PERSONAJES
Geisha chilena
Anita Alvarado
fue durante varios años prostituta en Tokio. Se casó con un millonario
que fue preso por estafa, pero no sin ante dejarle unos cuantos millones. Ella
volvió a Santiago, y se construyó una réplica de la casa
de Scarlett O’Hara. Hoy es un personaje bizarro y muy conocido.
Por Rafael Gumucio
Le dicen la geisha chilena. Pero Anita Alvarado es todo lo contrario de las ancestrales cortesanas dispuestas a todo para complacer a sus hombres. Anita no tiene pudor a la hora de hablar de su intensa e internacional vida sexual –todos sus hijos tienen padres de distintas nacionalidades–, ni de su breve y rentable matrimonio con Yugi Childa, el mayor estafador de la historia de Japón, el funcionario público que desfalcó en más de once millones de dólares a su país y dejó a Anita rezando en el jacuzzi de su casa: una réplica exacta de Tara, el refugio de Scarlett O `Hara en Lo que el viento se llevó.
Una copetinera y un estafador. Son los elementos ideales para cualquier novela negra que no puede más que terminar con sangre, cárcel y tragedia. Pero aquí, milagrosamente, la historia termina bien, al menos para la que parecía la más débil de los dos, Anita Alvarado. Chilena, antes azafata del bar El Angel y prostituta de medio tiempo. hoy millonaria, dueña de un restaurante-discoteca y de una clínica privada. “Yo debí haber nacido hombre, no le tengo miedo a nada”, se describe a sí misma Anita, ropa ceñida, labios gruesos, senos operados y esa mezcla explosiva de inocencia y olfato infalible que suelen tener las chicas que han perdido la virginidad demasiadas veces.
Anita se crió en la pobreza, en medio de una familia evangélica pentecostal. En su casa no había plata para regalos de Navidad. “Cuando íbamos al colegio, la que se levantaba primero se ponía los zapatos nuevos. Las otras iban con los zapatos rotos.” A Anita nunca le gustó ir al colegio. Lo abandonó a los 16 años, al tiempo que quedaba embarazada por primera vez. Anita era una chica linda en un barrio feo y ya tenía en la cabeza un destino a su medida: “Yo, desde los cinco años vengo diciendo que me iba a casar con un viejo rico, que iba a tener tremenda casa y ocho hijos de todos los colores”. Cada uno de esos sueños desmesurados se cumplió. Ya tiene la casa grande, el marido rico está preso y tiene cuatro de los ocho hijos. Abraham, el menor, de dos años, es mulato; Angie, que cumplirá 12 años, de padre boliviano, es castaña; Felipe, el segundo, es el único chileno. La recién nacida Séfora es mulata y Anita no quiere revelar el nombre del padre. Pero de una cosa está segura, no es de su marido Yugi Childa, el hombre que le regaló cinco millones de dólares (nueve según los fiscales japoneses) a cambio de poner un anillo en su dedo.
En retribución, y como único gesto de amor, Anita construyó en un descampado polvoriento a las afueras de Santiago la casa estilo Tara, sólo para taparle la boca a Yugi. “Siempre me había apocado y decía que los chilenos éramos unos flojos y que por eso teníamos un país tan pobre. Yo, con rabia, me quedaba callada, porque lo que me daba me convenía. El decía que se iba a venir a vivir a Chile. Pienso que creía que yo tenía el dinero guardado, y cuando vio que había una gran parte gastada en la casa, se quedó callado un buen rato. Me dijo: `¿Qué piensa, vivir aquí con un regimiento?` No, pero es la casa de mis sueños. Yo pensé que usted iba a sentirse orgulloso de mí.” Hoy del matrimonio sólo queda la casa; cinco habitaciones y cuatro baños en el primer piso, que es una réplica del lobby del hotel Hyatt de Santiago. Su dormitorio, con baño, vestidor y terraza, está decorado sólo con pinturas de hombres y mujeres desnudos. “Los pongo para que los vean mis hijos y no me salgan maricones. No tengo idea de quiénes son los autores de las pinturas, por ahí está escrito el nombre.”
Childa está preso. Anita no quiere ir a visitarlo a la prisión en la que acaba de confesar su crimen: haber gastado los ahorros de millones de japoneses en mujeres, en las más caras y apreciadas: las sudamericanas.
Yugi Childa era un hombre de apariencia anodina. Un funcionario joven y prometedor, pero frenaba su ascenso que no tuviera esposa e hijos. Pasaba la mayor parte del tiempo en el bar El Angel. Allí admiraba a las recién llegadas, colombianas, chilenas, ecuatorianas y filipinas que servían copas, le hablaban y permitían a veces que les acariciara los senos por unos cuantos dólares más. Ahí servía Anita. No era su primer trabajo en Japón, pero esperaba que fuera el último. “Yo he trabajado antes en lugares un poco menos santos, haciendo pornografía en vivo con otras latinas y latinos. Te digo que es fuerte, pero se supera.”
Para una latinoamericana siempre hay trabajo en Japón. Es cosa de llegar y unirse a cualquier grupo de chicas que esperan, fumando y hablando en castellano, a que las recojan para hundirlas en los laberintos de Tokio, Osaka y Kioto. Las sudamericanas, con dos o tres palabras de japonés en el cuerpo, manejaban a la perfección a los tímidos hombres locales. “En la cama los japoneses son como conejos”, confiesa Anita. Podía acumular varios amantes a la vez. “Les gusta que seamos caprichosas, orgullosas y peleadoras. Ellos no están acostumbrados al escándalo y eso los vuelve locos. Yo tenía una compañera que tenía un novio japonés, que andaba baboso por su trasero. Ella le pidió un abrigo de piel largo, y como él le trajo uno corto, se lo tiró por la ventana. Al día siguiente el japonés le trajo el que ella quería.”