NOTA DE TAPA
La historia de la ópera, esa obra de arte perfecta e integral que en 2007 cumple cuatro siglos de vida, es también la historia de un mundo de emociones a flor de voz en el que las mujeres fueron (y son) mayoría. Locas de amor, sufrientes desquiciadas por el dolor, estrellas fulgurantes, vidas trágicas y otras felices, prima donnas tratadas como las reinas absolutas que eran: aquí, un recorrido entre heroínas e intérpretes.
› Por Moira Soto
Hoy a partir de la medianoche, cuando todavía resuenen en el teatro Avenida los ecos del trágico final de Aída en su función de estreno –protagonizada por la soprano Haydée Dabusti–, empezarán a celebrarse los 400 años de la ópera, ese género musical de creciente vitalidad. Porque si bien en 2000 hubo quienes se apresuraron a conmemorar los cuatro siglos evocando la Eurídice de Jacopo Peri (representada por primera vez el 6 de octubre de 1600), más justo parece festejar ese aniversario teniendo en cuenta la fecha en que se conoció la primera gran ópera que aplicó los recursos que han perdurado a través del tiempo. Es decir, el Orfeo de Monteverdi, una obra que –al revés de la de Peri– mantiene su vigencia (lo mismo que El retorno de Ulises y La coronación de Popea, del mismo compositor).
Ya como heroínas, ya como intérpretes, las mujeres han estado siempre estrechamente ligadas a este género de fuertes y poderosas emociones que puede llevar la voz humana a un rendimiento prodigioso. En la Eurídice de Peri, la esposa del músico Orfeo –desafiando el mito– tenía un final feliz, salvada del Hades. En cambio, en el Orfeo de Claudio Monteverdi se respeta el cierre fatal de la leyenda original: el protagonista desoye la advertencia de no volver la cabeza para mirar a su amada, y la pierde definitivamente. En sus siguientes composiciones operísticas, Monteverdi se inclina por personajes femeninos en la línea de Proserpina, Ariadna, Andrómeda, Penélope y, por supuesto, la tremenda Popea, que barre con todos los escollos para obtener su famosa coronación. En el transcurrir de los siglos hubo otras Eurídices y Ariadnas, así como Galateas, Psiques, Didos, Ifigenias, Medeas, que inspiraron a Lully, Cherubini, Purcell, Gluck...
Basta mirar el índice del abarcador Diccionario del amante de la ópera, de Pierre-Jean Rémy (ed. Paidós), un texto escrito con mucha fruición y sin la menor solemnidad, para corroborar lo que sabe cualquiera que cultive mínimamente el género: ya desde los títulos, los nombres de mujer son mayoría. Si pispeamos la letra A, por ejemplo, tenemos a Adriana Lecouvreur, La Africana, Agripina, Aída, Alceste (de Gluck y de Lully), Alcina, Las alegres comadres de Windsor, Ana Bolena, Antífona, Arabella, Armida...
Por otra parte, en el curso del siglo XVIII se instala el reinado de la prima donna: la cantante carismática dotada de una bella voz muy adiestrada que hechiza al público hasta tenerlo a sus pies, lo que le da poder suficiente para imponer sus decisiones más caprichosas. Se cuenta que en 1748 Faustina Bordoni, flor de prima donna, no quería aceptar que su personaje en Demofönte –una princesa disfrazada de esclava– estuviese poco arreglada y lejos de un sitial de honor. “No me importa que los demás personajes estén convencidos de que soy una esclava”, parece que retrucó la diva: “El público sabe muy bien que soy la Bordoni”. Y hay versiones que juran que cuando esta cantante coincidió con Frances Cuzzoni –otra ídola– la rivalidad explotó y se fueron a las manos, a las mechas, totalmente fuera de libreto y de quicio.
Entre las superdivas de antaño vale citar, en la primera mitad del XIX, a María Malibrán, soprano (“o mezzosoprano”, aclara Rémy, aunque también circula el dato de que en principio era contralto) francesa de origen español, muy exigida por su tiránico padre, también cantante. De vida breve, intensa y agitada, a los 17 María ya estaba reemplazando nada menos que a Giuditta Pasta, otra enorme prima donna. Después de un casamiento desdichado, la Malibrán se separó y a la vez se liberó de la tutela paterna. A los 20 hizo en París una Semiramis, de Rossini, con un suceso arrollador, siguió con Mozart, volvió a Rossini. A los 21 incorporó a su repertorio a Bellini, Beethoven, Donizetti, y sus triunfos se extendieron por Europa. Además de cantar como las diosas, la Malibrán diseñaba sus vestuarios, escribía relatos, componía algunas músicas y, en sus ratos libres, modestamente vestida de negro, visitaba a los enfermos en los hospitales. Enamorada de un violinista belga, tuvo su primer hijo con él sin estar casada, y embarazada del segundo se cayó de un caballo, no guardó el reposo indicado, subió a escena para cumplir su compromiso y cayó desvanecida. Murió diez días más tarde, a los 28. Este extraordinario personaje ha inspirado numerosas biografías y novelas, esculturas y pinturas (era verdaderamente preciosa), films e incluso una cantata de Donizetti, In morte di Maria Malibrán, y también la ópera multimedia As Malibrans, de la contemporánea brasileña Jocy de Oliveira (tercera parte de una trilogía centrada en “los valores femeninos”), donde la talentosa compositora pone de manifiesto rasgos comunes en los personajes femeninos de la ópera tradicional (Ifigenia, Desdémona, etcétera) sometidos a la autoridad patriarcal y a menudo llevados al sacrificio.
Precisamente en el área sacrificial merecen ser citadas las cifras estadísticas que anotó Enzo Valenti Ferro en un artículo para la revista Clásica (mayo de 1992). Investigadas más de treinta óperas, resultó que en 129, esto es el 40 por ciento, las protagonistas y las coprotagonistas son condenadas a distintos tipos de muerte (por la leyenda, los libretistas, la pieza literaria original). La mayor parte de ellas expira por propia mano, pero empujada por las circunstancias. A ese método fatal le sigue el asesinato; luego la hoguera, el suplicio u otra forma de ejecución. Unas cuantas caen sin vida por muerte accidental, en combate. En menor escala tenemos como causal de fallecimiento el éxtasis místico, la muerte de amor, la inmolación-redención, el maleficio y, según esta encuesta, hay un solo caso operístico de matricidio.
Durante el siglo pasado, rico en maravillosas cantantes, la posibilidad de grabaciones discográficas reforzó la repercusión y les dio permanencia –aun después de retiradas– a figuras de la talla de Claudia Muzio, Victoria de los Angeles, Elisabeth Schwarzkopf, Renata Tebaldi, Joan Sutherland, Teresa Berganza, Kathleen Ferrier, Janet Baker, Mirella Freni, Renata Scotto y, entre otras muchas, a la prima donna absoluta Maria Callas.
El artista plástico y crítico musical Sebastián Spreng, residente en Miami, ciudad donde se presentó La Sonámbula dirigida por la Scotto con Leah Partridge (luego en Chicago hará lo propio con Angela Gheorgiu en La Bohème), entrevistó a la diva sin divismos. “La escena es mi casa, y cantar es dar, nunca canto para mí”, le confió la cantante a Spreng antes de aceptar la invitación de ir a comer a su casa. Consultado por Las 12, Sebastián revela el menú preparado por la maestra: polenta pasticciata en capas interceptadas por tuco con porcini, carne picada y salchicha italiana desmenuzada, más queso parmesano, todo gratinado al horno; espárragos al vapor con oliva y aceto; pechuguitas de pollo arrolladas con muzzarella, jamón y salvia fresca, enharinadas, salteadas y cocidas en vino blanco con hojitas de romero también fresco. De postre, la prima donna se tentó con el arroz con leche que había en la heladera.
Pero además de dar el detalle de esta suculenta cena confeccionada raudamente por Renata Scotto, Sebastián Spreng responde al requerimiento de este suplemento sobre las intérpretes líricas más destacadas de la actualidad, según su criterio. Entre las sopranos, “Karita Mattila, finlandesa, bella voz y mejor cantante, además excelente actriz, hasta ahora impecable (deslumbró en el Colón hace tiempo con Simón Boccanegra); Renée Fleming, norteamericana muy promocionada, quizá la voz más hermosa desde Caballé, pero amanerada y controvertida; Angela Gheorgiu, la parejita de la década junto a su escandaloso marido Roberto Alagna, esta rumana –alias Draculette– es temida, su enfoque es anticuado, de novelón, sabe cantar pero no es ni será lo que desearía ser: María Callas; Anna Netrebko, la rusa que logró eclipsar a la Gheorgiu, más lírica, poética, en la línea Renata Scotto, Mirella Freni; Natalie Dessay, soprano lírica coloratura francesa, la máxima figura desde Régine Crespin, actriz y bailarina que hace pirotecnias vocales rescatando una técnica extinguida, magnífica Lucia, Reina de la Noche, y Ophélie del Hamlet francés; María Guleghina, feroz soprano spinto ucraniana, de voz caudalosa pero gritona y desprolija, conquista como la Abigail de Nabucco o la Lady de Macbeth, pero...; Mina Stemme, la bella sueca que grabó Isolda con Domingo y una de las más notables voces aparecidas últimamente; Deborah Voigt, excelente wagneriana estadounidense que después de un escándalo con un vestido decidió operarse, bajó un montón de kilos y ahora triunfa como Salomé; Barbara Bonney, divina soprano lírica norteamericana, Mozart-Strauss-Handel, se retiró abruptamente por motivos ultrapersonales hace unos meses; Christine Brewer, monumental wagneriana del mid-west que se perfila como la sucesora de Jane Eaglen, cuya estrella parece declinar...”.
En cuanto a las mezzos, Spreng opina que estamos en una época extraordinaria de mezzos líricas, un fenómeno por sí mismo. Naturalmente, pone a la cabeza a Cecilia Bartoli, “espectacular, de coloratura romana, muy criticada en Italia sin embargo, revive a Vivaldi y a los barrocos; Anne Sofie Mutter von Otter, indudablemente LA mezzo lírica de los últimos veinte años, pese a un timbre asopranado es digna heredera de Christa Ludwig y Janet Baker, aristocrática y exquisita; Magdalena Kozena, otra exquisita; Bernarda Fink, refinada e impecable mezzo lírica argentina de bajo perfil que va de triunfo en triunfo con un timbre que recuerda a la Berganza y a la mejor escuela de Viena, donde reside; Susan Graham, la mezzo lírica texana, digna sucesora de su compatriota Federica von Stade, extraordinaria en repertorio francés”. Entre las mezzos dramáticas, Spreng rescata a Violeta Urmana, “lituana que se pasó a las filas de soprano, con una voz importantísima que recuerda en algo a la gran Ludwig; Waltraud Meier, alemana excepcional, capaz de cantar Isolda y Kundry como ninguna, criticada en repertorio italiano, actriz soberbia; Olga Borodina, la descollante rusa, la mejor Amneris, la mejor Dalila, junto a Dolora Zajik, una de las poquísimas mezzos dramáticas, otra especie en extinción. Y faltaría nombrar en esta lista sucinta a Ewa Podles, polaca, acaso la única contralto en existencia capaz de coloraturas inauditas, por momentos canta como un hombre, una rara avis total”.
En un país que ha producido divas líricas de la altura de Delia Rigal o Elena Arizmendi y donde actualmente, gracias al auge de la ópera, se van a escuchar las voces de las consagradas Virginia Tola (que va a hacer a Margarita en Mefistófeles, en la temporada del Colón en el Coliseo), Cecilia Díaz (Dalila, junto al Sansón de José Cura, en junio-julio), Mariana Rewreski (Charlotte en Werther, en septiembre), Virginia Correa y Graciela Alperyn (ambas en Electra en octubre), Alejandra Mastrangelo y Alejandra Malvino (en Wozzek, en marzo), Paula Almerares, Carla Filipcic Holms, resulta interesante escuchar la palabra de una estrella del bel canto como Adelaida Negri. La aplaudida intérprete de tantos protagónicos se muestra encantada del florecimiento del género lírico durante los últimos años, al que ella contribuye con su trabajo como maestra desde la Casa de la Opera (Montes de Oca y Martín García), sin dejar por eso de cantar (de hecho, este año va a estar en el Avenida, en Adriana Lecouvreur, de Cilea). “Este reverdecimiento es mundial, no sólo ocurre en la Argentina, es como un redescubrimiento que hace que en algunos países se construyan nuevos espacios para la ópera. Y si bien es cierto que ya no hay ese culto de antes por ciertas figuras, esa veneración por algunos nombres fulgurantes, el público argentino es muy agradecido y sabe reconocer una buena interpretación. A mí, personalmente, me importa mucho alentar y difundir a los jóvenes valores, darles la posibilidad de que se fogueen, que tengan acceso al repertorio operístico. Además de los conciertos en nuestro salón con capacidad para 80 personas en la Casa de la Opera, presentamos una o dos óperas por año en el Avenida. Este año, además de Adriana Lecouvreur, vamos a ofrecer el Fidelio de Beethoven. Por suerte, han aparecido otras instituciones privadas que también les dan lugar a los jóvenes.” De las decenas de heroína que la Negri interpretó desde que debutó con La viuda alegre en el Colón, en 1974, la cantante reconoce que “siempre adoré a la Norma, la debuté siendo muy joven, cuando recién empezaba mi carrera en Europa, y la he conservado en el repertorio hasta el año pasado, que la hice en el Avenida. Asimismo, tengo un gran recuerdo para Lucia. Se trata de dos personajes muy queridos por mí, y muy convocantes para el público”.
Una de las jóvenes sopranos que mejores críticas ha cosechado en su todavía corta carrera es Soledad de la Rosa, una cantante que deslumbró en Traviata y en Los cuentos de Hoffman presentados por Juventus Lyrica, entre otras actuaciones. Ella también se manifiesta feliz con el apogeo actual de la ópera, “una pasión que se acentuó durante la gran crisis, cuando todo se puso peor económicamente y había mucha inseguridad. El género resurgió como si viniera a llenar una necesidad muy grande de la gente. Se empezó a representar en lugares alternativos, siempre llenos. Creo que hay una vuelta del público al espectáculo más completo, la ópera genera esa plenitud, la gente se va emocionada, acompañada por la música, las voces, se lleva la ópera en la cabeza y en el corazón. Porque la ópera es como que entra muy dentro del cuerpo de las personas, les toca el alma. Y yo creo que escuchar en vivo una ópera, acústicamente, sin amplificar, sentir ese impacto sonoro natural, le da un atractivo muy especial”.
Aunque Soledad es una cantante muy estimada y solicitada, este año vivió un lamentable episodio de discriminación: “El director de una asociación que organiza temporadas líricas me negó el protagónico de Rodelinda, de Haendel, simplemente porque soy gorda. Yo ya conocía bien esta ópera porque el año pasado canté todas las arias con el director Juan Manuel Quintana, que me pidió para este rol, pero el director de la asociación me habló de mi problema físico como razón para descartarme, pregunté cuál era y me dijo que el peso. Probablemente a un hombre no se lo dirían. Como por suerte no vivo de cantar para esa asociación, ahora me voy a Córdoba a cantar las Cuatro últimas canciones de Strauss, luego a Mendoza a hacer la cantata escénica La Resurrección, de Haendel, y en mayo vuelvo a Traviata en el Argentino de La Plata, segundo elenco de Paula Almerares. Y hay otros proyectos, aunque en el Colón todavía no se hayan dado cuenta de que existo. Traviata es lejos uno de mis personajes preferidos, con una evolución muy interesante, lo trabajé mucho con Ana D’Anna y creo que llegamos a una comprensión bastante profunda. Otro rol que me encanta es Madame Butterfly, veremos en unos años...”.
La notable soprano Haydée Dabusti, que hoy debuta con Aída en el Avenida a las 21 (acompañada de los cantantes Carlos Duarte, María Luján Mirabelli y Ricardo Ortale, con puesta de Eduardo Casullo y dirección musical de Roberto Luvini), es un raro caso de carrera promisoria interrumpida a los 23 (por la muerte de su primer marido) y de retorno exitoso quince años después, en 2001. “Lo que noté al volver fue la falta de aquellos maestros que teníamos en la época en que yo estudiaba; también se advierte la ausencia de maestros de repertorio, personas que se ponían de acuerdo, que te cuidaban, te decía que estabas en condiciones de cantar y por qué tenías que esperar por otros roles, que requieren una cierta madurez, ya que no se trata sólo de dar las notas. Por eso las carreras se acortan.”
A pesar de que ya hay grandes divas como en el siglo pasado, “que eran recibidas como reinas al llegar a los aeropuertos, cubiertas de flores, como Caballé, Tebaldi, Scotto, el cantante, la cantante de ópera siguen generando una mística especial en el público. Sin duda, hay una mayor popularidad del género, sin distinción de edad ni de clase social. Se ve a gente muy joven en las funciones junto a los operómanos de toda la vida. En ciertas fechas podés encontrar varias óperas en cartel, y en una misma noche se llenan todos los teatros que las presentan. Entre las cantantes que me gustan, te nombro en primer lugar a Adelaida Negri, una gran figura con una gran trayectoria. En la nueva generación, Carla Filipcic, Soledad de la Rosa, Mónica Ferracani, Patricia Gutiérrez, Virginia Tola, y quedan otros nombres de calidad por mencionar...”.
Cuando termine las funciones de Aída, Dabusti pasa al Argentino de La Plata para protagonizar Norma, de Bellini, ópera que ya había hecho en 2003 en el Avenida. A continuación, abre la temporada del Auditorium de Mar del Plata con Tosca, de Puccini, que repite en Bahía Blanca. “Y en septiembre vuelvo a mi querido teatro Roma de Avellaneda, con esa acústica perfecta para interpretar La Gioconda, de Ponchielli. Todo esto con algún que otro concierto intercalado, porque desde mi rentrée en 2001 la Virgen me protege, yo le encomendé mi carrera. Me identifico mucho con todos los personajes que me han tocado en esta segunda etapa: Traviata, La zapatera prodigiosa, por cierto Aída viviendo esa dualidad tan terrible, tironeada entre el amor por el padre y por su amante. Pero sin duda Norma es tremenda, como parir quintillizos: después de Norma podés hacer cualquier cosa. Ahora sueño con el Nabucco de Verdi, con la condesa de Las bodas de Fígaro, de Mozart, y también con Madame Butterfly, de Puccini, que estaba estudiando cuando interrumpí mi carrera y que pude retomar justo cuando casi todo el mundo se enamoraba de la ópera.”
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