VIOLENCIAS
Supuestas tradiciones que no se discuten —como llamar a la prostitución el oficio más viejo del mundo—, flujos de dinero que se toleran como un mal menor —de los prostíbulos sale parte de la caja chica de la policía—, más la complicidad de funcionarios en las redes de trata de personas con fines de explotación sexual hacen que un número tan contundente como el que cuenta a las mujeres desaparecidas en el último año sea invisible.
› Por Luciana Peker y Roxana Sandá
“Aparición con vida de las mujeres secuestradas y desaparecidas por las redes de prostitución”, reclamaron, ayer, 3 de mayo, en la Plaza de los Dos Congresos, la Red No a la Trata, la Coalición contra la Trata de Mujeres y Niñas y la ONG Mujeres Trabajando, entre otras organizaciones. La palabra desaparecidas y la consigna de aparición con vida cargan con tanto dolor y tanto peso que la necesidad de usar esas consignas demuestran la necesidad de apelar a palabras claras para que se entienda que, en la Argentina del Siglo XXI, hay esclavitud sexual de mujeres que permanecen secuestradas (sin DNI, dinero, ni vías de comunicación), torturadas (física, emocional y mentalmente) y obligadas (sin libertad, elección, autonomía, ni escapatoria), a tener relaciones sexuales con clientes de prostíbulos de los cuales no se pueden ir, ni hablar por teléfono, ni pedir ayuda y que cuentan —generalmente— con impunidad (judicial, policial o política) para funcionar.
Sin embargo, las denuncias de desapariciones todavía no han generado ni sismos institucionales ni conmoción en la opinión pública (que es lo que, la mayoría de las veces, provoca sismos institucionales) como el asesinato de María Soledad Morales, en Catamarca, o el crimen de Leyla Nazar y Patricia Villalba, en Santiago del Estero. “Es difícil admitir que hay secuestros de mujeres de manera permanente en un momento electoral y con autoridades provinciales que, seguramente, quedarían implicadas”, señala una investigadora de trata que prefiere conservar su identidad. La historiadora Fernanda Gil Lozano es categórica: “Hay un Estado que es terrorista sexual, aunque no intervenga directamente, por el silencio que impone. El dinero que maneja la red de trata cierra todas las bocas del aparato político”, remarca. Una boca que la Justicia no abre. Por complicidad o miedo. Mirta Guarino es actualmente jueza de menores de Moreno. Pero, cuando se desempeñaba como magistrada de Tres Arroyos, desarticuló una red de prostitución infantil que le costó un llamativo accidente automovilístico. Ella destaca: “Si existen estos espacios donde se obliga a las jóvenes a prostituirse es porque alguien gana dinero, paga favores, y compra silencios... Este drama devela tramas siniestros que generan mucho miedo porque el accionar que tienen estos grupos
es a través del terror. Además muchos funcionarios (no solamente policiales, también judiciales) son usuarios del sistema de prostitución”. Hay algo más allá de la corrupción que habla de la sociedad argentina que no habla del secuestro de mujeres. Y es la palabra prostitución. La periodista Marta Vasallo opina sobre los prejuicios que arrinconan la trata en el mito del oficio más viejo del mundo: “La opinión pública más extendida es que siempre hubo prostitución, por algo será, no va a dejar de haber. Y, por eso, las chicas son siempre sospechadas de connivencia con sus explotadores”, subraya.
—Hola, comisaría Octava.
—Sí, campeón. ¿Ya está C. (da nombre y apellido)?
—A ver... un momento. ¿Quién habla?
—A, de... (menciona un cabaret).
—¿Cómo anda, señor A?
—¿Quién habla ahí?
—V. habla acá. A ver esperá... (consulta). Está el subco, A.
—Ah... ¿Sabés qué?, yo tengo que llevar una chica para fichar.
—¿Cómo está?
—Está rebuena.
—Uy, ¡qué los parió! Esperá, A. Le preguntamos al subco... le están preguntando. ¿Todo al pelo, por allá?
—Sí, todo muy tranquilo... acá estoy acostado con las chicas.
—Qué envidia que te tengo. ¿Cómo es que estás acostado con las chicas?
—Saluden, chicas... (se oyen voces femeninas saludando).
—(Se ríe) ¿Y de dónde es la piba esta nueva?
—De La Pampa.
—¿Cuántos años tiene?
—Acaba de cumplir quince...
—(Se ríe) ¿De qué? ¡De ancho! Che, ¿todo al pelo?
—Sí, todo tranquilo loco.
—Listo, nos vemos. Traela nomás, no te hagás problema.
Esta conversación telefónica entre un policía de Choele Choel (se trataría del oficial César Cayumil, según reveló El Diario de Río Negro) y un proxeneta (en la que, presuntamente, el subcomisario mencionado es Moisés Rodríguez) no deja dudas. Es una de las pruebas sobre la pista de trata de mujeres en la investigación por la desaparición de Otoño Uriarte, de 16 años, hace seis meses, en Río Negro. Susana Stilman, presidenta de Mujeres Trabajando e integrante de la Red No a la Trata, cree que hay un antes y un después de esta grabación. “Esta escucha demuestra la complicidad policial con los proxenetas. Y es la primera vez que esta complicidad se demuestra con pruebas concretas.” También Germán Bernales, del Centro de Derechos Humanos del Comahue, de Río Negro, valoriza las revelaciones de la investigación, pero advierte sobre sus consecuencias: “Esta conversación revela una situación clara de trata. Sin embargo, los policías implicados están separados de la fuerza, pero no imputados, como mínimo, por no ir a rescatar a una menor que estaba en un prostíbulo”.
Actualmente, los familiares de Otoño están esperando las pericias definitivas sobre el ADN del cuerpo encontrado. Pero, más allá de los resultados, y de las hipótesis de si la adolescente pudo haber estado esclavizada en un prostíbulo, si fue asesinada después de una violación (también un femicidio que no es casual que se produzca en zonas liberadas para el sometimiento sexual de las mujeres) u otras pistas, lo cierto es que esta causa reveló —como nunca antes en la Argentina— la complicidad policial con el secuestro de mujeres para esclavizarlas en prostíbulos.
En Argentina, siempre se consideró que los vueltos por las multas no escritas, las pizzas gratis, la quiniela clandestina y las coimas de los prostíbulos para funcionar sin ser molestados eran parte de la corrupción policial, supuestamente, tolerable. La caja chica no horrorizaba a nadie. Sin embargo, esa caja chica empezó a mostrar el machismo institucional cuando el fantasma del supuesto “loco de la ruta” (una leyenda para encubrir crímenes institucionales) se corporizó, en Mar del Plata, en la venganza de los policías que cobraban con la muerte a las trabajadoras sexuales que no les daban su parte de las ganancias del trabajo sexual.
En el 2007, con la revelación a todas luces del secuestro de mujeres, los prostíbulos ya no son sólo los lugares donde la exclusión empuja a muchas mujeres al filoso trabajo sexual (una situación debatida, nunca gratis, ni plenamente autónoma, pero no asimilable a la trata en donde la esclavitud sexual no es una opción revertible sino un secuestro). Los prostíbulos son hoy verdaderos campos clandestinos de concentración tolerados por la costumbre y la vista gorda. La escritora Myrtha Schalom, autora de La Polaca (la historia de Raquel Liberman, quien denunció, en 1930, a la Zwi Migdal, famosa organización de tratantes de mujeres) cree que la esclavitud sexual no es nueva, pero nunca puede ser legitimada. Ella desafía: “Mientras no haya una fuerte y sincera voluntad política de denunciar a la trilogía que sustenta el negocio de rufianes, policía y municipalidades más víctimas quedarán silenciadas”.
Para no quedarse en el duelo de la denuncia, ni en la espera de que la conmoción se produzca, Stilman propone: “Necesitamos una ley que aborde el problema de la trata de personas y un programa de atención a las victimas que incluya posibilidades de reinserción social y protección para no volver a caer en manos de las redes”. Sara Torres, de la Red No a la trata, también cree que se necesita una nueva ley, pero en una versión mejorada al actual proyecto que espera sanción en el Congreso. “Es necesario que la nueva norma que se apruebe no haga diferencias entre mayores y menos de 18 años. Y no puede exigirse a la víctima que pruebe que no prestó su consentimiento para que se configure el delito de trata. Es imposible que las víctimas puedan probar eso y los agresores (proxenetas, madamas y cafishios) van a quedar en libertad. Hay que tener en claro que a ninguna edad una persona consiente su propia esclavitud.”
1977: Por algo será...
2007: A ellas les gustará...
1977: Los argentinos somos derechos y humanos.
2007: En la Argentina la Justicia investiga, la policía allana y la política no ampara la esclavitud sexual de mujeres.
1977: Las Madres de Plaza de Mayo que piden por sus hijos guerrilleros y subversivos son viejas locas.
2007: Las locas de las madres dicen que sus hijas son prostitutas porque están secuestradas y no porque les gusta la vida fácil.
1977: ¿Usted sabe dónde están sus hijos ahora?
2007: Si usted no sabe dónde está su hija es porque ella se fue de su casa.
1977: Los desaparecidos están en París.
2007: Si las desaparecidas están en Madrid, ¿por qué no piden auxilio vía mail?
1977: ¿Yo? Argentino.
2007: ¿Yo? Argentino.
La opinión pública más extendida es que siempre hubo prostitución, por algo será, no va a dejar de haber. Y, por eso, las chicas son siempre sospechadas de connivencia con sus explotadores.
Tres claveles. Esa fue la diferencia entre la vida y la nada de Fernanda Aguirre el 25 de julio de 2004, mientras ayudaba a su madre a traer y llevar esas flores del puesto que la familia tiene en la localidad entrerriana de San Benito. La chica, que este mes cumpliría 16 años, fue secuestrada de camino a su casa por Miguel Angel Lencina, un peón que vivía en ese pueblo, y existen sospechas firmes de que habría sido vendida para ser utilizada en redes de prostitución. El juez Héctor Toloy, que investiga el secuestro, considera que “si Fernanda está con vida es muy fácil pensar que estaría integrando una red de prostitución infantil. Es una posibilidad real”.
El 6 de agosto de 2004, días después de su detención, Lencina apareció ahorcado en la celda de la comisaría 5ª de Paraná. Su mujer, Mirta Chávez, también fue detenida y en la actualidad permanece alojada en la cárcel de mujeres de la misma ciudad, acusada de haber llamado por teléfono a los Aguirre para pedir un rescate de 2000 pesos. El tercer implicado en la causa es Raúl Monzón, primo de Lencina, procesado como partícipe secundario en el secuestro de Fernanda.
Este mes, su madre, María Inés Cabrol, volvió a exigir respuestas de las autoridades provinciales que ayuden a echar luz sobre paraderos posibles, y pidió la colaboración de testigos que puedan aportar datos. “De las autoridades espero una respuesta y que se pongan las pilas para investigar y decirme dónde está mi hija. No puede ser que no tengan nada —deploró—. Tampoco la gente quiere hablar, pero alguien tiene que haberla visto.” El panorama es oscuro: el abogado Sergio Federik, que representa a la familia Aguirre, reconoció este lunes que los cientos de llamados anónimos recibidos durante estos años nunca acercaron pistas concretas. Y el cuerpo de Fernanda se polariza en mil geografías posibles. La telaraña que se tragó a la niña crece saludable: sólo en 2006, en la Argentina hubo 476 desapariciones de mujeres.
La situación del caso de Andrea Noemí López expone la carencia más pesada que arrastran las desapariciones de mujeres: la nacionalización de su búsqueda. Surge como traba inmediata la ausencia de una ley que desdibuje límites y abra caminos, pero tampoco se aprecian resultados nítidos desde la gama variopinta de organismos oficiales que dedican áreas a trata y tráfico. Algunos familiares de las víctimas hacen de esto una lectura más bien pesimista; dicen que la vasta oferta de agencias públicas no aúna, más bien disgrega los esfuerzos para hallar y asistir a las víctimas. Y la desaparición de Andrea es un espejo donde se refleja ese abanico de flaquezas.
Antes de desaparecer en La Pampa, el 9 de febrero de 2004, la mujer de entonces 24 años era obligada a prostituirse por su pareja, el boxeador Víctor Purreta, quien también acostumbraba a molerla a golpes y someterla a su voluntad, bajo amenaza de atentar contra el hijo de ambos, Carlos, que hoy tiene ocho años. De todo esto podría dar cuenta la actual jueza de Menores, Cristina Baladrón, que representara a Purreta como defensora de Estado en el juicio por proxenetismo, y que antes interviniera en una audiencia de conciliación y acuerdo entre “golpeador y golpeada”, como estipulaba la ley provincial de Violencia. En la actualidad Purreta cumple condena por “facilitación a la prostitución” y Baladrón le niega la tenencia de su nieto Carlos a Julia Ferreyra, madre de Andrea, que sólo logró obtener una guarda. El colectivo Mujeres por la Solidaridad denunció que en los límites provinciales la búsqueda se redujo a las acciones formales y que Jorge Luis Howe, el juez de la causa contra Purreta, “nunca aceptó la colaboración de los organismos nacionales”. Para Mirta Fiorucci, integrante de ese movimiento, existen indicios fuertes de que Andrea haya sido captada por una red de trata y tráfico de mujeres. “Sin embargo la policía y la Justicia no motorizan la causa. La Pampa se ha quedado callada y todo depende de la voluntad de la familia de Andrea, porque la creencia sigue siendo que debe haberse ido por propia voluntad.”
A la estudiante neuquina Florencia Pennacchi se la tragó la tierra con lo puesto la mañana del 17 de marzo de 2005. El encargado del edificio donde vivía junto a su hermano Pedro, en Güemes al 4700, del barrio de Palermo, la vio salir con el teléfono celular en la mano. La noche anterior había cenado con amigas y luego fue a una disco de la zona. Al día de hoy no existen indicios siquiera débiles sobre su paradero o sobre los autores de la desaparición. Sólo pesan las críticas de sus familiares, amigos y amigas hacia el desempeño del fiscal de la causa, Martín Retes, que nunca logró resultados concretos ni bifurcó su investigación ante un posible caso de trata y tráfico de personas. Según Lilén Díaz, amiga y compañera de Florencia en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, Retes manifestó en varias oportunidades que “la desaparición por sí sola no constituye delito, por lo que no debería haber un expediente de búsqueda de persona en su fiscalía”. También cuestionó la actuación de policías de la comisaría 23ª, que durante los cuatro días posteriores a la última vez que vieron a Florencia “no investigaron. Era Semana Santa —recordó Díaz— y los agentes se quejaban porque los hacíamos trabajar”.
Como un caso de manual, el de Florencia Pennacchi no dejó lugares comunes por transitar: en la primera etapa de instrucción, voces de la División Antisecuestros de la Policía Federal deslizaron que habría escapado junto a un hombre a alguna provincia del país o a Río de Janeiro. Otras fuentes inflaron aún más la fábula difundiendo un supuesto consumo de psicofármacos y alcohol. Pusieron en duda su salud mental y hasta pretendieron adosarle “una vida nocturna intensa”, como si ese dato bastara para desaparecer. Valgan algunos datos extra que confirman la desidia a la hora de investigar las desapariciones de mujeres: el listado de números marcados y llamadas recibidas desde el celular de Florencia demoró meses en ser realizado. Los días previos a la desaparición, la joven hizo varias llamadas a un hombre que no pertenecía a su entorno; la Justicia logró ubicarlo, pero lo citó a declarar un año después de lo ocurrido. Los rastrillajes provinciales dejaron de hacerse hace tiempo y, obviamente, la imagen de la joven ya no empapela Buenos Aires.
”Pido justicia por el secuestro y desaparición de mi amada hija Marita y de todas las mujeres desaparecidas en democracia”, repite como una plegaria Susana Trimarco en las movilizaciones que encabeza los días 3 de cada mes. Es el número que cristaliza el aniversario siniestro del 3 de abril de 2002, cuando a María de los Angeles Verón, “Marita”, la capturó una banda mafiosa en Tucumán para venderla por 2500 pesos a un prostíbulo de La Rioja. Desde entonces, Susana recorrió el país, cruzó fronteras, liberó a unas cien mujeres esclavizadas para ejercer la prostitución y recibió algunos galardones que no le llenan el alma pero le abren puertas valiosas que ayuden a encontrar a su hija, como el premio Mujeres de Coraje, que le entregara en marzo la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice. Lo que Susana Trimarco logró hasta hoy, en definitiva, es un arduo trabajo de concientización para que las desapariciones de adolescentes y jóvenes dejen de figurar en los registros policiales como “fugas de hogar”, cuando en verdad se trata de secuestros organizados por circuitos de tratantes. En el camino la acompañan otros actores solidarios, como el abogado Carlos Garmendia, de la Secretaría de Derechos Humanos de Tucumán, que sostiene las denuncias de las víctimas y realiza un trabajo peregrino para romper la aprensión judicial. “Es un problema grave —reflexiona Susana—, porque los tratantes de personas tienen mucho dinero y poder; son capaces de comprar jueces y policías. Todos los días las mafias secuestran a una mujer en la Argentina; de hecho, Marita habría vuelto a casa hace cuatro años, pero la fiscalía de Tucumán recibió muchísimo dinero de los tratantes para desviar todas las pistas que teníamos y finalmente volvimos a perderla.”
En horas, el caso de Otoño Uriarte se convirtió en un cuerpo mutilado de 16 años, con campera negra de vivos verdes. La reducción a ese horror es la última metamorfosis sufrida por una causa que padeció el autismo de su carátula prácticamente inamovible de “averiguación de paradero” desde el inicio, las sospechas arrojadas sobre una relación conflictiva entre la adolescente y su familia, los juicios desvergonzados de funcionarios policiales que todavía relacionan las desapariciones de mujeres con cuestiones sentimentales, y la mezquindad de la Justicia rionegrina al recaratular tardíamente —una semana antes de que aparezca un cuerpo que podría ser el de Otoño— el caso como “privación ilegítima de la libertad”, después de que el 8 de este mes se revelaran escuchas telefónicas realizadas en la comisaría de Choele Choel que descubrieron la connivencia entre policías y proxenetas de la zona para la explotación sexual de adolescentes.
Otoño desapareció la noche del 23 de octubre de 2006, en la ciudad de Fernández Oro, donde residía con su padre, Roberto Uriarte, y su hermano, Leandro. Cursaba el secundario en el CEM 14, tenía un novio, una bicicleta roja que también se tragó la oscuridad y un celular que apareció hace menos de un mes en manos de un sospechoso reciente. Apenas veinticuatro horas después de cumplirse seis meses de su desaparición, el cuerpo de una joven, seccionado y sin manos, con una campera idéntica a la última prenda que vistió Otoño, fue hallado en el pozo de agua de una usina en Cipolletti. El nuevo fiscal de la causa, José Rodríguez Chazarreta, aguarda que el resultado de los análisis de ADN les dé una identidad a los restos. “Es muy angustiante —dice Ana Becerra, la madre de Otoño—, porque estamos buscando a una persona viva.”
“Siempre supimos que no se fue por voluntad propia, pero nunca quisieron escucharnos”, lamenta Roberto Uriarte. Al parecer, la sordera alcanza al ex fiscal de la causa, Oscar Cid, y al comisario de la ciudad, Ives Vallejos. De ambos podría decirse que ignoraron o al menos desatendieron las líneas de investigación que proponían los Uriarte y que señalaban la posibilidad de que Otoño hubiera sido víctima de una red de trata y tráfico de mujeres. Cid fue apartado de la causa luego que el Superior Tribunal de Justicia de Río Negro solicitara informes sobre la actuación judicial en el caso y Vallejos fue separado del cargo para que se investigue su responsabilidad en el presunto encubrimiento policial a proxenetas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux