NOTA DE TAPA
Hace una semana y un día, un incendio destruyó lo que las crónicas insisten en llamar “Villa Cartón” aunque sus habitantes le digan “Bajo autopista 7”. Horas antes del fuego, en el asentamiento se celebraba: en tres meses tendrían casas dignas. El cambio llegaba de la mano de la organización comunitaria que, por necesidades comunes, aprendieron a construir cinco vecinas convertidas en referentes del barrio. Las delegadas, ahora, luchan por que las familias no se dispersen, las esperanzas no se pierdan y la vivienda propia no quede en la nada.
› Por María Mansilla
¿Qué hacer cuando se vive en una casa con paredes de chapa? ¿Y cuando esas paredes de chapa terminan apoyadas unas sobre otras, inservibles, como si fueran envoltorios de alfajor ondulados con las manos? ¿Y qué cuando para escapar de ese desastre (que se anunció, que se intentó evitar pero sin éxito) no hay ayuda? A ellas les pasó, y a medida que pasan las horas van descubriendo respuestas a esas preguntas. Desde ese día, hace poco más de una semana, siguen llorando, y mientras lloran se asisten mutuamente, la mano de una en el hombro de la otra. No como consuelo sino como sostén: justo el tema que las envalentonaba, el de la vivienda, ahora las derrumba.
Ester Martínez, Irma Pacheco, Agustina Díaz, Rosana Pacheco y Miriam Aquino son cinco vecinas del (ex) asentamiento Bajo Autopista 7 (AU7). Una tiene 26, otra 50 y pico. Todas son madres, una ya es abuela. Se volvieron amigas cuando faltó agua: así comenzó el vínculo tan motivado que las volvió referentes, “delegadas” del barrio, como se presentan ahora. Porque desde entonces hicieron y cambiaron cosas, sin hacer “política” al viejo estilo. Ante los ojos de 500 familias, eran la promesa viviente de que su realidad sí podía cambiar. Algo iría a mejorar cuando se mudaran a una vivienda “digna”, como les llaman a las casas que el Gobierno de la Ciudad, a través de la Ley 1987, prometió construir para ellas —y todas las personas en crisis habitacional de Villa Soldati— como parte de un programa de viviendas sociales. Cruz y Varela sería la nueva dirección de los habitantes de “Bajo Autopista 7”, y no “Villa Cartón”, una denominación que desconocen y eligen no utilizar, porque “ese nombre nos lo puso la policía”.
La noticia del incendio del asentamiento se propagó por todas partes. La tele y los diarios mostraron, por un lado, a las personas que lo habitaban asistidas —en medio de un despliegue cinematográfico— por el Gobierno de la Ciudad. También mostraron a los vecinos de las víctimas: los habitantes de un (bastante hacinado) monoblock de Soldati, enojados porque sus pares “villeros y cartoneros” estacionaban los carros en su vereda. También mostraron a las futuras vecinas, indignadas por la amenaza que los “extranjeros” representan si se mudan a la tierra prometida.
Entonces, las delegadas fueron quienes salieron a dar la cara. Tuvieron que responder que no son delincuentes. Explicaron que evitan refugiarse en centros de evacuados para no dispersarse ni correr el riesgo de que se disperse, también, la promesa de la Ley 1987. (Y vaya si 1987 es un número difícil de olvidar: ese año fue declamado por Naciones Unidas como “Año internacional para el cobijo de los sin techo”.) Por eso, quienes no aceptaron subsidios para regresar a sus provincias de origen, mientras esperan, viven en los campamentos levantados frente a las cenizas del asentamiento.
Las12 llegó a Lacarra al 3500 una de estas mañanas. A la izquierda, la autopista Cámpora está vacía, el tráfico se suspendió hasta verificar si la vía corre peligro de derrumbe. Debajo, las chapas todas dobladas. Entre juguetes, pavas, cacerolas, macetas, garrafas y algún carro de supermercado atrapados entre escombros, hace equilibrio una gallina negra. Muchos policías, en fila, cuidan que ninguna persona entre hasta aquí, dicen que es para preservar el trabajo de los peritos y por peligro de demolición. Al otro lado de la calle hay un camión del Ejército, combis del BAP (Programa Buenos Aires Presente) y dos ambulancias del SAME, que entran y salen llevando y trayendo personas que no dan más.
De una de esas carpas sale al encuentro Miriam Aquino, una de las delegadas. Caminar junto a ella es una demostración del lugar que ocupa entre sus vecinos: la ven pasar y corren a preguntarle qué más sabe, le cuentan cómo pasaron la noche, qué pensaron. Le preguntan qué hacer. Miriam pasa su parte con voz ronca, anuncia las coordenadas de la próxima asamblea. Lo mismo hicieron una semana atrás, cuando reunieron a los vecinos para contarles la novedad: que ya estaban la plata y el OK para comenzar a levantar las viviendas sociales a las que serían trasladados en unos tres meses. Hoy evalúan mudar el campamento al Parque Roca, donde se están levantando viviendas transitorias, y desde allí controlar con sus propios ojos cómo crecen sus “dignas”, de Cruz y Varela. Para convertirse en propietarios, ellos pagarán una cuota mensual. También se harán cargo de impuestos y servicios.
“Nadie nos paga por hacer este trabajo —aclara Miriam—. Nosotras hacemos este sacrificio para que nuestros hijos no vivan acá para toda la vida. Los miramos y decimos: ‘Queremos un futuro para ellos. Una vida distinta, una vida digna’. No queremos más estar en medio de villas. Nosotros somos personas diferentes, podemos estar entre gente de clase media. Porque acá hay gente educada y trabajadora, hay un médico, una enfermera, un ex periodista... No hay chorros ni delincuentes. Entonces, que no nos juzguen si no nos conocen.”
Los peritajes técnicos concluyeron que el incendio no fue un accidente. ¿Tuvo un móvil político, entonces? ¿Fue un ajuste de cuentas entre los habitantes de los monoblocks y los del asentamiento? “Un señor dijo que nosotros nos prendimos fuego. Y yo le quiero contestar: No nos prendimos fuego. Si sabíamos que en 90 días nos tendrían que entregar la vivienda digna, digna. El día anterior al incendio nos habían reunido para darnos la noticia. Eso ya estaba confirmado. ¿Qué necesidad teníamos nosotros de hacer esto? Todos, en el asentamiento, lo sabían. Porque cada vez que hay una novedad vamos casa por casa, les avisamos que se viene una asamblea”, cuenta Miriam (ver recuadro).
“No es el primer incendio: cinco incendios tuvimos en menos de un año y medio —aclara Ester Martínez, su compañera, que se olvida de citar las amenazas—. ¡Las veces que fuimos a denunciar! Y no nos dieron pelota. La gente pobre a ellos les resbala. Más allá de que la gente no entienda, porque ahora está pasando un momento muy difícil, vamos a seguir insistiendo, vamos a salir adelante. De este hecho no nos vamos a olvidar jamás. Porque lo que no perdimos todavía es la dignidad. Tenemos derecho a tener una vivienda, todo lo que teníamos acá abajo lo habíamos conseguido a base de sacrificios. Nosotros no somos ladrones, somos gente de condición humilde. No somos tarados, tenemos estudios, y los que no tenemos estudio trabajamos. Trabajamos en los trenes, en las calles. Tratamos de que no nos traten como una mierda.”
Las cinco delegadas tienen algo en común: jamás imaginaron vivir en un asentamiento, son madres, nunca tuvieron militancia política. No se conforman con tratar de mudarse solas. Se quieren llevar, a una vida menos peor, a todos los vecinos.
Miriam Aquino tiene 30 años y 4 hijos. Su esposo hace un año que trabaja en Parque Roca, en mantenimiento de las canchas donde se juega la Copa Davis. Es de Misiones y vino con sus padres cuando tenía 13 años. “Teníamos una casita en Glew, era una casa tomada porque no podíamos alquilar. Mi marido trabajó como remisero, hasta que se rompió el auto, dormimos en la calle, y después llegamos hasta acá, por un primo de mi marido. Después el primo le prestó un carro y salimos a cartonear.”
Ester Martínez, de 42 años, es madre de 4 hijos. “Mi hija tenía 3 meses cuando me separé. Entonces, por no tener un buen pasar, vine rodando. Soy vendedora ambulante: vendo ropa, alguna vez salí a vender pan y empanadas con una canasta. He limpiado hospitales, he trabajado en comedores. Cuando iban creciendo los gastos, los chicos empezaron a ir a la escuela, mi ex no me ayudaba para nada, para nada... Van a hacer 8 años que estoy viviendo acá abajo. Y seguí vendiendo ropa. Ahora se me quemó toda la mercadería y las camas de mis hijos, que había comprado con mucho esfuerzo.”
Irma Pacheco tiene 28 años. Vive con su marido y sus seis hijos en la AU7 desde hace 7 años. “Lo material se recupera. Mi marido trabaja en la metalúrgica, hace techo y cosas de hierro. Yo soy vendedora ambulante, trabajo en el subte línea E. Vendemos de todo: lapiceras, portadocumentos, lo que se pueda. Siempre trabajamos y salimos adelante.”
Rosana Pacheco tiene 26 años, vive con su hija de 9 años y con una sobrina. Está separada y la cuota de alimentos que le pasa su ex la ayuda a mantener a las nenas. “Siempre alquilamos. Viví en Moreno, después en Constitución. Pero, ahí, a los encargados les molestaban los chicos, cosas que dicen para correrte. Después me separé y fui a la Villa 21, me invitó una prima. Pero como ella tiene muchos chicos, no había lugar. Entonces mi hermana, que estaba viviendo acá, me dijo que tenía una piecita al lado, que entre ahí. No me quedaba otra, iba a terminar en la calle. Cuando iba a buscar trabajo, me preguntaban la dirección. Cuando decía: ‘Debajo de la autopista’, chau empleo.”
Agustina Díaz, a sus 52 años, es jefa de hogar y tiene 9 hijos. Es la mamá de Irma y de Roxana. Vino de Chaco cuando su papá —que ahora tiene 83 años y está a su cargo— no pudo seguir trabajando como hachero de un aserradero. “Trabajé bien muchos años, en Villa Urquiza, en la casa de una señora. Después mis hijos empezaron a andar en la calle y yo no los podía tener porque tenía que trabajar. Entonces me dediqué a cuidarlos. Ahora están grandes. Yo, adonde iba, iba con mis hijos. Vendíamos en las líneas E, C, A del subte, por muchos años, así los mantuve y nunca les faltó nada. Siempre vivimos en casitas alquiladas hasta que en el 2001 nos fuimos quedando sin trabajo. No nos alcanzaba para el alquiler y vinimos a parar acá.”
Miriam llegó al asentamiento hace menos de 4 años. En ese tiempo, una de sus hijas enfermó de cáncer. Después de operarla, los médicos le indicaron que, para sobrevivir, su hija necesitaba mejores condiciones ambientales. Si no podía brindarle un mejor hogar, la iban a sacar de su lado. Tan desesperada estaba Miriam que Ester, una vecina, le preguntó por qué lloraba. No eran amigas, pero al conocer la historia Ester le dijo: “Nadie se va a llevar a tu hija. Si vienen a buscarla vos gritá, que todos vamos a estar acá para defenderte”. Poco tiempo antes, había sido lo del corte de agua. Y se siguieron juntando, esta vez para pelear por el derecho a la vivienda y, así, por el derecho a la salud de la hija de Miriam. Buscaban la fórmula para salir de ahí. “Empezamos a recorrer las casas de los vecinos, a decirles que necesitábamos juntarnos —reconstruye Ester—. El único referente que había era el coordinador de un comedor, pero él no hacía nada. El asentamiento está lleno de punteros, y nosotros estábamos cansados de que sólo vinieran a hacer política, a jugar con el hambre de la gente.”
Qué hicieron en este tiempo: lograron la reconexión del servicio de agua, en primer lugar. Después, se acercaron a la Legislatura porteña y lograron que el barrio empezara a recibir a los enviados del ICV (Instituto de la Vivienda). Consiguieron que, todas las semanas, dos médicos de la posta sanitaria más cercana “bajasen” al asentamiento para hacer controles a grandes y a chicos. Fueron casa por casa a hablar de dispositivos intrauterinos, de preservativos, de control de la natalidad; hoy aseguran que la mayoría de las mujeres de la AU7 ya se pusieron el DIU. Hicieron tareas de desinfección y desratización. Y la sangre se les volvió verde de tanto tomar tereré.
Cuando empezaron los incendios, hace más de un año, consiguieron matafuegos y los repartieron en puntos estratégicos del asentamiento; pero el jueves pasado los equipos no fueron suficientes para apagar “ese infierno”, como llama Ester Martínez al encierro de las llamas. Escucharon, dicen, sólo una historia de violencia hacia una mujer, que sucedió justamente después de un incendio: el victimario fue su marido, habían perdido todo. Participaron en los censos que hizo el área de Promoción Social del Gobierno de la Ciudad, les pusieron número a las casas y nombres a los pasillos. Mediaban con la policía, cada vez que necesitaban apoyo mutuo.
“Acá no se acercaba ni una ambulancia, y si venía, durante el día, venía custodiada porque según ellos acá les afanaban —dice Rosana—. Cuando los funcionarios pisaban esto, venían a chamuyar porque nunca hicieron nada, entraban por los pasillos que miden medio metro y nunca les pasó nada, y no venían con seguridad. Yo no sé a qué le tenían miedo los médicos. Cuando nos ponemos como delegadas, la gente confía en nosotras, porque vamos a las cosas limpias, porque somos los que estamos sufriendo también. Porque nuestros hijos siguen acá, y si llegamos a ese plan de vivienda es porque a pesar de la desconfianza que ellos mismos les tienen al gobierno y a la gente que estaba enfrente en este barrio, confiaron en nosotras.”
“Al principio, nos parecía que la gente no reaccionaba —recuerda Ester—. Entonces, ¿cómo hacías para contenerlos? Pero los teníamos que contener, teníamos que diferenciar las cosas, hacerles ver. Si no veían, teníamos que tratar de luchar por ellos, ponernos delante de ellos para que nadie los joda, para que tomen fuerza. Porque eso es lo que queremos: que la gente entienda que tenemos todos los mismos derechos, que reaccionen y salgan a pelearla. Cuando vos sos discriminado y no te das cuenta, vivís la vida feliz. Pero cuando tomaste conciencia de que es así... No somos delincuentes, somos gente que no tuvo una oportunidad. En estas carpas estamos demostrando que somos gente de bien, que no hicimos nada malo y que por eso la vamos a seguir peleando. Nosotras somos su esperanza.”
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