FOTOGRAFIA
Lola Alvarez Bravo fue la primera mujer que México reconoció como fotógrafa profesional. Lo que para ella había comenzado como un contagio de la actividad de su marido, al poco tiempo se convirtió en un oficio que desarrollar durante toda su (larga) vida y con el cual no sólo documentó un mundo en desaparición, sino, también, una ética convertida en estética. Un libro de reciente aparición en nuestro país la rescata en todo su esplendor.
› Por Soledad Vallejos
Por los alrededores de 1930, el México posrevolución empezaba a ser una fiesta y Lola Alvarez Bravo estaba entre las protagonistas estelares, aunque jugara a ser apenas una animadora de bajo perfil. Como quien rinde concienzudamente una prueba tras otra en un examen sin fin, se fue dejando absorber por la fotografía, un trabajo que descubrió de casualidad y aprendió a desarrollar por terquedad. Recorrió el país y no desdeñó ningún encargo, porque todo imponderable era una oportunidad de abrir alguna dimensión desconocida. Es que, en su vida, dos cuestiones fueron recurrentes: el azar y la pasión con que supo aceptarlo para ir modelando, con eso, sus pasos. La aprendiz accidental se convirtió en la primera mujer fotógrafa de México. Redefinió los límites de la idea de paisaje y no se privó de la experimentación formal; inundó la estética de una noción personalísima (y coherente) de ética. Fue anfitriona de un salón –el de su casa– frecuentado por la bohemia intelectual, productora de asociaciones insospechadas, gestora de proyectos fragmentarios aparentemente desperdigados que iban a terminar por dar forma a un proyecto mayor y su visión de conjunto. Como era algo inquieta, fue, también, la primera en organizar y montar una exposición individual de Frida Kahlo (con quien además alimentaba proyectos fílmicos y series de retratos poderosos) en la galería que había abierto en su propia casa (donde también supo albergar obra de Leonora Carrington). Murió en 1993 y dejó un archivo inmenso, el mismo que –afortunadamente– la especialista en arte latinoamericano Elizabeth Ferrer pudo investigar (en el Center for Creative Photography de la University of Arizona) para entregar su Lola Alvarez Bravo (ed. Fondo de Cultura Económica), una edición deliciosa que en estos días está llegando a Argentina.
Había crecido en la mansión familiar, en Jalisco. Cuando su padre murió, unos familiares se hicieron cargo de ella (entonces de 13 años) y de su hermano mayor, quienes se instalaron en el DF. Allí, mientras su hermano se hizo amigo de Manuel, ella jugaba con muñecas de porcelana: las ponía en fila contra la pared y representaba ejecuciones de la Revolución. Luego vino la escuela de monjas, la salida al mundo y el amor. Lola regresaba al DF con algo más de 20 años y su marido Manuel Alvarez Bravo, un hombre al que conocía desde su infancia y por quien había cambiado su nombre de soltera (Dolores Martínez de Anda). El matrimonio acababa de dejar atrás Oaxaca. A fuerza de prepotencia, él comenzaba a obtener trabajos en los que ella lo acompañaba, se inmiscuía, miraba y aprendía con voracidad algo que, decía, había comenzado como “una especie de contagio”. El no franqueaba el paso con facilidad, aun cuando de tanto en tanto le permitiera disparar tomas con la misma máquina, el mismo rollo, e inclusive llegaran a firmar con desprolijidad uno la imagen sacada por la otra y viceversa. “Yo le decía: ‘déjame’, y él: ‘no, tú muévete’; pero ‘siquiera déjame revelar lo mío’, le insistía yo, y él: ‘no, tú muévete, muévete’.”
El México posrevolución era un mundo en ebullición: con un gobierno –el de Alvaro Obregón– que tomaba a las artes como herramienta fundamental para unificar un país desarticulado, la inquietud devenía producción cultural constante, y el matrimonio no podía ni quería sustraerse al clima alrededor. Un par de episodios tristes terminaron de abrir el paso a Lola: en 1930, Tina Modotti, amiga de Manuel, fue deportada, debía conseguir plata con urgencia; el matrimonio le compró dos de sus cámaras fotográficas; una, la Graflex, fue desde entonces completamente suya. En 1931, Manuel cayó gravemente enfermo; Lola debió sacar adelante el trabajo que él hacía en la revista Mexican Folkways: era lo único que le faltaba para completar su formación profesional y arrojarse a la foto como oficio. Iba a hacerlo todavía con más intensidad desde 1934, una vez separada.
“Lo que era un gusto, un puro anhelo, se convirtió también en un oficio.” Eso decía de la nueva vida que comenzó ya separada, tras dejar a su hijo al cuidado de su suegra y compartir casa con la pintora María Izquierdo (quien, a su vez, venía de separarse de Rufino Tamayo). Para los demás no eran dos locas, pero casi: “Las mujeres que trabajábamos y lográbamos hacer algo, y que nos respetaran dentro de nuestro trabajo y por nuestro esfuerzo, éramos muy pocas. No porque se necesitara mucho valor para hacerlo, pues no había persecución contra las mujeres, aunque sí causábamos un poco de escándalo; sino porque lo que de veras se requería era mucha decisión”. Lo del escándalo es imaginable, esa casa debía ser un maremoto: noches enteras de reuniones en la sala, salidas constantes al circo, al Café de París, al Cabaret Leda, a cantinas y salones de baile obreros... Entretanto, Lola fue consiguiendo trabajos. Dio clases de dibujo en escuelas, fue archivista en el gobierno, hasta que, a mediados de los ’30, logró cierta estabilidad como fotógrafa de la revista El maestro rural, una publicación de la Secretaría de Educación Pública. Entre guías y actualizaciones docentes, cada número contenía ensayos fotográficos: Lola retrató jornaleros, niños indígenas, comunidades mestizas, recorrió el país y aprendió a construir una mirada sobre los cuerpos, los gestos, las vidas vividas en paisajes intensos. Poco después, en 1936, le llegó su primer encargo importante: la documentación de una obra de sillería colonial que había sido parte del coro de una iglesia, pero en ese momento formaba parte de un salón de la Escuela Nacional Preparatoria. Hacía falta ojo, sí, pero también una destreza y un ingenio perseverante.
Ese antecedente le valió ser también convocada por revistas ilustradas y por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (donde, además de documentar arte, producciones de teatro, danza y hasta eventos oficiales, debía enseñar y oficiar de curadora en muestras). Al menos su supervivencia –que no era una preocupación menor– estaba asegurada. Y lo que era mejor: el pasar constantemente de obras de arte a escenas callejeras, a ensayos geográficos, a ensayos humanos y cuantas otras variantes le fueran requeridas no era tanto un desafío como la renovación de una oportunidad, la de aprender, armar, desarmar y volver a armar sus propias categorías de la experiencia. Eso, por supuesto, tenía correlatos obligatorios y dedicados en sus fotografías. Claro que, de todas maneras, algo sufría: “Los buenos resultados a veces me dan gusto y a veces mucho susto, porque digo: ‘bueno, y después de esto ¿qué voy a hacer?’”.
“Busco la esencia de los seres y de las cosas, su espíritu, su realidad. El interés, la experiencia propia, el compromiso ético y estético forman el tercer ojo del fotógrafo. Hay quien lo enfoca hacia el paisaje, yo me siento atraída por los seres humanos.” El trayecto no era fácil: construir un lenguaje propio en el mismo escenario que hacía de su ex marido (de quien se divorció definitivamente recién en los años ’40), un artista venerable (el propio Cartier-Bresson no ahorraba elogios al mencionarlo), y de los varones artistas en general deidades intocables por su rol de medium, entre la herencia cultural y los modos modernos de asumir y reconfigurar esa herencia, no era sencillo. Y es que Lola fue una viajera constante que sólo se interesaba en aquello que le significara un riesgo. Retrató tradiciones y rostros de un mundo rural que iba desapareciendo, también de una pobreza profunda, de una riqueza compleja, de una identidad que era –en realidad– sumatoria de siglos de voces y silencios. El desafío estaba agazapado: ¿cómo evitar que la mirada fuera complaciente con una condescencia previa, cómo romper con un preconcepto que le impidiera salir al encuentro con todos los sentidos despiertos? ¿Cómo no reproducir un populismo de folletín, que reprodujera en el pobre la mirada eurocéntrica (o de clase) sobre el buen salvaje, e hiciera de la miseria virtud intrínseca? “Hay una confusión muy generalizada con este tipo de fotos en que dicen que se dedica uno a ser tercermundista o a regodearse con la miseria. Yo pretendo trabajarla de una manera que no resulte hiriente, pero también para señalar un estado de cosas. En todo caso, la fotografía de la miseria ha de servir para despertar buenas y malas conciencias, por lo tanto no debe permitir la fácil conmiseración ni tampoco la simple simpatía.”
Salir al encuentro era un desafío constante y ella emergía airosa; era una cuestión de libertad (y recuerda, en sus imágenes, otra mirada similar en el ejercicio de la comprensión humanista: la de Grete Stern en sus fotografías del Chaco). En 1950, enviada a Acapulco a documentar la meca del bonvivantismo internacional en que se había convertido Acapulco, opta por escenas de pescadores en el puerto y turistas ricos en boîtes, paisajes tropicales estereotípicos y crecimiento urbano costero, puestas de sol y retratos de prostitutas que escatiman el rostro y exhiben el pecho (forman parte del notable Tríptico de los martirios). Por la misma época también se dedicó a fotomontajes (algunos de los cuales se convirtieron en fotomurales exhibidos en Monterrey y el DF) que exhiben una riqueza urbana desbordante (que la había en México) tanto como profetizan un futuro decadente, incierto, caótico.
Esa misma década, la muerte cercaba a Frida Kahlo y Lola lo intuía. Tramó con ella la realización de un pequeño film que no llegó a concluirse, le tomó retratos intimísimos, dulces. Antes de la despedida final, abrió para ella las puertas del espacio que había inaugurado al regresar de la experiencia de Acapulco. Allí, en la Galería de Arte Contemporáneo, Kahlo vio la primera exposición individual de su obra, en abril de 1953. Antes, había llegado su cama; ella ingresó poco después, en camilla.
Un infarto, en 1961, comenzó a lentificar las actividades de Lola, aunque no a detenerlas por completo. Sin embargo, el mundo, su mundo, ya había cambiado notablemente, por no decir que se había ido esfumando. “No tengo mayores pretensiones artísticas, pero si algo resulta útil de mi fotografía, será en el sentido de ser una crónica de mi país, de mi tiempo, de mi gente, de cómo ha ido cambiando México, en mis fotos hay cosas de México que ya no se ven más... Si tuve la suerte de encontrar y plasmar esas imágenes, pueden servir más adelante como un testimonio de cómo ha ido pasando y transformándose la vida; imágenes que me llegaron muy hondo, como electricidad, y me hicieron apretar la cámara.” Murió a los 90 años, ya reconocida como artista y como maestra de las fotógrafas que, desde mediados de los ’80, comenzaron a destacarse en el panorama mexicano.
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