NOTA DE TAPA
Cuatro años después del estreno de Los rubios, Albertina Carri presentará en el Festival de Cine de Buenos Aires un libro en el que repasa las elecciones y desprendimientos que hicieron que su película fuera la que es y que siguiera generando polémicas como si ese film se hubiera constituido en campo fértil para discutir las políticas de la memoria. Pero Los rubios, cartografía de una película –que edita el Bafici– va más allá y se propone como un texto autónomo en el que se incluye, además, el legado estético de su madre através de las cartas que escribió desde su cautiverio.
› Por María Moreno
Con su película Los rubios, que en algún momento planeó llamar “Documental 1. Notas para una ficción sobre la ausencia”, Albertina Carri decidió transgredir la ley que une el documental al realismo. Albertina es hija del sociólogo Roberto Carri y de la licenciada en letras Ana María Caruso (Legajos Nº 1761 y 1771), desaparecidos el 24 de febrero de 1977. Según el informe de la Conadep, sus tres hijas fueron retiradas por familiares de una comisaría de Villa Tesei: “A partir del mes de julio del mismo año se establece un intercambio de correspondencia entre los secuestrados y la familia.(...) quien actuó como intermediario fue un hombre que era llamado ‘Negro’ o ‘Raúl’”. Eso en la estética de los documentos públicos. Una vecina del barrio donde militaban los Carri y fueron secuestrados, los evoca como “rubios”, aludiendo quizás a la extrañeza de los desaparecidos, identificados como de una clase social diferente, misteriosos y por eso, vagamente enemigos.
Entonces, con aquella película, por primera vez, una “hija” elegía hacer una investigación en el formato “memoria” mientras investigaba al mismo tiempo los modos de representación. Con desparpajo, desechaba el discurso de los derechos humanos que homologa verdad y justicia, dejaba de lado las 40 horas de testimonios que ya había grabado, elegía representar el secuestro de sus padres con muñequitos de Playmobil y ponía como mentores de su obra, no La batalla de Argelia o La hora de los hornos sino las películas de Chris Marker y Jean-Luc Godard.
Albertina Carri, ahora, acaba de publicar Los rubios, cartografía de una película, que incluye los descartes del film, su guión original, así como otros textos personales que conocieron estado semipúblico cuando se buscaba financiación en organismos oficiales y privados. También fragmentos de las cartas que Ana María Caruso y Roberto Carri enviaban desde su cautiverio a sus hijas Andrea, Paula y Albertina. El libro está pensado de acuerdo a las partes de una película: Preproducción, Producción, Rodaje, Posproducción y Lanzamiento. Incluye una larga entrevista realizada por Fernando Martín Peña, donde Albertina Carri –que siempre siente que “debe ocupar su pequeña Bastilla para sostener Los rubios– responde a sus críticos y retoma sus reflexiones sobre su apuesta estética. Sin embargo, Los rubios, cartografía de una película no es simplemente la parte de atrás de un film sino un texto autónomo, por momentos lírico, donde los testimonios funcionan como un corifeo y las cartas maternas como un legado estético.
–¿Hay algo que no te guste de Los rubios?
–Cuando recién la terminé y la eligieron para el festival de Buenos Aires yo quería volver a hacerla toda en 35 mm. Porque tiene muchas escenas que, cinematográficamente, no están logradas. Por ejemplo el travelling en que Analía (Couceyro, actriz que en la película se presenta como tal para anunciar que representará a Albertina Carri) se repite es un plano que bien hecho quedaría muchísimo mejor. En cambio, el libro creo que cumplió su objetivo: volver a hacer el recorrido de una película de la que se sospechaba que no tenía guión y domesticarla un poco.
Los rubios recibió críticas muy elaboradas por parte del mundo académico, una de Martín Kohan titulada “La apariencia celebrada” y publicada en la revista Punto de vista y otra que forma parte del libro de Gonzalo Aguilar Otros mundos (ensayos sobre el nuevo cine argentino). La segunda es sólo parcialmente una respuesta a la primera, que es totalmente cuestionadora de Los rubios. Y llama la atención cómo las mismas resoluciones estéticas generan interpretaciones tan diferentes con sus consecuentes conclusiones como si el film hubiera sido el territorio propicio para ilustrar las actuales políticas de la memoria que marcan límites precisos sobre el uso del testimonio y las ficciones de la verdad. En el espacio de las secciones dedicadas al cine en los medios también se generaron comentarios en torno de la película de Carri, gran parte de ellos laudatorios, siempre resonantes, otros que insistían sobre el hecho de que Analía Couceyro-Albertina Carri apareciera en una escena dándole la espalda a un monitor donde una sobreviviente, ex compañera de militancia de Ana María Caruso, daba su testimonio. La escena que bien podría mostrar a una persona empecinada en utilizar distintos elementos de investigación –-tanto podría no estar escuchando el testimonio como no necesitarlo a fuerza de saberlo de memoria, por la fuerza de haberlo escuchado, seleccionado y editado– fue interpretada como la certificación del uso fragmentado, escaso y mediatizado de la palabra de los sobrevivientes.
–Cuando Analía-Albertina –dice la propia Carri– les da la espalda a los monitores me parece que queda muy claro en la película que se trata de un material con el que Analía-Albertina trabaja hace muchos años. No se puede deshacer de esos testimonios, de esas otras verdades.
El testimonio se suele registrar en algún lugar simbólico o al contrario, totalmente neutro. Suele hacerse un gran plano del rostro del testigo.
–Yo quería evitar las cabezas parlantes pero sin aplazar los testimonios. Sabía que los iba a incluir pero no con la cabeza a toda pantalla, el nombre y el parentesco, que es lo que se suele hacer en los documentales. Sin embargo la memoria es un órgano móvil por eso ahora, en el libro, los testimonios tienen su nombre arriba. También incluyo las cartas que mi madre nos hizo llegar a mis hermanas y a mí. En la película, en cambio, decidí eludir todo aquello que dejara una imagen concreta de mis padres. No quería generar la ilusión de que a través de la película era posible conocer a Roberto y Ana María.
La crítica más reciente a la película de Carri apareció en la nota de Radar titulada “La pesquisa”, un largo reportaje de Mariano Kairuz a Nicolás Prividera, autor de M, una película sobre Marta Sierra, militante de la JP desaparecida en 1976. Allí Prividera sugiere que a Carri no le interesa la Historia ni contar una historia: “Y si Albertina no intenta articular esa historia es porque ya la tiene, porque sus padres eran militantes conocidos y ella creció en un medio en el que esta historia siempre estuvo a mano (...) El caso de mi madre es el de muchos de los llamados perejiles, los militantes de base, mucho más ambiguos e ignorados”.
–La entrevista de la que hablás indica que la película sigue teniendo una vigencia sorprendente. Me pareció una postura muy miserable salir a decir algo así como que yo tenía una historia. Si a los cuatro años te matan a tus padres ¿vos tenés una historia? Mientras que su madre era una “perejil” yo venía de dirigentes importantes. Es como si fuéramos enfermos terminales compitiendo a ver quién está peor. También parece existir una teoría de que tengo una batalla con H.I.J.O.S. De hecho me presenté como querellante (en los juicios que se abrieron después de la nulidad de las leyes de impunidad) a través de H.I.J.O.S.: Tengo una admiración muy grande por la gente que puede militar, es casi una imposibilidad mía: Poner mi deseo en una cuestión más totalitaria.
¿O totalizadora?
–(Risas.) Los rubios es mi segunda película. Yo no quería hacer la historia de mis padres primero. Cuando empecé a estudiar cine todos me decían “hacé esa película”. Pero primero tenía que hacer Isidro Velázquez, porque a la película que se había hecho sobre esa historia la habían quemado. “Si vas a hacer cine no te queda otra opción”, me decían...
Carri siempre ha insistido sobre su intención de que Los rubios no diera una idea de completud que permitiera la sensación tranquilizadora de que, de algún modo, se reconstruía la vida de sus padres. Muchas críticas negativas han visto como déficit esas decisiones estéticas de la autora. Al contrario, Gonzalo Aguilar, en el artículo ya citado, reconoce a través del uso de carteles y de poemas en Los rubios, marcas muy precisas que le dan un sentido muy distinto a la supuesta frivolidad: “En vez de retratos de políticos o de carteles partidarios, en vez de marchas políticas o imágenes de archivos, la actriz que encarna a la directora se presenta a menudo en su estudio rodeada de equipos de filmación y de edición y acompañada por dos posters: uno de Jean-Luc Godard (su mirada multiplicada innumerables veces en un cartel que se hizo para una retrospectiva) y otro de Cecil B DeMented (2000), del legendario John Waters. Los rubios se aparta del cine político documental y busca una afiliación con el cine de vanguardia de Godard y el cine trash y paródico de Waters de una frivolidad que potencia lo siniestro. No casualmente, Analía Couceyro tiene anteojos similares a los de Godard cuando lee la carta del Instituto y está sentada como Melanie Griffith (la protagonista del film de Waters) en el anuncio cuando escucha algunos testimonios. Cecil B DeMented, además, cuenta la historia de un director de cine y su grupo de colaboradores que actúan como una célula guerrillera de cine independiente contra el cine de Hollywood y que se valen de pelucas y otros aditamentos para secuestrar a una actriz de éxito”.
En otro párrafo de su artículo, Aguilar, utilizando la idea de “afiliación” como una categoría menos lineal que la de “filiación”, hecha de desplazamientos, de pérdidas y de elaboraciones simbólicas, sitúa el devenir cineasta de Albertina no como un corte sino como un legado de sus padres: “El trabajo del cine desplaza de la imagen al trabajo del duelo. En el pasado la vemos como una hija sin padre pero en el presente como una directora de cine”.
Tal vez sea oportuno recordar la base documental de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, en el hecho de que en las cárceles y campos de concentración el relato de películas formó parte del contacto de los prisioneros, uno de los modos de evasión en medio del suplicio y la muerte.
Los rubios planteó de manera inequívoca la validez de recursos propios del arte como la animación.
Se te reprochó el uso de los Playmobil en la escena del secuestro, que la apelación a los extraterrestres despolitizaba su sentido. ¿Tendrías que haber puesto Temerarios, haciendo de militares?
–O Dráculas. Pero, ¿cómo hacés para representar el secuestro de tus padres? ¿Con un docudrama? ¿Llamás a actores? Que los Playmobil hicieran tanto de los buenos como de los malos fue visto como no político. En el libro digo que ésa me parece una cuestión tan banal como la que se armó después de que se estrenara La caída por el Hitler “demasiado humano” de Bruno Ganz. Me hace acordar de que, durante una proyección en EE.UU., apareció un hombre totalmente loco a mostrarme fotos de extraterrestres sacadas de artículos de diarios y que me preguntaba: “Los que usted vio ¿son éstos? Porque en México hay muchos casos en el desierto, tal cual usted lo pone”.
Gonzalo Aguilar, en cambio, interpreta la escena de animación como una posibilidad que pone en juego tanto a los muñecos como a quienes los manipulan. Y cita la función de la miniatura como preservación y domesticación de una memoria amenazada. Al mismo tiempo que señala que la recurrencia estratégica a la visión o a la versión de los niños de Los rubios no sólo no despolitiza sino que “hace una de las críticas políticas más audaces de la militancia de los años setenta: la que sostiene que al politizar todas las esferas de la vida social, la militancia termina por poner en riesgo ámbitos que, por lógica, deberían quedar a resguardo”.
Pero la escena es también una suerte de parodia de aquella a la que se suele invitar en los consultorios de psicología infantil a los niños traumatizados: en una ficción familiar ordenada deliberadamente y consciente de su posible significado la sustrae a la interpretación terapéutica. Y al mismo tiempo un deseo de re(animar) a los desaparecidos. El uso de las pelucas en Los rubios generó un remate crítico negativo del artículo de Kohan luego de que él señalara que fue la condición de “rubios”, el hecho de ser vistos así por los vecinos del barrio de donde fueron secuestrados, lo que contribuyó a su caída. Escribe Kohan: “¿Qué significa, entonces, en Los rubios la atribución de rubiedad? Un error, tal vez, pero también un perverso acierto. Significa aquello que ha hecho de los padres de Albertina dos víctimas más de la represión de la dictadura militar. Y significa –lo ha dicho Albertina Carri– el fracaso del proyecto político de sus padres, que quisieron integrarse a la vida de un barrio humilde pero no pudieron impedir que los barrios siguieran percibiéndolos como personas ajenas a su mundo social. Eso, significa ser rubios, por lo tanto. O mejor dicho ser vistos como rubios (porque rubios no eran) para Roberto Carri y Ana María Caruso: su fracaso político y su perdición personal. Y si es así, entonces, ¿qué significa ese festivo ponerse pelucas rubias por parte de Albertina y su grupo de amigos? ¿Qué clase de apariencia está adoptando?”
Es claro que el fracaso del proyecto político de los Carri y tantos otros no puede sustentarse en la mera imposibilidad de inscripción en las clases populares; una mirada barrial integradora (“somos todos negros”) no impidió la brutal desaparición de militantes clandestinos en barrios populares.
–No es simple por qué al final de la película yo me pongo una peluca rubia –dice ahora Carri–. Quizá sea para no asumir el lugar que me dejaron de manera lineal, sino a través de una vuelta de tuerca para convertirlo en algo propio. Hay una historia que heredé, que es trágica pero es mía. Y por eso quiero festejarla.
Es cierto que Kohan parece estar siguiendo solamente la lógica de Los rubios, pero su interpretación no es la única posible ya que Los rubios tiene una complejidad que no permite hallazgos críticos evidentes per se. Ese rubio de las pelucas en el final de la película homologa a los integrantes del equipo con aquellos a los que la película invoca. Para Carri se trataría de otra familia. Pero esa cuadrilla cargada de bultos que se aleja en perspectiva hacia el horizonte también evoca a los finales felices y al mismo tiempo inquietantes donde se divisa a Carlitos Chaplin alejándose junto a su novia, el hatillo al hombro, hacia una nueva aventura donde él siempre está del lado del bien. “Rubios” implica también una justicia poética por oposición ante el “Negro”, intermediario entre los Carri en cautiverio y los parientes del exterior y la vecina que recuerda con detalles pero sin compasión, cuyo cabello es color negro. O como si se dijera “todos somos los rubios” en el mismo sentido en que en distintos momentos de la historia los afiches callejeros gritaban “somos todos judíos alemanes” o “somos todas lesbianas”.
Las pelucas en Los rubios es un valioso hallazgo ficcional y, al mismo tiempo, un objeto de múltiples resonancias en la iconografía de la militancia. La peluca formaba parte de la cosmética de la clandestinidad para construirse una identidad falsa, hacía de la miliciana una “bomba” capaz de distraer la atención durante un operativo. Juzgada como meramente instrumental portaba un exceso donde la ficción liberaba la risa e introducía el juego en el protocolo ascético de la militancia. Las pelucas de Los rubios, entonces, son también de un gran rigor documental sólo que en un uso muy alejado del inventario realista. ¿Por qué la ficción se opondría al documento? Claro que esa rubiez de ficción se vuelve menos metafórica, según los dichos de Prividera, cuando señala el status privilegiado de Albertina al ser hija de desaparecidos que eran también cuadros notables: Carri sería “rubia” entre los hijos de desaparecidos.
Desde su cautiverio, a través de cartas y regalos –cartas que están incluidas en el capítulo Postproducción del reciente libro de Carri–, Ana María Caruso ejerce una maternidad a distancia que se atiene a lo esencial: aunque no las escatime, no se demora en expresiones cariñosas. Urgida por el escaso tiempo disponible –el cotidiano que imponen las frágiles negociaciones en medio del horror, cuando la correspondencia exige ser despachada inmediatamente, el otro, más totalizador donde ella intenta preservar los lazos simbólicos con sus tres hijas– parece desgranar sus preocupaciones menos porque son imperiosas que por el deseo de hacer llegar los ademanes de una normalidad familiar. ¿Por qué Albertina ya no ve a Vanesa? ¿Cómo le fue en la fiesta del colegio con su disfraz de polilla? ¿La anotaron en natación?
–A mí me gusta la frase “hagan una vida lo más normal posible dentro de la anormalidad” –dice Albertina.
Pero a esa frase instructiva puede tomarla como divisa mientras cada vez que relee las cartas le encoge el corazón ese “portate bien”, cuya exigencia, por su presente perpetuo en el texto, no termina nunca.
Es en esta introducción al capítulo “Cartas”, de Los rubios, cartografía de una película, donde Albertina parece abandonar toda distancia para no privarse de la efusión afectiva en la narración autobiográfica. Es como si hubiera cambiado de estilo amén de haber pasado del lenguaje cinematográfico al de la escritura.
“Hace semanas que duermo mal. Ya me lo habían dicho, con los años el sueño se pierde, se desvanece en las preocupaciones diurnas, y dormir es un desafío más. A mí nunca me pasó, yo no pierdo el sueño, ni siquiera cuando filmo una película, en esas épocas duermo como un bebé. Pero estas últimas semanas, algo me robó el sueño. Son las cartas, me digo en mi desvelo. Son las cartas, que me veo obligada a revisar. Son las palabras de mamá que me atormentan a la hora de conciliar el sueño. Es esa mujer de mi edad que escribe desde su cautiverio a sus tres hijas mujeres. Es ella, que a través de esas palabras no habla desde el más allá, habla desde demasiado acá. Habla desde su secuestro. Está secuestrada con su marido, sus hijas están afuera: haciendo la comunión, a punto de entrar en la adolescencia, yendo al jardín de infantes, terminando la primaria. Y ella está lejos, sabiendo que la pueden matar de un momento a otro. Sabe que no sólo se está perdiendo esos momentos de las vidas de sus hijas, también sabe, convive con la idea –y esto es quizá lo que la hace pedir Valium en todas las cartas– de que quizá no vuelva a ver a sus hijas; y ni siquiera eso es lo peor. Lo que duele, lo que la hace escribir ‘siento culpa’ es que esas niñas se harán mujeres sin ella.”
A la luz de las imputaciones de despolitización hechas a Los rubios (la película) y si se toma la idea de afiliación de Gonzalo Aguilar es interesante ver qué mandatos estéticos transmitía Ana María Caruso desde cautiverio:
“Ahora que vienen las vacaciones y van a tener más tiempo para leer, Andre, deciles que te compren los cuentos de Cortázar y su novela Los Premios. Esa novela yo la leí cuando estaba embarazada de Paula, allí había un personaje que se llamaba Paula Lavalle que me gustó y por eso le puse Paula a Paulita. Los cuentos son Bestiario, Final de juego, Las armas secretas y Todos los fuegos el fuego. Leelos en ese orden. En Bestiario el primer cuento se llama Casa tomada, algunos dicen que es una imagen de la sensación de invasión de la clase media frente al peronismo, pero yo creo que pensar eso es una idiotez. Es una sensación, que se repite en otros cuentos de Cortázar, de invasión, de algo que él no controla, de algo irracional e incontrolable que lo invade e incluso le modifica la vida. Lo mismo aparece en otros cuentos en: Carta a una señorita en París son conejitos; en Cefalea es la cefalea, el dolor de cabeza; en otro que no me acuerdo cómo se llama es el tigre, etc. Todos éstos son cuentos de Bestiario, leélo y decime si lo entendiste y te gustó”.
A primera vista, la madre “despolitiza” un cuento de Cortázar pero en realidad propone una cierta autonomía de la obra literaria por sobre una crítica demasiado literal sobre las significaciones políticas. Otros textos de los desaparecidos para sus hijos suelen transmitir las justificaciones de una elección colectiva que prima por sobre el amor a sus hijos o no ocultan el deseo de la transmisión de ideales. Ana María Caruso, en cambio, llega a recomendar entre varios autores a dos “oligarcas”: “1. Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes seguro que te va a gustar mucho; Andrea lo leyó y le gustó. 2. Juvenilia de Miguel Cané, ojo aquí que no te vayan a comprar esas ediciones para chicos tipo Robin Hood porque son muy malas y los libros vienen incompletos. Que te compren una edición completa. Hay una de Austral que debe ser bastante barata y está completa”.
También Ana María Caruso manda instrucciones de felicidad: nadar, hacer amigos, leer obras de ficción.
Los envíos de Roberto Carri son, en cambio, afectuosos pie de página. En una carta a su madre recomienda medidas prácticas inmobiliarias que incluyen apuestas financieras: “Respecto de la casa de Húsares traten de venderla y volcar el capital a interés. Traten de no atarse a intereses fijos a muy largo plazo porque como van los precios posiblemente pierdan plata. Me parece que lo más conveniente son los intereses móviles a muy corto plazo que evolucionan con la inflación (...) Siempre queda como recurso comprar dólares o marcos alemanes, pero no les tengo confianza a las divisas”. Resulta conmovedor ese apego de dos prisioneros en riesgo de muerte a cierta ortodoxa división de roles en cuanto padre y madre. Albertina recibe ese legado y lo divide por películas.
–No quiero volver a casa es más Ana María, Los rubios es más Roberto –-cita.
En la primera página de Los rubios, cartografía de una película, Albertina Carri pone el epígrafe de su padre a su libro Isidro Velázquez, Formas revolucionarias de la violencia: “Una pequeña investigación sobre el terreno, conversaciones con pobladores del lugar, lectura de diarios y otras publicaciones periódicas que se ocuparon del caso, intercambio de correspondencia con amigos que viven en la zona, componen la ‘base empírica’ de este trabajo. Evidentemente, el material utilizado puede ser cuestionado por los investigadores más serios, pero no tengo ningún inconveniente en declarar que eso me importa muy poco”. Haciendo suyo el gesto orgulloso y altivo hace que su padre la defienda de las críticas que siguieron al estreno de la película y también de las recomendaciones del ente calificador del Instituto Nacional de Cinematografía.
¿Soñás con tus padres?
–Una vez al año, creo, tengo ese cálculo. Y siempre me da mucha alegría verlos. Los veo vestidos, casi como los he visto a menudo. Recuerdo mucho a mamá con la misma ropa de una de las últimas veces que la trajeron. Ese vestido verde...
En el primer capítulo de Los rubios, cartografía de una película, la narradora que se llama Albertina Carri dice haberse quemado con el caño de la calefacción. Dice también tener la certeza de que pronto olvidará el origen de esa marca que tal vez atribuya a la caída de un caballo o al atropello de una grúa durante una filmación, pero que esa marca sobrevivirá estoicamente sin dejar de cambiar de tono, de intensidad. Luego se pregunta qué marcas dejó la violencia en su vida. La pregunta queda en suspenso. Como ninguna investigación ha logrado siquiera hacer imaginar cómo eran Ana María y Roberto frente a la radicalidad de su ausencia, tampoco es posible definir la marca de sus destinos en el de ella. Pero hay una cifra en el nombre propio: “Yo, Albertina Carri, estoy en un llano: tengo destellos de imágenes, sonidos apenas audibles, ínfimos recuerdos, anécdotas que no sé hasta qué punto son reales. Todo es un gran vahído, una mezcla de ficción y realidad. Por eso sé que a esta altura yo misma soy una marca en relación a mí, las heridas ya no son identificables, son parte de un todo constituido en la identidad”.
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