Vie 23.08.2002
las12

SOCIEDAD

El cliente, kaput

› Por Sandra Russo

Patricia atiende el teléfono llorando y al mismo tiempo se ríe, dice que se siente ridícula porque sabe que, comparada con otras injusticias, ésta que la hace explotar es una ridiculez, pero llora porque está exhausta de apilar reclamos y de hablar con operadoras que terminan dándole pena pero, sigue diciendo, esa pena es tramposa, otra trampa del sistema, la pena hacia las operadoras que lidian con los clientes bloquea el reclamo, como la pena que los ahorristas sienten por los empleados bancarios. Ellos, las operadoras y los empleados bancarios, no tienen la culpa ni tienen poder de decisión, de modo que es inútil encenderse de ira frente a ellos, pero ellos son la única cara que uno ve, y la de las operadoras es la única voz que uno escucha. “Me atendió una chaqueña que me empezó a contar la miseria que hay en el Chaco, ¿te das cuenta? Terminé consolándola yo”, ahora se ríe.
Desde hace seis meses, a Patricia no le llega la factura telefónica a su casa. Tras una interrupción del servicio y un par de meses de pago con intereses por mora, advirtió que solamente podía evitar quedarse sin teléfono palpitando la fecha de vencimiento y presentándose en la sucursal más cercana. Pero el asunto era un engorro, y Patricia se lanzó a la aventura de reclamar que la factura le llegue a su domicilio. El reclamo va teniendo un curso difícil. La empresa telefónica, como muchísimas empresas en los últimos meses, desmanteló su servicio de Atención al Cliente.
Lo escribían así, con mayúsculas: Atención al Cliente. Una pieza arqueológica. Podría aparecer de pronto el arqueólogo Tato Bores hablando de una época en la que las empresas argentinas les doraban la píldora a los clientes, haciéndolos sentir importantes, prioridad uno, casi casi como carpinteros o gasistas norteamericanos. Ese esplendor costó caro. Y duró apenas el tiempo que pudo ser abonado.
Patricia llora, dice, porque ya hace rato que presentó su reclamo ante la Comisión Nacional de Comunicaciones, tiene doce reclamos apilados uno sobre el otro, y en ellos consta la respuesta de la empresa telefónica: el inconveniente ya fue subsanado. “¿Subsanaron qué? Si la factura no me llega”, dice Patricia. Está por mandar otro reclamo. “Saben que me voy a cansar”, dice, y se ríe porque el vértigo apocalíptico cotidiano ya mañana hará que su problema sea más una ridiculez que un problema. “¿Yo no era una ciudadana?”, se queja. ¿Lo era?
Durante estos últimos años, hubo más mensajes para el cliente que para el ciudadano. No fue el ciudadano el sujeto al que se dirigieron las empresas privatizadas o los grandes grupos que llegaron uno a uno durante el uno a uno. No tenían por qué: el ciudadano no les interesaba, no había sido el ciudadano el que les había conferido el espacio de privilegios que ocuparon sino el no-ciudadano, esa abstracción que callaba mientras el Estado liliputiense abría y cerraba pliegos, y privatizaba hasta las plazas.
Ahora que la función terminó y que en los locales de comida chatarra hay que dar la batalla para que a uno le entreguen el sachet de mayonesa o que las empresas de TV por cable aumentan la tarifa y ni se toman la molestia de avisar, el cliente ya no tiene siempre la razón: cliente se escribe con minúscula, el cliente jode. Hay que darse por satisfecho si uno llega a la instancia de joder a un operador: los menúes de opciones electrónicas (para transferencias marque 1, por problemas con el control remoto marque 2, por inconvenientes con la facturación marque 3) han reemplazado aquellas voces amables que antes terminaban diciendo: “¿Puedo ayudarlo en algo más?”. Los clientes argentinos, a precio internacional, ahora sonpoca cosa, un estorbo, por diez o quince dólares mensuales parece que pretenden ser tratados como clientes de primera.

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