Vie 25.05.2007
las12

OTOñO URIARTE

El duelo

› Por Roxana Sandá

Dicen que es su cuerpo, pero nosotros nunca lo vamos a aceptar. Nunca.” En ese epílogo donde no caben los análisis ni las sutilezas, el padre de Otoño Uriarte selló la desesperación de un calvario que lleva siete meses y que por toda resolución pretende entregarle un cadáver que el análisis de ADN dictaminó como el de la muchacha desaparecida. En la negación lo acompaña el pueblo de Fernández Oro, que tras la noticia decidió manifestarse en los umbrales de las únicas instituciones capaces de resolver el drama aun cuando se exhibieran impotentes por omisión. Ni el Poder Judicial local ni los policías de la comisaría 4ª, responsables de la búsqueda, cumplieron nunca con sus deberes de funcionarios públicos al servicio comunitario, como establece el latiguillo. No se trata de simples sospechas de negligencia: durante toda la instrucción de la causa se cometieron omisiones que los familiares de la adolescente y sus propios representantes legales entendieron como irregularidades a conciencia. Por cierto, no puede haber distracción en la negativa sistemática de un fiscal que se niega a cambiar la carátula de búsqueda de paradero por privación ilegítima de la libertad, o en su aprensión a emprender todas las líneas investigativas posibles.

Contra esos andariveles intentó ir Roberto Uriarte, el padre de Otoño, cuando se vio aislado para rastrearla por todo el país ante cada anónimo que advertía de su presencia en prostíbulos provinciales y cuando se le denegaban refuerzos para profundizar la investigación. “Siempre estuvimos solos”, lamentó en varias oportunidades. Al día de hoy, su hija se redujo a un papel amarillo donde comprobar el parentesco en cifras porcentuales. A lo largo de estos siete meses, el fiscal Oscar Cid, apartado del caso por su magra actuación, nunca estableció cómo desapareció la muchacha, quiénes fueron sus captores ni dónde la habrían mantenido cautiva. Recién entrado abril último surgió la primera certeza real en la bocanada de horror que arrojó la exclusa de un pozo de agua cercano a Fernández Oro, reteniendo partes de un cadáver con prendas similares a las que vestía la adolescente el día de su desaparición. “Ese día marcó un quiebre en todo este proceso —reflexiona Silvina Labra, amiga de los Uriarte—, porque nosotros estábamos buscando a Otoño desde la vida y, de golpe, como una trompada en medio del pecho, sentimos que nos impusieron una búsqueda desde la muerte.” La vida de los orenses no volvió a remojarse en la misma calma chicha desde que a Otoño le arrancaron su derecho a ser. No hay duelo posible.

Cada vez que menciona la isla de los derechos humanos en la realidad argentina, el psicólogo Fernando Ulloa se pregunta “¿quién quiere convivir próximo al horror y sus efectos? Solamente desde una convicción ética podemos hacerlo. Aquí no valen voluntarismos ni curiosidades más o menos macabras. Son de corto aliento para una permanencia”. Precisamente, a Roberto Uriarte lo desesperan esos tiempos inútiles.

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