8 DE MARZO
El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer –según el calendario oficial– o de las mujeres –ya que es obvio que el singular no alcanza–, recuerda el trágico final de un grupo de obreras textiles asesinadas por luchar por sus derechos laborales. Un día destinado a despertar conciencia sobre las inequidades que todavía se sostienen como si pertenecieran a un orden natural, un día estratégico para develar aquellos cautiverios a los que todavía toleramos someternos aun teniendo la llave del lado de adentro. Pero un día es poco –por eso existe Las12– para tamaña tarea, como también es poco para homenajear a esas mujeres y hombres que en busca de una sociedad inclusiva y diversa abrieron una huella que, transformada en camino, ahora es tanto más fácil transitar. Entonces que sea un mes: un mes en el que quienes hacen este suplemento rendirán su tributo y agradecimiento a esos espíritus rebeldes de quienes podemos seguir aprendiendo. He aquí la primera entrega; prepárense para las próximas.
Por Soledad Vallejos
Bialet Massé, mientras relevaba la miseria para el informe sobre la vida de la clase obrera, notó unos cambios. Escribió que “en poco tiempo han invadido los talleres y las fábricas (...) Las costureras, las planchadoras, las lavanderas y el servicio doméstico son las principales actividades a las que se dedican las trabajadoras”. De esas ocupaciones, la más feminizada y peor paga era la costura; la más controvertida, la que llevaba a las mujercitas hambreadas al territorio fabril. Las polleras en esos ámbitos levantaban suspicacias: justamente allí crecían bichos raros capaces de exigir no sólo igualdad económica y social, sino también libertad amorosa cuando ni siquiera había empezado el siglo XX.
Era 1896 y un grupo de chicas anarquistas, bajo la batuta de la pionerísima Virginia Bolten (que les ganó a todas las pioneras: en 1890, durante el primer acto para conmemorar el 1º de Mayo, en épocas en que era una jornada combativa alejada de la alegría de trabajar que medio siglo después iba a imprimirle el peronismo, en esa época, decía, Virginia se subió a la tarima y dio un discurso), con espíritu guerrero y cierta dosis de realismo se reunió para editar La Voz de la Mujer, un periódico que asumía su existencia azarosa: “sale cuando puede”. ¿Era un panfleto? Sí, tanto como las demás publicaciones obreras –y no tanto– de la época. ¿Había otros libelos similares? Sí y no: cada uno de los sectores que iban amenazando la felicidad de los festejos del Centenario con sus reclamos laborales, sociales y políticos, editaba cosas similares. Pero la diferencia es enorme si se piensa que ni uno solo de esos sectores en ese momento tenía el tupé de dirigirse pura, exclusivamente, a las mujeres. Menos que tal cosa fuera elaborada por mujeres. Y mucho menos todavía que instara a reclamos que el feminismo teórico sólo sistematizó medio siglo después.
Eran obreras alfabetizadas de práctica militante escasa e ilegítima; la que tenían, la habían ganado colándose por acá y por allá. Casi guiño premonitorio a algunos tipos urbanos de las aguafuertes de Arlt, firmaban bajo seudónimos como “una joven que pronto se va a atar con la pesada cadena del matrimonio”, o los más serios “las rebeldes”, “las vengadoras”, y hasta “prostituta”. En el primer número, exigían “nuestra parte de placeres en el banquete de la vida” y avisaban que salían “a la lucha... sin Dios y sin jefe”. Por la segunda edición, podemos deducir las repercusiones que deben haber tenido (“ya sospechábamos, ¡oh modernos cangrejos!, que vosotros recibiríais con vuestra macanística y acostumbrada filosofía nuestra iniciativa”), pero también que eran camorreras. Decían a los “señores maridos”: “¿No es verdad que es muy bonito tener una mujer a la que hablaréis de libertad, de anarquía, de igualdad, de revolución social, de sangre, de muerte, para que ésta creyéndoos unos héroes, os diga en tanto que temiendo por vuestra vida (...): ‘¡Por Dios, Perico!’? ¡Ah! ¡Aquí es la vuestra! Echáis sobre vuestra hembra una mirada de conmiseración (...) le decís con teatral desenfado: Quita, allá, mujer, que es necesario que yo vaya a la reunión de tal o cual (...) vamos, no llores, que a mí no hay quien se atreva a decirme ni a hacerme nada”. Claro, la cosa duró poco: nueve números en dos años, y en el último ya el espíritu feminista había perdido terreno en favor de uno universalista y androcéntrico.
Por Moira Soto
Me encantaría poder escribir –tomando prestada una frase que Julia Kristeva dedicó a Marina Warner, autora de un libro sobre el culto a la Virgen María– “con la dignidad de una antigua católica”... Y desde ese lugar reivindicar la figura de Jesús como la de un profeta agitador, humanista, igualitario, que dio con naturalidad a las mujeres un lugar que luego las maniobras de la iglesia oficial romana –más interesada en los poderes terrenales y muy dada a la paranoia sexual (como forma de controlar la grey)– les sustrajo, revirtiéndolo en misoginia pura y dura. Como dice el español Juan Arias, periodista y estudioso de Teología, el perfil de Jesús “fue dulcificado y amaestrado”. Arias acusa a Pablo de Tarso de “haber traicionado la idea original de Jesús, quien había colocado a la mujer en el centro de su misión”. El filósofo francés Michel Onfray también le da con tutti a Pablín, “inspirador de la misoginia cristiana, del odio al cuerpo y al deseo”. ¿Su conversión en el camino de Damasco? “Pura histeria. Lo grave es que su neurosis se convirtió en planetaria”. Pero no se puede negar que sus ideas inferiorizantes respecto de la mujer encontraron caldo de cultivo apropiado en varios de los llamados Padres de la Iglesia de los primeros siglos.
Si bien el Nuevo Testamento fue escrito después de la muerte de Jesús, quizás reescrito, los evangelistas coinciden –aun relatando anécdotas diferentes– en que Jesús se mantenía a distancia de ricos y poderosos, que echó a los mercaderes del templo y que con mucho desprejuicio trataba a mujeres de toda laya (a veces escandalizando a los mismísimos apóstoles). Todos están de acuerdo en que al pie de la cruz estaban las parientas y discípulas, y que una vez resucitado, Jesús se le apareció primero a María Magdalena, que lloraba frente al sepulcro. Mateo y Marcos hablan de la curación de la mujer con flujos de sangre desde doce años antes (“tu fe te ha salvado”, le dice el profeta quebrando el tabú menstrual). Ambos apóstoles narran el episodio de la Magdalena, “pecadora de la ciudad”, un tanto fetichista, que unge los pies de Jesús con caro perfume de nardo y luego los seca con sus largos cabellos (indulgente, el Maestro le dice “tus pecados te son perdonados”). Siempre en plan de romper convenciones sexistas, accede al ruego de la mujer fenicia, pagana para más INRI, según Lucas, quien también se detiene en la escena en que Jesús se encuentra con las hermanas Marta y María: la primera se afana en las tareas domésticas y protesta porque la segunda, bebiéndose las palabras de Jesús, no la ayuda. Pero él le aclara a la hacendosa ama de casa: “María eligió la mejor parte, y esa no le será quitada”. ¡¿Cómo?! ¿No era que las mujeres son la puerta del Diablo (Tertuliano) o que deberían sentir vergüenza de pertenecer al sexo femenino (Clemente de Alejandría)? Alguien más, además de Pablo, se interpuso en el camino de las mujeres al sacerdocio. Y no fue Jesús, precisamente.
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