Vie 19.01.2007
las12

ARTE

La emoción del cuerpo

La escultora Elba Bairon es esa artista que escapa a poner títulos a su obra porque no es tranquilizar ni guiar al espectador lo que busca, sino más bien todo lo contrario. “Jugar a las despistas”, sugiere, bien puede ser el camino para que la experiencia plástica se convierta en un desafío de los sentidos.

› Por Soledad Vallejos

Todo esto comenzó con un dibujo, una acuarela para hablar con propiedad, hace ya dos, tres años. En la acuarela había un paisaje. “Eran dos bebés y un chanchito, nada más”, dice Elba Bairon cuando el sol convierte el patio de su amplio, maravilloso, taller de techos por el cielo y ventanas al barrio en un remanso difícil de conciliar con la instalación que montó en la galería El Borde. Desde la idea que fue acuarela, hasta ahora, pasaron meses, días, muchos, de dejar correr esa intuición que le atraviesa el cuerpo y se le filtra en los sueños, de dejarse conmover por la idea y lo que de esa idea puede volverse carne de yeso, de pasta de papel, de la presencia que nace tras horas incontables lija en mano, de pasión, obsesión por llegar a un objeto. Elba, a lo largo de su carrera, fue dejándose llevar por distintas formas de la obra, y sin embargo tras conocer a fondo la corporeidad técnica del grabado y despuntar, de tanto en tanto, las peripecias del dibujo, se entregó con todo el cuerpo a la escultura: lo suyo, aquí, ahora, y hace ya años, es el afán por el objeto.

Pero no por un objeto cualquiera, sino a uno –a varios– lo suficientemente poderosos como para desatar una inquietud, un momento de desconcierto, quizá de desazón: en todo caso, se trata de lograr el nacimiento de una escultura capaz de tensar un punto invisible en ese espacio, en ese aire, que comparte con quien la observa. Frente a frente con ese paisaje de bebés sobredimensionados con chanchito que sería tierno si no fuera lo que se ve, rodeados de un universo de pequeñas piezas asimétricas que tal vez sean piedras, quién sabe, tal vez otras presencias inaudibles, frente a frente con esa instalación, es posible pensar que el tiempo se ha detenido y se muestra en todo su esplendoroso espesor. Las superficies, de tan minuciosas, de tan impecables, deslumbran, resultan aterradoras, hipnóticas. Un blanco purísimo apenas aliviado por un gris aquí, un trazo negro allá, los salvavidas para arribar a una experiencia estética sin riesgo son pocos, porque Bairon –por fortuna y otra vez– ha elegido el camino difícil y vuelto a poner el cuerpo para hacer de la expectación de la escultura un desafío sensorial. La muestra, como las piezas exhibidas, no tienen nombre.

–Las obras no me surgen así, no me vienen con el título. El título te va dando una referencia, y si hubiera alguno lo pondría. Pero si no, me parece que siempre voy dando como pistas, y esta vez creo que justamente jugué a las despistas más que a las pistas, ¿no?

Entre las despistas están, entonces, los bebés: uno completamente blanco, impoluto, con las sombras que dibuja la luz sobre su cabeza como todo rasgo; otro, de mirada negra y gesto levemente humano; ambos de tamaños imposibles. Son cuerpos humanos pero monstruosos en su desmesura, en su estatismo y en su estar allí, compartiendo el piso de un mismo montaje pero negando, con su indiferencia, la presencia, la existencia del otro a su lado. Entre ellos, un mundo: las pequeñas piezas que no iban a estar, que nunca estuvieron en la acuarela original pero que un buen día, a sólo dos semanas de inaugurar la muestra, se ganaron el lugar en un sueño.

–Era así, soñé eso que se ve. En el sueño estaban todas estas piezas: era la imagen de los dos bebés, yo pensaba mostrar uno solo, pero estaban los dos y también las piezas. Me desperté, y así, medio dormida, agarré un papel y lo dibujé.

Dice Elba que esta vez, con esta exposición, cree que hubo un cambio en ella, un “cambio de actitud”, un “dejar suceder un poco” las cosas. Que eso le gustó, que “el resultado fue este que a mí me resulta un poco raro, porque tiene una cosa de cierto desorden”. Y sin embargo si el desorden es algo fuera de control, aquí, frente a frente con el paisaje de bebés con chanchito, puede convertirse en el aire que permite desviar la vista, esquivar esas emociones que de todas maneras terminan imponiéndose como las piezas se han impuesto en el sueño de Elba, desafiar a una mirada para exigirle un compromiso y entregar, finalmente entregarse, a la experiencia de la vulnerabilidad ante el objeto.

–Creo que costó un poco recibir esta muestra. Por ahí la gente, los que miran, algunos amigos, antes recibieron de otra manera. Esta vez fue como escuchar “bueno, qué grande esa pieza”, pero creo que esas respuestas tienen que ver con algo que se toca a través de la pieza. En una muestra anterior (N. de R.: la que realizó en 2003 en la galería Luisa Pedrouzo) había trabajado una figura, una muñeca, una muñeca grande. Se recibió como una cosita muy alegre. Pero a través de una cierta suavidad, de una cosa suave, en realidad eso estaba llevado a una escala que daba una sensación más dramática. Creo que las escalas son las que me interesan como para plantear un cambio en esa cosa juguetona, de muñequito. El bebé puede ser un muñequito, pero lo llevás a esa escala y ya tenés un cuerpo, una presencia que está a una escala tuya, y quizás un poco más. Todas esas cosas son las que me parecen interesantes.

Son obras que exigen también mucho compromiso físico en la realización, son volúmenes con mucho nivel de detalle, superficies trabajadas con perfeccionismo.

–Es que estuve muy concentrada, y tuve también un encuentro hermoso con Juan Pablo García, la persona que me ayudó a preparar la muestra, fue algo muy lindo, porque sola me hubiera resultado muy difícil. El fue para mí un buen partenaire, alguien que no te interfiere en la idea pero te acompaña. No sé qué me pasó, porque esta vez, mientras trabajaba las piezas, estuve con muy pocas ganas de mostrar a amigos, de decir vení a ver qué estoy haciendo. Yo no tenía ganas de mostrar a nadie, fue tan raro. Había momentos terribles, como descuajados, y tenía ganas de estar muy concentrada.

La concentración puede venir como jornadas extensas, intensas, de acariciar una pieza para llegar a su única forma posible, una complejidad de ángulos que oscilan y cambian los caminos de la luz. O también una montaña rusa, un estar “de golpe triste, de golpe fóbica”, un abocarse tan intensamente a volver cuerpo eso que era un dibujo que “también siento una cosa muy corporal, como un trabajo que termina haciendo que yo misma, físicamente, sea yeso”. O también a llegar un día al taller y dar vuelta todo lo que venía haciendo, decir “no va así, va todo blanco, ¿todo blanco? ¡Todo blanco!”.

Al otro lado de la sala, en realidad dando la bienvenida al público, espera otro enigma sin título ni lectura orientada: un pollito semicubierto por una máscara, un repertorio de máscaras asomando desde una cajita, una máscara (esta vez de conejo) sobre el suelo, oculta su cara. Aquí sí hay colores, aunque no en todo, y también una escala quizá más tranquilizadora, porque lo que horada no es tanto la emoción sensorial como presenciar el gesto de quien se esconde –¿de qué?, ¿de quiénes?, quizá de la mirada que observa sin pudor–, de quien se cree a salvo de la apelación, de la pregunta que en definitiva es todo encuentro con la mirada del otro. En el medio, entre el escondite fallido y la exigencia del contacto con la vida alrededor, vuelve otra vez y siempre el principio: un encuentro con volúmenes cifrados, inspirados, desbordados, convertidos en presencias gracias a esos cuerpos.

¿Qué es lo que tiene el volumen?

–Me gusta el cuerpo de las cosas. La cosa absolutamente plana no me emociona tanto como me emocionan los cuerpos. Es un trabajo que hago obedeciendo mucho a mi intuición, es algo que tardo en hacer consciente. Pero cuando paso a hacerlo, cuando empiezo, esto de poder agarrar, tocar, es una cosa mágica. Y sin embargo, con el dibujo me pasa algo distinto: ahora estoy dibujando y es algo absolutamente plano, color blanco, fondos lisos, líneas por dibujos.

Elba Bairon, en El Borde arte contemporáneo, Uriarte 1356. Reinaugura el 29 de enero y permanecerá hasta el 23 de febrero.

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