SOCIEDAD
Las estadísticas hablan de cambios ante la maternidad. En los sectores con más instrucción e ingresos, la de tener hijos, cuando existe, es una decisión que se posterga hasta entrados los treinta años. Curioso: eso no se traduce en una mejora de las condiciones laborales y de desarrollo profesional, sino que parece tener más relación con nuevas exigencias.
› Por Verónica Engler
La maternidad (pero también la paternidad) como opción y no como destino biológico es una tendencia que se consolida en los países del Norte, pero también en los del Sur, entre jóvenes y no tan jóvenes de sectores medios/altos y altos. Tanto es así que las parejas que deciden no tener hijos (o postergar la maternidad hasta el límite de la capacidad reproductiva de la mujer) fueron bautizadas en los Estados Unidos como los DINK, siglas que significan “doble sueldo, ningún hijo”, un mote que implica, en muchos casos, mayor capacidad para gasto suntuario, algo visto con avidez por firmas de toda laya.
Una clara divisoria de aguas para las mujeres es el nivel de escolarización. Aquí y allá, existe abundante evidencia que señala la relación entre el nivel de instrucción y la fecundidad: las mujeres con menores recursos socio-educativos suelen llegar más temprano a la maternidad y tener una prole más numerosa que las que acceden a un nivel más alto de escolarización, quienes frecuentemente retardan su maternidad hasta bien entrados los 30.
Hace un par de meses, salía a la luz mediática una investigación del Centre for Longitudinal Studies, de la Universidad de Londres —Social polarisation in reproduction (Polarización social en reproducción)—, en el que se analiza la tasa de fecundidad en el Reino Unido. Una de las novedades que aporta la investigación es el dato de que el 40 por ciento de las graduadas de 35 años todavía no tiene hijos, cifra que representa un incremento del 20 por ciento en relación con lo que se observaba hace una década en la misma franja socio-etaria. Y, para colmo, todo parece indicar que una tercera parte de las que aún no han tenido hijos tampoco planean tenerlos. Vaya calamidad para una sociedad como la británica, o en general para los países desarrollados, en donde la población ha tendido a envejecer, fruto de la mayor expectativa de vida, pero también de la baja cantidad de nacimientos.
En la Argentina, etiquetas marketineras al margen, se da una situación similar. Las graduadas universitarias son las que claramente optan por tener menos hijos y a una edad mayor o, directamente, por no tenerlos. ¿La necesidad de dedicarse a full a la profesión podría ser una vía de escape al ancestral mandato de la maternidad? ¿O será que las nuevas exigencias laborales crean una nueva encrucijada? Según los datos que arroja la Encuesta Anual de Hogares de la ciudad de Buenos Aires, en 1980 el 71 por ciento de las mujeres de 30 a 39 años tenía hijos, mientras que en 2006 sólo el 65 por ciento había sido madre. EL promedio de hijos por mujer de este grupo se mantuvo en valores cercanos a los dos. En cambio, si se consideran a las integrantes de la misma franja etaria, pero con estudios universitarios completos, las que habían tenido hijos en 1980 eran el 65 por ciento, cifra que en 2006 había disminuido 18 puntos, mientras que el promedio de hijo por mujer era del 0,8. “Las explicaciones sociales a este fenómeno hay que buscarlas en las expectativas de las mujeres por una mejor posición social, que implican mayores niveles educativos y mejores posiciones laborales. De allí que se postergue la llegada y también se reduzca la cantidad de hijos a tener”, explica Victoria Mazzeo, responsable de la Unidad Análisis Demográfico de la Dirección General de Estadística y Censos del gobierno porteño.
“La fecundidad del total del país es superior a la de la ciudad de Buenos Aires —agrega Mazzeo—. La proporción de mujeres con nivel universitario completo del total del país que tuvieron hijos es mayor que dicha proporción en la ciudad y también lo es la paridez media (la cantidad de hijos por mujer). No obstante, se destaca que entre 1980 y 2001 (a nivel nacional) también se redujo la proporción de las que tuvieron hijos y la cantidad de hijos tenidos, y se incrementó la proporción de mujeres con universitario completo.”
El acceso a un mayor nivel educativo parece ampliar para las mujeres el horizonte de expectativas, no ligado única y exclusivamente a la maternidad, a la hora de pensar caminos posibles para la realización personal. Sin embargo, en un escenario en el que la división del trabajo entre los sexos todavía impera adentro y afuera del hogar, estas nuevas posibilidades les plantean disyuntivas inexistentes para los varones.
“Históricamente la relación entre la capacidad reproductiva de las mujeres y sus condiciones epistémicas están totalmente divorciadas. La división entre el trabajo productivo y reproductivo es algo muy paradigmático y que pesa porque los roles están pensados de manera incompatible”, analiza Diana Maffía, doctora en filosofía e integrante de la Red Argentina de Género Ciencia y Tecnología (RAGCyT). “Hay un modelo de trabajo reproductivo que es full time, la madre abnegada que sólo cuida a sus hijos y reproduce la especie. Y hay un modelo productivo que también es full time, que impone ciertas reglas y maneras, no sólo de desarrollarse sino también de medir el éxito, que requiere ciertas condiciones subjetivas que no están pensadas para las mujeres, sino para los varones. Me parece que lo que se produce es un conflicto subjetivo muy fuerte entre cuáles son las cualidades que requerimos y cuáles son los modelos que tenemos, tanto de maternidad como de vida profesional, y eso genera un malestar permanente en las mujeres.”
En la Argentina, las mujeres empezaron a ser un grupo más o menos visible en la universidad recién en la década del ‘60. La situación ha cambiado un tanto desde entonces. Si antes alcanzaba con un título de grado para ingresar al mercado laboral (en la academia o fuera de ella), en la actualidad es casi indispensable continuar la formación con doctorados y diferentes estudios de posgrado. Por lo tanto, las que quieran subir la apuesta en su carrera profesional, deberán dedicarse desde los veintipico hasta, digamos, los cuarenta años a escribir papers, viajar a congresos, acudir a conferencias y correr contrarreloj si quieren entregar en tiempo y forma los informes necesarios para obtener una beca, un financiamiento o una promoción en el escalafón que sea. Todas estas cuestiones hacen que las mujeres que desean tener hijos deban evaluar el tema sesudamente (por ejemplo, en qué momento hacerlo, como para no interrrumpir ninguna etapa crucial en la formación profesional), disyuntiva a la que no suelen enfrentarse los varones que están en la misma senda. Y las que simplemente no quieran tener hijos, seguramente tendrán que buscarse un puñado de “buenas razones” para tal opción (mientras nadie les pedirá explicaciones a quienes ansíen descendencia), porque la maternidad es uno de los hechos sociales naturalizados que goza de mejor prensa.
“Entre las mujeres académicas y científicas que trabajan en universidades lo que parece haber son intentos de compatibilizar ambos proyectos, el de la carrera profesional y el de la maternidad”, comenta Débora Schneider, que investiga el tema en la Universidad Nacional de Quilmes. “Aparecen madres primerizas entre los 35 y los 45 años, edades que coinciden con etapas más o menos consolidadas de las trayectorias profesionales, cuando ya tienen hecho el doctorado o incluso el posdoctorado, ya han podido viajar por intercambios científicos y concursar sus cargos de docencia. En estas mujeres que intentan compatibilizar ambos proyectos lo que se produce es una fuerte situación de inequidad con respecto a sus pares varones de edades y credenciales similares. El acceso a cargos reconocidos, a puestos de dirección o a actividades de prestigio académico resulta más dificultoso y más tardío en el caso de las mujeres que en el caso de sus pares varones, aun cuando ellos mismos sean padres.”
Un ejemplo significativo se puede hallar en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Este organismo estatal está compuesto por una proporción similar de investigadoras e investigadores, sin embargo en el estrato más alto de la carrera —nivel superior—, las científicas representan sólo el 18 por ciento. En este nivel, el 75 por ciento de las mujeres no tuvieron hijos, mientras que sus pares varones en una misma proporción sí fueron padres. “Esto quiere decir que ellas han entregado su proyecto de vida familiar a cambio de obtener un alto lugar en la academia. Muchas veces no tienen hijos, pero no porque lo elijan libremente, sino porque no se ven a la vista opciones más solidarias de crianza, opciones donde el estado se hace responsable. Hasta hace muy poco las becarias ni siquiera tenían obra social, no digamos atención del parto o guardería”, puntualiza Maffía.
“La forma en que está planteado el desarrollo profesional universitario actualmente y el hecho de que la maternidad siga siendo de competencia individual de las propias mujeres se transforma en una presión que obliga a elegir una cosa u otra, o a vivir al borde del estrés permanentemente en caso de que las mujeres conjuguen ambas cuestiones”, agrega la historiadora Andrea Andújar, investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA). “La intervención institucional, pública, es escasa. La mayoría de las universidades carecen de guarderías o sistemas de cuidado para hijas e hijos, al igual que los establecimientos laborales, además de que se contrata con más facilidad a mujeres solteras o sin hijos, y el corte etario (que favorece a las más jóvenes) también es un peso en contra.”
Evidentemente, cuando se trata de acomodar los tiempos del trabajo y del hogar, todo se complica en la agenda de las mujeres. Habitualmente se piensa que la única que deberá barajar todas las posibilidades para organizar las jornadas domésticas es la mujer. “El mundo del trabajo está modelado desde una perspectiva masculina, el modelo de la persona que trabaja es siempre un varón”, señala la psicóloga Mabel Burin, directora del Programa de Estudios de Género y Subjetividad en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES). “Cuando las mujeres se quieren incorporar al mundo del trabajo pareciera que se tienen que adaptar a ese modelo. Cuando se habla de políticas de conciliación entre la familia y el trabajo, esto se agrava porque se supone que las que tienen que conciliar son las mujeres. Es necesario un cambio social y legal, porque si no a las mujeres se les plantea una opción de hierro, o trabajar o criar niños, algo que jamás se le ha pedido a los varones. Cuando las mujeres se ven enfrentadas a estas situaciones tienen que optar, pero eso no es elegir. Las políticas laborales deberían incluir para ambos la posibilidad de trabajar y tener una familia con niños.”
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