Valerie Plame era agente encubierta de la CIA hasta que en 2003 el gobierno de Bush filtró su nombre a la prensa. Cuando se desató el escándalo, Plame inició una demanda que llegó al mismísimo presidente norteamericano. En estos días, declarará ante el Congreso, mientras aprovecha el furor que su caso despertó en la industria del cine y las
editoriales. Las espías regresan.
› Por Soledad Vallejos
Contra todos los pronósticos, las espías no se extinguieron con el ardor del neoliberalismo que terminó derritiendo la Guerra Fría y su prolífica, reiterativa, imaginación narrativa. Por el contrario: en estos días, en Estados Unidos la reciente ex espía Valerie Plame debe declarar ante el Congreso en lo que resulta ser una de las sagas más jugosas de la política norteamericana de los últimos años. No es un caso menor, las salpicaduras llegaron hasta el vicepresidente Dick Cheney y el presidente Bush, pasando por autoridades de la CIA y las afirmaciones oficiales que justificaron la invasión a Irak. A decir verdad, el revuelo comenzó cuando el nombre de Plame llegó a un diario y desbarató su carrera de 20 años como agente encubierta de la CIA. Por algo la ex espía no tardó nada en firmar un contrato de dos millones y medio de dólares con Simon & Schuster para publicar su versión del asunto –se llama Fair play, saldrá a fines de este año– y –mientras se muda de casa, trabajo y vida– supervisa el guión del film que la Warner Bros. está dedicándole. Todo bajo estricta supervisión de su antiguo empleador, por supuesto, porque el horno de la CIA ya no está para bollos.
En el mundo de los supuestos, el tráfico de secretos no es otra cosa que el corrillo, el reino del chisme, el mundo en el cual las mujeres fueron históricamente sindicadas como soberanas, para bien y para mal. Sería una versión moderna y profesionalizada de aquello que durante siglos fue asignado como mote con cierta (bastante) carga despectiva: hace del estigma virtud y lo pone al servicio del poder, en lugar de dejarlo fluir por canales alternativos que vaya a saberse dónde terminan. En los relatos, las espías rinden cuentas a un jefe (excepción hecha de James Bond, como cualquiera que haya visto uno de los desplantes que la mandamás Judi Dench, la superior que la corrección política instaló en la saga justo cuando en la realidad del servicio secreto inglés pasaba todo lo contrario); se escabullen en mundos de hombres y recurren a artilugios histórica y culturalmente adjudicados a las mujeres (la belleza, el sexo). A las espías se les adjudican frases –pocas–, gestos –los justos y suficientes–, un profesionalismo en común –muy parecido a la frialdad–. El estereotipo adjudica una y otra vez la belleza bien aprovechada como factor común. Por su parte, la industria del entretenimiento nunca dudó en encontrarles el filón: las modeló como iconos sólidos, netos, de un atractivo ineludible. Y es que aunque venían en el paquete operativo de las formas de la política moderna (y también anterior, también en el ejercicio de la política prerrepresentativa del mundo aristocrático), recién empezaron a ser visibles en ese mundo de la opinión pública que creció al amparo de las formas de comunicación de masas: los diarios, las revistas, la radio en un inicio, el cine y la televisión a su tiempo, todos ellos supieron tomarlas como agua más o menos rendidora para su molino. La primera –quizá la más cubierta de oropeles– que quedó inscripta en esta historia tan siglo XX fue, sin duda, Mata Hari. Pero con los años la colección creció de la mano de un mundo bipolar y paranoico: sagas enteras podrían crearse sólo tomando a algunas de las antagonistas letales de James Bond y sus hermanos de parrandas tecnológicas del mundo del espionaje, el contraespionaje y también el recontraespionaje de Maxwell Smart. Profesionales de entereza dudosa si el enemigo viste el traje y el rostro adecuado; parientas cercanas de la mantis religiosa, astutas y gélidas máquinas de cumplir misiones que no conocen la piedad ante las debilidades masculinas, en caso de ser exitosas. En las representaciones de las espías pueden leerse, también, una historia de la misoginia tanto como de algunas formas de ejercicios del poder político mediante tretas de las no tan débiles.
Se han afirmado infinidad de cosas, y también todos sus contrarios, tanto positiva como negativamente. Que era una comehombres, que era pérfida, eficiente, codiciosa del dinero que espiar podía reportarle a cualquiera en época de guerra; que se aprovechó del magnetismo de su cuerpo y su popularidad para hacer de sus amantes informantes desprevenidos; que no resistía la tentación del poder. Y también: que dejó a su marido militar porque a él empezó a molestarle la liviandad jovial que antes lo había atraído; que era una pobre cocotte de lujo venida a menos a medida que perdía la lozana agilidad de sus años jóvenes como bailarina; que por rescatar a un amante ruso, veinte años menor y herido en combate, tuvo la mala idea de aceptar un trato con el gobierno francés; que el mismo gobierno la agarró desprevenida y recurrió a juzgarla y ejecutarla para levantar la alicaída moral popular en medio de la guerra. Una de las pocas cosas certeras, porque consta en el registro del juicio militar al que se vio sometida, es que tenía respuestas más o menos dignas de Mae West. En algún momento del interrogatorio, el fiscal pasó revista a su agenda de 1916: “Desde junio ha entrado en relación con los militares de todas las nacionalidades que estaban de paso por París. El 12 de julio ha almorzado con el subteniente Hallaure. Del 15 al 18 de julio vivió con el comandante belga De Beaufort. El 30 de julio salió con el comandante de Montenegro, Yovilchevich...”. La lista seguía e incluía ingleses, italianos, irlandeses y alemanes. “Amo a los militares”, retrucó Mata Hari, ¿qué culpa tenía si a ella el uniforme, cualquiera que fuera, le resultaba irresistible? Llegada la hora de la ejecución, se calzó vestido, mantilla y guantes dignos de una noche de ópera, pidió ver a sus ejecutores y lanzó un beso al pelotón de fusilamiento antes del disparo.
Su historia de tanto en tanto vuelve a ser motivo de noticias cuando alguna investigación revuelve archivos y suma detalles. Contradictorio, se ha dicho, es su perfil, y también hecho a medida para que el cine pudiera redibujarlo a grandes rasgos con rostros como los de Greta Garbo y Marlene Dietrich (entre otras) hasta hacer de ella el paradigma de la espía romántica. Verdad o no, sin embargo, pocas veces en esas películas se incluye la historia pedagógica: en la versión que afirma que Mata Hari había estado, inicialmente, al servicio de Alemania, a veces se agrega que para ponerse al día concurrió a una escuela de espías en Antwerp, Holanda. Allí habría sido pupila de Fraülein Doktor, alias Elsbeth Schragmuller, alias Annemarie Lesser.
La leyenda la imagina rubia, de gran inteligencia y autora –nada menos–- que de un manual del buen espía. En la currícula de sus cursos, instruía al alumnado sobre códigos, cifrado, trucos de comunicación, ciencias químicas (uso y manufactura), memorización de mapas y fotos, modelos de armas enemigas (siempre en proceso de actualización). Habría tenido un final trágico: en algún momento se hizo adicta a la morfina, luego a la cocaína, habría enloquecido, terminado en un asilo bajo un nombre falso y desaparecido del mapa. Poco queda de ella, salvo el interés que despertó en personajes tan disímiles como Sam G. Woods (director de algunos clásicos de los hermanos Marx), G. W. Pabst, Dino de Laurentiis, quienes la llevaron al cine con protagonistas como Myrna Loy (Stamboul West, de 1934), la alemana Dita Parlo (Mademoiselle Docteur, de 1936), y la británica Suzy Kendall (Frauleïn Doktor, de 1968), respectivamente. Curiosamente, algo se repite en la elección de los seudónimos que hacen las espías. Las dos últimas coincidieron con Mata Hari: Griffith era conocida como Tigre, Carré como La Gata, y Mata Hari como Tigre Rojo o bien Ojos de Tigre, según la ocasión.
Una lista incompleta también debería recordar a otras espías menos famosas. No puede obviarse a Kitty Schmidt, la alemana que entre 1939 y 1943 regenteó el Salón Kitty, burdel famoso por la locuacidad de sus clientes políticos, industriales y diplomáticos: todo lo que ellos dijeran allí llegaba a oídos de las autoridades nazis. Por su parte, Caridad del Río, aunque más recordada por haber sido madre del asesino de Trotski, tenía su propia condecoración: por la labor realizada al servicio del servicio de contraespionaje e inteligencia de la URSS a fines de los años ‘20, recibió la Orden de Lenin. La condesa polaca Kristine Skarbeck supo servir al servicio británico durante la Segunda Guerra, sobrevivió al nazismo, recibió condecoraciones de Francia e Inglaterra; fue asesinada por un amante despechado. Aline Griffith –que todavía vive– trabajó para la Oficina de Servicios Estratégicos norteamericana en plena Guerra Fría y escribió un libro de memorias contando sus aventuras; la francesa Mathilde Carré fue capturada por los nazis mientras militaba en la resistencia; con la República, recibió una condena a muerte por supuesto colaboracionismo, y luego una conmutación de la pena.
Históricas, geográficas y de todo tipo que puedan encontrarse, podría decirse que Argentina tuvo sus propias espías. Claro que los perfiles varían: no trabajaban encubiertas ni al servicio de un poder centralizado, sino más bien a su antojo y en redes extendidas adonde el mentado (por el machismo) secreto femenino dejaba de ser un misterio taimado para convertirse en herramienta política al servicio de intereses palpables en su vida cotidiana. Se trataba, al menos en los casos de las más o menos conocidas, de damas bien que se servían de su lugar en la sociedad (y también de sus esclavas) para favorecer un bando en la guerrilla salteña. Organizaban bailes y usaban la conversación banal para recoger pareceres políticos. Convertían minucias en trucos: con la excusa de repartir pan entre la soldadesca de un bando, contaban cuántos eran, si había refuerzos, si había heridos. Traficaban información entre Salta y Jujuy, entre Jujuy y Orán. La novela histórica que hizo furor en los años ‘90 reflotó algunos de sus nombres: María Loreto Sánchez de Peón, Juana Moro de López, Celedonia Pacheco y Melo, Magdalema Güemes, Juana Torino, María Petrona Arias, Martina Silva de Gurruchaga, Andrea Zenarrusa.
Siempre ha estado atenta a la moda, no tanto para seguirla como para imponerla a su manera. Desde que su marido, el espía del régimen soviético conocido como Guardián Rojo, fue asesinado en medio de una misión, adoptó el nombre que la distingue: Viuda Negra. Ella, que lleva ya tres décadas como personaje de culto habituada a hacer cameos en historietas ajenas, recién logró su propia revista, una que llevara su seudónimo como título y a ella como protagonista, en 1999. Desde entonces la editorial Marvel, poderosa entre las poderosas del mundo del comic, no se ha arrepentido de independizarla para convertirla en la única mujer espía del comic con peso propio. Se supone que su móvil es la venganza y su fuerza, el resentimiento, pero poco y nada de eso hay en su imagen: en los ‘60, cuando era una recién llegada, vestía armiño y zorros blancos (muy chica Bond); en los ‘70 se pasó al catsuit negro de innegable reminiscencia S/M con sus cierres metálicos; en los ‘80 sumó el cuero, pero restó voltaje a su imagen sexuada, algo que recuperó a partir de los ‘90, ya sin ningún disimulo. Es la mantis religiosa hecha historieta: poderosa, sagaz, inescrupulosa.
Secretos británicos, lanzado hace un par de años, mostraba a una chica de espaldas. Llevaba peinado afro, vestía a la moda. El MI5 buscaba potenciales agentes que sirvieran para acercarse al mundo de las minorías étnicas y culturales inglesas. El texto dejaba en claro que –además de las sacrificadas cualidades que toda buena película demuestra de una agente–, la de espía podía ser una vida tentadora. No se hablaba de riesgo, política, maña, aventuras; en absoluto. La agencia eligió un identikit muy à la Bridget Jones para explicar qué buscaba: la espía típica, decía, “gasta unas 30 libras al mes en cosméticos”, “disfruta acurrucándose en el sofá para ver una buena película de las que hacen llorar”, “la experiencia demuestra que los agentes de vigilancia efectivos gozan de buena condición física, hacen ejercicio de sobra y disfrutan de una vida activa en la calle”, “gusta de cenas románticas en su restaurante italiano favorito”, “usa mucho el automóvil para ir al trabajo”. En suma: romance, buena forma y estética.
La llama su marido, el ex diplomático Joseph Wilson, el mismo que fue embajador de Estados Unidos en Irak y que desató una hecatombe en el gobierno de Bush cuando escribió en el New York Times que los datos oficiales sobre las armas de destrucción masiva en Irak eran escandalosamente falsos. Valerie Plame, espía políglota –además, claro, de inglés, habla griego, francés y alemán– que llegó a la CIA en 1985, con 22 años, vio acabada su carrera cuando, en venganza hacia Wilson, alguien cercano al vicepresidente Cheney filtró su nombre y su trabajo al periodista Robert Novak. En 2003, cuando la información fue publicada, fue imposible para Plame seguir adelante como agente sin cobertura oficial (la tarea más riesgosa: debía espiar usando su propio nombre, sus propios documentos, fingiendo ser consultora de una empresa –inexistente– de energía). De un día para el otro, se convirtió en una de las mujeres más buscadas del país: Plame denunció al gobierno por haber hecho algo ilegal (revelar la identidad de una agente) y lesionar su derecho a la privacidad. (Esta semana, uno de los responsables de la filtración, el ex jefe de gabinete de Cheney Lewis Libby, fue encontrado culpable, mientras que Bush ya insinuó que le dará su perdón.)
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