiferencia y entonces ya no se pueda tolerar la falta de palabras para escribir otra historia.
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