TRABAJO
Esperan cada anochecer para enterarse, por radio, si al día siguiente tendrán trabajo. La de las fileteras es una labor que ninguna máquina podría suplantar y por la que reciben, sin embargo, una paga que apenas les permite sobrevivir.
› Por Maria Mansilla
Se necesitan 25 fileterooos...”, anuncian a las 8 de la noche, cada día, las radios FM que se oyen en toda la ciudad. Más de la mitad de las personas que trabajan en el mundo de la pesca, que suman 15.000 en la Argentina, están en Mar del Plata. Como el 80% de sus colegas locales, Isabel trabaja en negro, y a esa hora, por el anuncio de la voz monocorde, Isabel se entera si habrá trabajo para ella mañana, y está segura de que será así, porque las semanas previas a las pascuas son las de más movimiento en el sector. Cuando el turismo se apaga, se enciende la temporada alta de la otra gran actividad económica del lugar, la del puerto. Y es escuchando la radio como se difunden, también, las campañas que el gobierno de la provincia de Buenos Aires libra contra el empleo ilegal.
En el puerto, el día siguiente empieza antes del amanecer. Los hombres van al agua, las mujeres se quedan en tierra, dice la tradición. Y en la tierra, en los galpones donde están las fileteras y envasadoras, la jornada depende de la cosecha: puede durar 3 horas, o 12. Levantan cada cajón con pescado recién llegado del agua y lo sueltan en las mesas: le dicen “elaborarlo” a quitarle la cabeza y la piel, y cortarlo en pedacitos. Siempre de pie, haciendo un trabajo artesanal (que ninguna máquina puede imitar) con un cuchillo bien filoso, puesto a punto al comenzar. El brillo del cuero de los peces suele dañar la vista. El frío de las cámaras, que llega a muchos grados bajo cero, engriparlas. El menú incluye galletitas y mate cocido, nada más nutritivo, si es que se toman los tres cuartos de hora que les corresponden. Además de los $100 diarios con los que salen de “la cueva” si trabajaron un promedio de 10 horas, vuelven a casa con dolor de rodillas, manos y cuello, que seguramente más adelante mutará en artrosis.
“Todo te duele, hasta los dientes postizos”, bromea Isabel, que pedalea 60 cuadras para ir a trabajar. Vive con sus dos hijas y el hijo adoptivo de su ex pareja. También hace tatuajes. Antes de mudarse a esta zona para estar más cerca de sus hijos varones, detenidos en el penal de Batán, vivía en el Gran Buenos Aires y era costurera. Llegó al puerto atraída por unos cursos organizados por el mismísimo Sindicato Obrero de la Industria del Pescado: la capacitación incluía la “oportunidad” de hacer pasantías en las fábricas.
Entre las distintas políticas que regulan a la industria pesquera, la que más afectó a sus obreros fue la establecida a comienzos de los ’90. Los grandes frigoríficos tenían deudas con el Estado por impuestos y aportes jubilatorios impagos; entonces declararon su quiebra, retiraron capitales, remataron todo y despidieron a 6000 trabajadores. Muchos empresarios volvieron a la carga bajo la forma de cooperativa, pero cooperativas “truchas”, como aclara Ricardo “El Polaco” Muñoz, viejo referente de los trabajadores portuarios. Detrás, suelen estar empresas de capitales mixtos que tienen sus grandes clientes en Japón y en la Comunidad Económica Europea.
La actividad está regida por la Ley Federal de Pesca que se sancionó en 1997. Como ironiza en el folleto El grito del Caladero un grupo de asambleístas, pescadores, investigadores de la Universidad de Mar del Plata y del Inidep (Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero): “La ley contiene más de 72.000 palabras. La palabra ‘recurso’ se repite 41 veces, es el elemento básico de la ley. Ahora bien, para que no existan confusiones acerca de para quién y para qué estos recursos son importantes, la normativa federal utiliza 21 veces la palabra ‘empresa’ contra 2 veces la palabra ‘trabajo’; 8 veces la palabra ‘explotación’; 2 veces la palabra ‘racional’; 4 veces la palabra ‘industrial’; 1 vez la palabra ‘artesanal’. Las palabras ‘comunidad’, ‘pescador’, ‘social’ o ‘alimento’ no figuran siquiera una vez a lo largo del texto”.
Las obreras del pescado marplatenses denunciaron y visibilizaron su situación cuando el Encuentro Nacional de Mujeres se hizo allá, hace un par de años. “Venimos de tiempos crueles. Tenés que agachar la cabeza. Si intentamos algo, después nos vemos bloqueadas por falta de apoyo. Lo único que uno pide es trabajar, y trabajar en mejores condiciones para cubrir sus necesidades”, lamenta Nilda, filetera. Tiene 61 años, y está haciendo malabares para poder jubilarse. “En los años ’60, en comparación a los otros trabajos, ganabas 200% más –recuerda Nilda–. Mi papá era albañil, no tenía trabajo y estaba contento con la plata que traíamos nosotras. Inclusive cuando nos pusieron en relación laboral ganábamos. Teníamos aguinaldo, vacaciones, horas extras, vos te caías y te pagaban. Tengo 2 hijos. Pero desde el año ’91 perdimos hasta la dignidad. Yo quería que mis hijos hicieran otra cosa. No es deshonra, es de angustia de decir cómo se desvalorizó todo. Tenías que ser, como mamá, medio psicóloga porque no querías que tus chicos supieran que no te podías comprar un par de zapatillas. Mi marido era pescador, desde los 15 años que iba al agua. Nosotros vivimos la buena época, cuando teníamos relación laboral: eso era lo mejor, era la seguridad como ser humano.”
“Yo tampoco comparto que mis hijas quieran trabajar el pescado –interviene Isabel, que no quiere que nadie en su familia herede el uniforme de botas blancas–. Pero, al ver el dividendo que te da, ellas quieren. Está tan mal el tema cuando los chicos salen a buscar trabajo, que terminan todos en el puerto. Hay muchos menores de 18 años, son los que han dejado de ir a la escuela y no pueden trabajar en otra cosa por su edad.” A los más chicos, víctimas del trabajo infantil, los llaman “cococheros”: sus manos pequeñas son ideales para trabajar en el cuello de la merluza. Les pagan 3 pesos, la mitad que a los adultos; en Europa, el mismo trabajo se paga 20 euros.
“Vos podés denunciar y tenés pruebas para presentar, lo que pasa es que no tenés el apoyo de las autoridades. Las instituciones no existen, no existen”, advierte El Polaco Muñoz. Y enumera los temas que más le preocupan, además de la explotación de los trabajadores: la depredación de la riqueza marítima, por la caza de ejemplares jóvenes que todavía no cumplieron su ciclo reproductivo. Que la mayoría de los frutos de la pesca comercial no lleguen a la tierra, que se trabajen en altamar. La privatización encubierta de la pesca, “que sucede porque los grandes barcos factoría, extranjeros, compran el cupo de pesca a los pequeños pescadores, hacen eso de la ‘Aventura conjunta’, cómo se llama... Joint ventures o algo así”.
La gente que trabaja en el puerto y es más optimista, luego de hacer denuncias por fraude laboral intenta formar cooperativas de trabajo, se agrupa como los obreros de cualquier fábrica recuperada. Tampoco es una gran salida: las grandes empresas tercerizan el trabajo y difícilmente apoyen su independencia. Otros, salen con sus “lanchitas amarillas” a hacer pesca artesanal. Todos y todas lo hacen para comer pero no cualquier cosa, ni hablar de comprar una bandeja de merluza en el súper: no ganan para darse lujos.
“¿Esto pasa en esta ciudad?”, le preguntaban a Silvana Jarmoluk cuando proyectó su documental Pescadores, la ciudad de los ojos cerrados en el Festival de Mar del Plata. De aquel trabajo, que tiene 3 años, surgió otro plan: llevar a la ficción la vida de cuatro fileteras. Una pertenece a una colonia pesquera italiana, la otra es santiagueña, la otra es gitana, la otra es una inmigrante rusa. La película se llamará, directamente, Las fileteras.
“En Mar del Plata, la mayoría de los habitantes están relacionados con el pescado, y eso se tapó mucho tiempo porque no es nada lindo ser del puerto. Incluso para las instituciones: es como una ciudad aparte que hay que esconder. Mi película tiene que ver con cosas que he visto para hacer el documental y con mis recuerdos: no ven nunca a sus hijos porque entran a trabajar a la madrugada, a los 30 y pico tienen reuma, pasan muchísimas horas encerradas ahí adentro, hay infidelidades y abortos hechos en las peores condiciones. Si están embarazadas, las echan. Son mujeres de armas tomar porque es un trabajo complicado. En una ciudad que llegó a ser la primera en desempleo en la Argentina, en la época de Menem, la gente aprendió a cuidarlo.”
En muchas de estas fábricas clandestinas la cineasta ingresó, también, de forma clandestina. “Si estuviéramos hablando de vacas, la revolución hubiera sucedido hace rato. Pero la cuestión es cultural. Cuando las fileteras suben a los colectivos, la gente frunce el ceño y dice: ‘Mmmm... qué asco’, y ése es un olor que ellas no se lo van a quitar nunca.”
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