Vie 09.03.2007
las12

8 DE MARZO

Siga esa huella

El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer –según el calendario oficial– o de las mujeres –ya que es obvio que el singular no alcanza–, recuerda el trágico final de un grupo de obreras textiles asesinadas por luchar por sus derechos laborales. Un día destinado a despertar conciencia sobre las inequidades que todavía se sostienen como si pertenecieran a un orden natural, un día estratégico para develar aquellos cautiverios a los que todavía toleramos someternos aun teniendo la llave del lado de adentro. Pero un día es poco –por eso existe Las12– para tamaña tarea, como también es poco para homenajear a esas mujeres y hombres que en busca de una sociedad inclusiva y diversa abrieron una huella que, transformada en camino, ahora es tanto más fácil transitar. Entonces que sea un mes: un mes en el que quienes hacen este suplemento rendirán su tributo y agradecimiento a esos espíritus rebeldes de quienes podemos seguir aprendiendo.

Una médica en la colimba

Por Luciana Peker

Julieta Lanteri nació en Italia el 22 de marzo de 1873 y fue pionera en estudiar medicina y en luchar por el voto femenino (y el poder de esos votos). En 1906 fue la sexta mujer en recibirse de médica y, en 1911, la primera en votar en Argentina. Sin embargo, yo crecí sin conocerla. Mucho después de disfrazarme de mariposa, prometer la bandera, ponerme el delantal, irme a marzo, terminar el bachillerato, el Ciclo Básico Común y estudiar hasta el Registro de Propiedad del Chancho en la Facultad de Derecho nunca me habían hablado de ella. Después, y por las mías –o mejor dicho, por el trabajo de historiadoras como Fernanda Gil Lozano–, me enteré que esa mujer –homenajeada entre las calles snob y a trasmano de Puerto Madero– no sólo había luchado por el voto femenino, antes del voto femenino y antes de la única mujer nombrada y renombrada de la Argentina, Eva, Evita, la Eva.

En la Argentina, para la mayoría de los y las argentinos, las mujeres nacieron con Eva porque el peronismo es una Biblia desde donde se lee –con amor u odio– la historia. Por eso, creía que las precursoras estaban olvidadas. Pero que eran sólo eso: precursoras. Sin embargo, entre las huellas de Julieta hay mucho más que anticipación. Hay audacia. “Los dioses tenemos un secreto: los hombres son libres y no lo saben”, escribió alguna vez Jean Paul Sartre. Antes de ese aviso (mejor dicho, sin necesitarlo), Julieta escribía la historia contando que las mujeres también eran libres. Y que ella sí lo sabía.

En julio de 1911 hizo del voto femenino (que se efectivizó legalmente recién en 1947), no un reclamo sino un hecho. Se inscribió como votante en el padrón porteño. La ley 5098 exigía que votaran mayores de edad, como ella; que supieran leer y escribir, como ella, que hubieran pagado impuestos comunales al menos por 100 pesos o ejercieran una profesión liberal, como ella; que tuvieran domicilio legal en Buenos Aires, como ella. ¿Por qué no podía votar, entonces? Julieta Lanteri votó –en la Iglesia de San Juan– cuatro décadas antes de que todas las mujeres argentinas lo hicieran. Fue la primera mujer sudamericana en emitir un sufragio. Pero no sólo me gusta por primera, sino por pilla. Por esos atajos que Julieta abrió y que de alguna manera seguimos buscando las mujeres.

Pero, a esa inteligencia, la frenaron, igual que a tantas y tantos en la historia argentina, por las botas. O por falta de ellas. En las elecciones de 1919 no la dejaron votar porque para elegir representantes tenía que mostrar la libreta de enrolamiento que sólo se otorgaba con el servicio militar cumplido. ¿Frenar a la Julieta? Fue y se anotó para hacer la colimba. No la arrinconaban así nomás a ella, que, el 7 de marzo de 1920, se presentó como candidata a diputada del Partido Nacional Feminista. No pudo llegar al poder. Pero mostró el poder de las mujeres.

Si a Uma, mi hija, los manuales no le hablan de Julieta, no importa, yo le voy a contar que las heroínas en movimiento no necesitan monumentos. Y que en este país hay muchas más mujeres valiosas de las que muestran los libros, las calles y las piedras. Me gustaría que ella, igual que todas las niñas que nacen y crecen en el primer siglo con igualdad de derechos, aprendan que las mujeres son libres. Y que puedan aprenderlo de Julieta.

ALEJANDRA KOLLONTAY

Cronista y agitadora

Por Veronica Gago

Alejandra Kollontay (1872-1952), escritora, periodista y militante rusa, cuenta en sus memorias la travesía de su auto-formación. Y ese género de biografía-travesía tiene en ella una fuerza que la convierte en legado feminista. Porque esa narración es, en primer lugar, una investigación sobre sí misma, sobre sus propias intuiciones y atracciones a las que debía darle calor y confianza para que prosperaran más allá de su vida de niña acomodada primero y como modesta esposa de fines del siglo XIX después, dos cómodas figuras a las que finalmente les saca el cuerpo y que abandona, como en un animal cambio de piel, a favor de una nueva vida. Esas intuiciones o imágenes sobre lo que anhelaba y se proponía (“planes y deseos”) son a la vez certeras y huidizas, como la experiencia femenina del propio cuerpo. Y es precisamente el registro de esa experiencia que se tensa entre su ser inaprensible y su autenticidad lo que pone en marcha su escritura, que se desliza como una economía de sensaciones que a la vez que parecen estar por debajo del lenguaje, desfilan por la radicalización de la palabra. Panfletos, libelos, discursos, artículos periodísticos escritos como militante bolchevique, logran fuerza en el trabajo que Alejandra desarrolla junto a otras mujeres, no sin recibir sospechas de “desviacionismo”: hacia el feminismo o hacia la colaboración con partidos burgueses. Su primer intento de reunir una asamblea de mujeres fracasó. Alguien les dejó un cartel que decía: “La asamblea sólo para mujeres se suspende, mañana asamblea sólo para hombres”. En sus “viajes de agitación” por Europa, es cronista privilegiada en 1911 de una feroz huelga de amas de casa en París contra el alza de precios (finalmente aplacada por la compra de carne a Argentina) y se entusiasma con el “don de palabra” que esas mujeres “no podían ni imaginarse” que tenían; en Alemania conversa con Rosa Luxemburgo sobre el protagonismo que pueden desempeñar las mujeres en momentos de “carestía social”, lo que da lugar a muchas de sus reflexiones; ya en 1917 interviene en las protestas de las lavanderas rusas y sus mitines e insiste en el rechazo de las mujeres a la guerra en plena ofensiva alemana. “No sólo hay que escribir para una misma. Hay que escribir también para otros. Para lejanas y desconocidas mujeres que vivirán algún día”, apunta en su diario, mientras está sola y refugiada en Noruega, la reflexiva y enérgica Kollontay.

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