VIOLENCIAS
En Posadas, la policía entró en una casa y arrestó a Rosa Yamila Gauna; no hubo argumentos y, por ser menor de edad, la detención era ilegal. Rosa fue alojada en la Comisaría de la Mujer, donde un incendio de origen dudoso terminó provocando su muerte. La Fiscalía de Menores sospecha de encubrimiento de abuso sexual. La abogada María del Carmen Verdú lee en este caso las huellas de la violencia policial sobre los cuerpos de las mujeres jóvenes.
› Por Roxana Sandá
El 23 de diciembre, Rosa Yamila Gauna estaba de cumpleaños; la casa de la chacra 147 del barrio Villa Cabello, en la zona oeste de Posadas, se había emperifollado en luces porque los adolescentes iban a festejar. Llegó al lugar con Jorge Piriz Castro, quien aún no logra recordar cuántos patrulleros de la comisaría 7ª rodearon la vivienda en busca de su amiga. La dueña de casa, en cambio, dijo a la fiscal Amalia Spinnato que a la chica de 15 años se la llevaron arrastrando y de los pelos, abrumada por gritos destemplados que la vinculaban con un homicidio. Más tarde, los policías pretendieron maquillar la detención: adujeron disturbios en la vía pública. Con la misma celeridad, en la Comisaría de la Mujer adonde fue trasladada decidieron ignorar la detención ilegal de una menor de edad y disimular el incendio que acabó con su vida en la celda de encierro.
La versión oficial labró que “ella prendió un colchón con un encendedor”. La madre, Mirta Gutiérrez, mantuvo una vigilia de veinte días en el Hospital Ramón Madariaga, esperando que Rosa escapara de la agonía que le provocaron aspirar el humo tóxico y quedar con quemaduras graves. Cuando falleció, el 11 de enero, su hermano Luis Gauna acusó a los policías de encubrimiento por haber falseado al juez de Menores, César Raúl Jiménez, el parte médico, donde se aseguraba que la víctima sólo presentaba lesiones leves, y por obligar a su madre a firmar un papel para que se hiciera cargo de Rosa después de decirle que estaba herida, pero bien.
La Comisaría de la Mujer continúa al mando de la subcomisaria y licenciada en Psicología, Lidia Luján Procopio, quien nunca dio explicaciones acerca de lo que ocurrió la noche del incendio. Policías de esa dependencia que debían cuidar a la joven el día de su captura fueron trasladados a reparticiones de Posadas y del interior de la provincia. Igual suerte tuvo el titular de la comisaría 7ª, comisario inspector Pais, ascendido y mudado a la Unidad Regional 1, pese a que la fiscal investiga si el incendio que mató a Rosa ocurrió en esa comisaría y no donde declararon los policías.
En tanto, la ministra de Gobierno, Claudia Gauto, aduce que “hubo una negligencia policial, que fue dejar que haya ingresado con un encendedor”; el jefe de Gabinete, Jorge Franco, advierte que Rosa “no tuvo un final feliz”. En el Juzgado de Menores ordenaron practicar una pericia ginecológica a la adolescente porque sospechan que el incendio pretendió borrar las evidencias de un abuso sexual.
Para la abogada María del Carmen Verdú, que encabeza la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional, la detención arbitraria que quebró el destino de Rosa revela que “en la Argentina existe un sistema de facultades legales y paralegales que posibilita a las fuerzas de seguridad llevar adelante detenciones que luego son ocasión de torturas seguidas de muerte. El fenómeno emergente es esta homogeneización de la violencia policial sobre los adolescentes pobres, que se convirtieron en el sobrante de una generación”.
Por estos días se cumplen quince años del caso Bulacio, y sin embargo el hilo común entre estos casos parece seguir fortaleciéndose.
–Precisamente, la discusión de la causa de Walter Bulacio ante la Corte Interamericana de Justicia, en Costa Rica, no fueron los hechos ni la forma en que murió, porque hasta el Estado argentino tuvo que admitirlo, arrinconado por la materialidad de la prueba, sino el marco normativo en que se dan su detención y muerte. Cuando decidimos elevar la causa a ese tribunal fue para probar que en la Argentina existe un sistema que faculta a las fuerzas de seguridad a llevar adelante detenciones arbitrarias que en una parte están normadas con averiguación de antecedentes, códigos de faltas y códigos contravencionales, y en otra responden a prácticas ilegales históricas, como razzias y allanamientos sin orden judicial. La sentencia de la Corte concluyó que tenemos razón.
En ese marco ocurrió la detención de Rosa Yamila Gauna.
–La detuvieron con la excusa de la aplicación de una contravención, al margen de que ni siquiera la adecuaron a su propio marco legal, porque la chica tenía 15 años.
Las pericias ginecológicas que ordenó la Justicia echaron más sombras sobre la actuación policial.
–Existen sospechas de algún tipo de vejación, y la forma en que se produce el incendio es llamativa. La chiquita estaba en una celda de esas eufemísticamente llamadas salas de menores, que en realidad son calabozos con un cartelito arriba. Y el fuego se desata a menos de quince minutos de ser encerrada. Si el Juzgado de Menores pidió que se investigue si ha habido algún tipo de abuso sexual, es porque existe como mínimo la sospecha de que el incendio fue causado para borrar los rastros, porque evidentemente ella se habrá resistido, o no se achicó y se la cobraron.
¿Cuál es la lógica policial de las detenciones a adolescentes y jóvenes?
–Hay miles de detenciones arbitrarias por año. Sólo en Capital, una estadística oficial dio cuenta alguna vez de 300 mil anuales. Y la lógica se invierte: la detención se realiza por el motivo que fuere. La averiguación de antecedentes aparece después, cuando hay que blanquear esa detención. Durante el juicio de Bulacio en Costa Rica, la testigo experta que presentamos para hablar sobre estas prácticas policiales, la antropóloga jurídica Sofía Tiscornia, explicaba que primero los detienen y después los clasifican.
Resulta paradojal que todo esto haya ocurrido en una Comisaría de la Mujer, que supuestamente debe cumplir una acción asistencial y preventiva.
–Es la misma paradoja de los institutos de menores y de las comisarías de menores. No hay por qué sorprenderse.
¿Qué denotan los casos de mujeres víctimas en los archivos de la Correpi?
–La mayoría de las muertes ocurre en situaciones de cárcel o comisaría, como los casos de Gauna y de Andrea Viera, o en episodios de violencia familiar, ajenos al aparato represivo del Estado si no fuera porque el marido, padre, amante o yerno violento además es miembro de una fuerza de seguridad, y para resolver una situación de violencia doméstica utiliza las herramientas que tiene como policía. El hecho termina convirtiéndose en una situación represiva institucional: mata con el arma reglamentaria, usa su condición de policía para encubrir, usa su vínculo con los camaradas que hacen la instrucción para enmascarar el hecho, para cambiar la escena o simular un suicidio.
Como el caso de los gendarmes de Jujuy.
–Tres suboficiales que fueron imputados por el crimen de una compañera de escuadrón, la cabo Carola Elina Carretero. La chica apareció en la casa de estos gendarmes colgada de la ducha del baño, con un golpe en la cabeza, y la Justicia decidió investigar la línea del “crimen pasional” porque al parecer existía un posible triángulo amoroso. Uno de los gendarmes fue imputado por homicidio simple y los otros por encubrimiento. Habían intentado simular un suicidio, utilizando la misma metodología que se aplica con los “suicidados” en cárceles y comisarías. Quienes eran rivales afectivos terminaron encubriéndose porque, ante todo, eran gendarmes.
Vuelve a aparecer el hilo conductor de la situación represiva.
–Alguna vez se nos ha cuestionado por qué incorporamos casos de policías que matan a la mujer como parte de la política represiva de la policía. Sucede que ahí juega un rol definitorio la condición de policía del agresor, que no corre el mismo riesgo siquiera de ser detenido que el marido violento no policía.
Las purgas policiales en la provincia de Buenos Aires tampoco parecen haber influido para que bajara la proporción de víctimas en ese distrito.
–Si se hiciera un repaso sistemático de todos los descabezamientos de cúpulas, purgas, reestructuración y descentralización de todas las policías y fuerzas de seguridad de los últimos diez años, comprobaríamos que el plantel se renovó por completo. Sin embargo, sistemáticamente se reproduce lo mismo.
¿Resulta posible creer en la estrategia de capacitación de respeto a los derechos humanos que se le dicta a la policía?
–Hay una anécdota muy interesante que responde la pregunta. En diciembre de 2003, desde el Ministerio de Justicia en ese entonces a cargo de Gustavo Beliz, se crea el Programa Nacional Antimpunidad, que se estrena con una serie de charlas dadas por los familiares de víctimas que integran el organismo. Hay una nota de tapa del diario La Nación, donde se ve una foto de la primera fila de cadetes de la Policía Federal que escuchan la conferencia. El artículo destaca que varios lagrimearon cuando Raquel Wittis les mostraba la foto de su hijo y les decía: “Piensen antes de disparar”. Uno de esos egresados es Matías Tarditti, un policía de 24 años que meses después mata al joven Lisandro Barrau en el barrio de Palermo.
A Rosa Yamila Gauna la llevaron por la fuerza, con argumentos poco claros, más allá de que se tratara de una detención ilegal por ser menor de edad. Pero la metodología se reitera sobre miles de chicas y chicos en todo el país. ¿Adónde apuntan estas prácticas?
–Al ejercicio del control social, a disciplinar. Más de dos tercios del total de muertos por gatillo fácil, torturas en cárceles o comisarías corresponde a la franja de jóvenes de 15 a 25 años. Precisamente, el sector social que tiene más razones para no sólo rebelarse sino además hacer algo efectivo contra el sistema injusto en que está obligado a vivir. La mayoría de padres y madres son jóvenes, la mayoría de las y los jóvenes son pobres. Hay una relación de causa-efecto indudable: por cada piba y pibe que vos bajás en un barrio con el gatillo fácil, disciplinaste a un grupo de amigos, a una cuadra, a un pedazo del barrio. Chicas y chicos saben que en la calle pueden ser detenidos sin motivo en cualquier momento. Hay una frase muy elocuente que se repite en infinidad de expedientes judiciales vinculados con hechos de represión policial: “Somos la policía y hacemos lo que queremos”.
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