LIBROS
La Anunciación –Seix Barral–, el libro de María Negroni, se suma a esas voces rotas y dispersas que a 30 años de la última dictadura es posible oír porque el consenso sobre la responsabilidad del terrorismo de Estado ya no se discute. Es esta una voz que habla en privado y de lo privado, que hace memoria pero no busca contestar interrogantes. La voz de quien ha sobrevivido y reclama un espacio para los finales que siempre estarán abiertos.
› Por Liliana Viola
Hay dos palabras –catástrofe y calamidad– que suelen intercambiarse como idénticas en el apuro o por no repetir términos en una misma frase, pero también por ese hábito de mirar hacia arriba cada vez que cae una desgracia.
Sin embargo, la distinción entre una y otra –que ya señaló Ernesto Galzón Valdés en su libro Calamidades (Gedisa)– propone una interpelación urgente de las reflexiones sobre el horror. El autor define “calamidad” como aquella desgracia, desastre o miseria que resulta de las acciones humanas intencionales, y deja para “catástrofe” la mala suerte o la furia de la naturaleza.
En estos términos, la dictadura de 1976 no fue una catástrofe. Por eso corresponde aquí la pregunta molesta sobre las justificaciones racionales de la represión y la violencia. Porque las calamidades requieren ser revisadas en estos términos, a fin de reducir a futuro la arrogancia insensata o la ignorancia imprudente.
La memoria de los sobrevivientes –de un horror o del otro– padece de intermitencia. Sufre de una fragmentación mayor a la corriente, una imprecisión que los acontecimientos abruptos, crueles e inesperados le ha impuesto. Pero al que recuerda una catástrofe se le admiten lagunas y alucinaciones, los hechos trastornados por el miedo y lo indecible. Quien vuelve de un accidente recibe la escucha respetuosa y hasta celebratoria de su parcialidad. La catástrofe es un ítem en la lista enciclopédica de lamentables records. En cambio el relato de la calamidad marca el rumbo en que una sociedad de gente que por alguna u otra razón no ha muerto, seguirá construyendo su historia.
En el marco de esta discusión tácita, ya desde las primeras ficciones que empezaron a aparecer en los ‘80, se intentó cumplir con el mandato de la articulación. Y hace pocos años, transcurridas las primeras tres décadas, una voz rota, consciente de su insuficiencia, comenzó a hacerse oír. Una ficción que no se molesta en señalar y diseccionar el espacio del mal –los juicios a las juntas, el consenso general sobre que hubo crímenes de lesa humanidad, permiten este desvío– sino que se construye desde su propia imposibilidad mientras parte y vuelve a una historia que se regodea en su carácter privado. Esta voz, presente en la última novela de María Negroni, se expone en su dificultad para encadenar y reconstruir, se desnuda ella misma como estigma, legado de plomo.
El personaje femenino que habla en La Anunciación habla porque recuerda. No tiene nombre, tiene una inagotable voz. La voz avanza como podría hacerlo en su lugar la poesía: desarmando, desalentando a los que busquen ahora de dónde asirse, imponiendo el estado de vigilia y sopor en el que se revuelca quien se murió en la víspera. Habla desde un viaje a Roma que hizo para salvarse. Una despedida imaginaria. Una conversación que sí ocurrió pero no debió de ser la última. El exilio y el diálogo con un amante que no hace otra cosa que escaparse a fuerza de una imaginación que no cesa, de la palabra textual y el beso que se aleja por tanto repetirse en el vacío.
La voz de esta mujer que recuerda oscila entre el suicidio y el trabajo de memorizar, se encuentra constantemente intervenida por otros personajes de su pasado, de sus lecturas, de los propios poemas de María Negroni, de la fantasmagórica Roma, el anagrama donde sobrevive en un exilio.
El deseo, la memoria y la palabra son tres ardores incapaces de responder a la pregunta sobre el porqué. Pero avanzan. La voz enamorada va dirigida a Humboldt, el nombre falso con el que un joven de apenas 20 años que es o pudo haber sido el amor, encaró su militancia y su muerte incierta, su desaparición. Estrictamente a ese nombre va dedicado este esfuerzo. Sí, por allí reaparecen compañeros de militancia, las críticas sonámbulas a las reglamentaciones internas, palabras vehementes sobre el Imperialismo y la patria, el panfleto o la independencia del arte.
Mientras tanto, el personaje al que se le escapa de las manos esta historia es interpelado por la palabra casa, el ansia, los compañeros y también por la Vida Privada que intenta rescatarla aconsejándole que salga, que se divierta, que se compre ropa.
Negroni, en esta novela, se dirige hacia los hechos del pasado con el aturdimiento de alguien que no termina de despertar de una calamidad. En el mismo sueño, Athanasius, personaje del siglo XVII, fabrica un museo de la clasificación, una joven llamada Emma, como otra Emma, pinta siempre el cuadro de La Anunciación. Humboldt no sólo está presente en toda la trama, figura también en la dedicatoria de la novela.
La voz aturdida parece repetir lo mismo que repetía el silencio de Alejandría. Ni la ficción ni lo que deja ver la realidad darán el porqué de la rosa. Ni siquiera la soledad va a ser la misma.
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