ENTREVISTA
La verdadera armónica de Gieco
Alicia Gieco no es de Gieco: tal vez ése sea el secreto por el cual este matrimonio perdura después de
treinta años. Lo conoció cuando él todavía trabajaba en ENTel y cuando ni siquiera pensaba en su primer disco. Y lo ha acompañado desde entonces, pero jamás más de la cuenta ni más allá de lo que se le diera la real gana. “No soy de las esposas que están en primera fila”, dice.
› Por Sandra Russo
Alicia Scherman se presenta, sonriente y divertida, como Alicia Gieco. Ella es Alicia Gieco, la esposa de León, la madre de sus dos hijas y la abuela de sus dos nietas. Pero, al cabo de un par de horas de charla, puede arriesgarse la idea de que esta mujer menuda, conversadora de las buenas, de ojos vivaces y atentos, ha logrado permanecer felizmente casada casi treinta años con el señor Gieco porque en realidad ella nunca dejó de ser Alicia Scherman. Lo cual, claro, no es más que una manera de decir que Alicia es del todo ella misma, que da la impresión de que este matrimonio ha prosperado porque ninguno de los dos dejó de verlo nunca más que como una agradable circunstancia que se fue prolongando con los años, y que si Alicia Scherman se presenta como la señora de Gieco es porque íntimamente está muy convencida de tener un universo propio, de tener intuiciones a las que obedece, de tener un camino personal que ha transitado sin necesidad de reivindicar nada. Está orgullosa de ser Alicia Gieco, incluso de colaborar con él en algunas de sus letras, pero también está muy lejos de ser apenas la mujer de alguien.
El perro Dylan, blanco y un poco agotado por la edad, descansa mimetizado en una alfombra blanca. Ha recalado allí después del saludo de rigor y allí permanecerá durante el par de horas en las que Alicia hablará de su vida con Gieco, de lo que le gusta y de lo que no le gusta de ese hombre, y de la fama de Gieco, ese premio que a veces parece una piedra en el zapato, algo incómodo que no los deja relajarse ni caminar tranquilos, ni ser del todo espontáneos. No es casualidad que nadie sepa nada de Alicia: ella nunca ha querido hacer notas. Dirá justo al final de la entrevista: “Las personas que se dedican a una cosa y viven de eso, las que tienen una vocación, son elegidas. Yo eso no lo tuve. Es difícil cuando te preguntan: ‘¿Y vos qué hacés?’, tener que decir: ‘Nada’, cuando en realidad te pasás el día haciendo millones de pequeñas cosas que además te tienen que salir perfectas, porque no tenés excusas para que no te salgan perfectas. Yo decía: ‘¿Y de qué voy a hablar si hago una nota?’. Después pensé que por qué no, si yo me siento valiosa”.
–Antes de pasar a Alicia Gieco, ¿quién es Alicia Scherman? ¿Quiénes eran los Scherman?
–Mi papá era ruso, de Ucrania. Llegó acá en el año ‘20, huyendo de los pogroms. Mi mamá era argentina, pero también de familia ucraniana. Hay una historia increíble: cuando mi mamá tenía diez años, ella, su hermana mayor y su madre embarazada se embarcaron hacia Ucrania para visitar a la familia. Cuando estaban en la mitad del mar, se declaró la Primera Guerra. El barco era territorio ruso. Llegaron a Ucrania, pero no pudieron volver. Tuvieron que quedarse allá toda la guerra, siete años. Imaginate mi abuelo, que las había despedido como a quienes se van de vacaciones... El las buscó a través de mensajeros, las ubicó, y al final de la guerra pudo ayudarlas a escapar a través de Rumania. Así que mi mamá se fue de vacaciones a los diez años y volvió a su casa a los diecisiete.
–Y después se casó con un ucraniano.
–Mi viejo era un hijo de ganaderos que cuando llegó acá se fue a trabajar al puerto. Pero él nunca dejó su samovar, su jardín de invierno, suslibros –no entendía cómo era posible tener una casa sin biblioteca– y, sobre todo, su música. Yo soy la menor de tres hermanos. En mi casa paterna, la música clásica, la de los rusos, era el sonido ambiente. Eso me marcó. Yo me sentía rara en esa casa, siendo tanto menor que mis hermanos. Ese mundo era interesante, pero era ajeno. Mi hermana era una chica re ‘50.
–Y vos eras re ‘60.
–Me acuerdo que cuando tenía... ¡seis años!, mis hermanos me llevaron a ver una película, porque el cine era otro hilo conductor familiar. Me llevaron a ver Semilla de maldad. Nunca me voy a olvidar: escuché one, two, three... ¡Escuché a Bill Halley por primera vez! Era “Al compás del reloj”. Escuché eso y fue imborrable. Pensé: ‘¡Esto es mío! ¡Esto es para mí!’. Y de ahí en adelante, todo lo que me pasó en la vida estuvo ligado a la música. Cuando tenía 14, sale Joao Gilberto, la bossa nova. Otro descubrimiento. Después vino Dylan. Guau. Mi primer marido también era músico, santafesino. Me lo presentó Claudio Gabis, el de Manal. Hacía free jazz, y yo por supuesto estuve un tiempo copada con el free jazz.
–¿Cuánto duró el matrimonio?
–¡Ni cuatro meses! Mi papá nos regaló un departamento, cosa que me entusiasmaba mucho, me parece que más que casarme. Nunca nos peleamos, duró tan poco que ni tuvimos tiempo de pelearnos. Creo que nos separamos porque un día me pareció que el bajo ocupaba demasiado espacio.
–¿Y a Gabis cómo lo habías conocido? ¿Fuiste groupie alguna vez?
-¿Yo? ¡¡Noo!! Ese nunca fue mi lugar. Es un lugar feo. Pero mi lugar tampoco era ni es andar atrás de León cuando él va a actuar o sale de gira. El hace su vida, yo la mía, y compartimos cosas. No sólo cosas familiares o de pareja, también cosas musicales, pero esa relación es privada. Yo no soy de las que siempre están en primera fila. No, no necesito estar ni en la primera fila ni ir a todos los conciertos. Y a Gabis, volviendo al tema, lo conocí por amigos, como se conocía la gente, yo estuve siempre rodeada de músicos. ¡Y en los ensayos siempre se conocía gente! Después lo conocí a León. La primera vez que lo vi, estaba tocando la guitarra en la terracita de su casa.
–Te encantó.
–Sí, tenía algo. El trabajaba en ENTel, ni siquiera pensaba en su primer disco. Tocaba una canción para una tal Laura... Bueno, nos hicimos amigos, había onda, y el día en que subió Cámpora, en aquella gran fiesta, fuimos juntos, y como yo soy bajita, él me subió sobre sus hombros para que yo viera más lejos. Esa noche se vino a mi departamento, y después no nos separamos más. En marzo van a hacer treinta años.
–Qué número. Suena fuerte.
–Da miedo.
–Siempre estuviste rodeada de música y de músicos. ¿Vos tuviste alguna vez la fantasía de hacer música, o siempre tuviste claro que eso no era lo tuyo?
–¿La verdad? Yo nunca tuve claro nada.
Alicia interrumpe su relato con una gran carcajada. Pasa de muchas cosas, incluso de las que alguna vez no ha pasado. No es una mujer sin crisis, y lo dice, pero ha aprendido a tomarse el pelo. “Yo soy de la generación de las psicólogas con rulitos. Debería haber sido psicóloga con rulitos. Pero no me iba”, dice. Lo que sí le iba era acompañar a León en aquel lento crecimiento, acompañarlo en sus primeros conciertos en el Auditorio Kraft, acompañarlo en la grabación de su primer disco, que contenía “En el país de la libertad”. “Pero la mía no era una compañía cholula ni forzada. Yo no sacrifiqué nada para acompañarlo”, aclara ella que, como se verá, tampoco renunció nunca a su propia estética. ¿Cómo se imaginan a la mujer de León Gieco? ¿Vestida con una túnica hecha en telar? ¿Con guirnaldas de flores silvestres en el pelo? ¿Con cierto aire campesino y rústica belleza? Ah, no, ésa no es Alicia Scherman; esta mujeres más de lycra que de lana virgen, más de plataformas que de chinitas, más sensual que cerebral.
–¿Cómo fue esa época en la que empezaron a aparecer todos los que después se iban a convertir en leyendas?
–Fue una época impresionante. Vivíamos en mi departamentito, estaba siempre lleno de gente, de músicos y de música. Ya habían aparecido Los Gatos, pero para mí fue muy fuerte cuando escuché “Muchacha ojos de papel”. ¡Yo quería ser esa chica! ¡Estaba segura de que yo era esa chica! Había algunos roces con León, porque yo era una mujer urbana, y él era un poco... pastoril. A mí eso me embolaba, pero, ¿qué iba a hacer...? No me iba a separar porque no me gustaban algunas canciones, ¿no? Era una época bárbara, porque era todo más fácil, no eran famosos, estaban entusiasmados, hacían música todo el tiempo, éramos como una familia, y a mí eso me encantaba, pero también había algunas fricciones. Yo quería tener mi linda casita, mi casita ordenada. Charly me decía que era una pequeño-burguesa, y yo le contestaba: “Loco, yo no soy ninguna pequeño-burguesa”. Después llegó Porsuigieco, me hice muy amiga de María Rosa (Yorio), a esa gira sí que fui. Y de a poco cada uno fue creciendo.
–¿Y qué pasó cuando llegó la fama?
–Lo primero que tuve que trabajar fue la cuestión de los celos. ¡Las minas venían y lo chuponeaban! Es difícil de digerir, ¿eh? Pero algo en mí hizo clic. Pude sentir esto: lo que importa es que este tipo haga su vida, que haga su música y que sea feliz. Cuando él se iba de gira, yo no le preguntaba dónde vas a dormir, con quién cenaste anoche, a qué hora me vas a llamar. Un carajo. El se iba y yo decía: ‘Bueno, se fue’. Y hacía mi vida. Así pude hacerme independiente de León. No lo jodía, pero tampoco renunciaba a mi independencia. Y hemos tenido bolonquis, pero nunca pensamos en separarnos. Yo creo que fue porque pudimos balancear la estabilidad que tenemos gracias a esta pareja, y la libertad de cada uno. De que había que hacer eso yo me di cuenta al toque, hace como veinte años.
–¿Nunca te molestó demasiado ser “la mujer de Gieco”?
–Sí, me pesó, claro que me pesó. Pero prevaleció lo otro, la parte buena de ser su mujer. Una cosa es dónde te ponés vos en relación al otro –eso es lo más importante–, pero también está dónde te pone el otro. Y yo siempre me sentí respetada, tenida en cuenta, valorada. León no me anda diciendo todo el tiempo que me ama, no. El, cool. Pero lo que tengo que saber, yo lo sé.
En la prehistoria de León Gieco pasó todo lo que Alicia acaba de contar. Pero esas gratificaciones y esa popularidad empalidecerían en el ‘82, cuando “Sólo le pido a Dios” se le escapó de las manos a Gieco y tomó su propio rumbo, un camino empantanado por la guerra y los militares. “León lo había compuesto unos años antes, y cuando pasó Malvinas y los milicos quisieron usarlo, la repugnancia le provocó un shock. Estuvo dos años sin tocar. Recién volvió en el ‘84, con De Ushuauaia a la Quiaca. Y después no paró.”
–¿Para vos también ahí arrancó otra etapa?
–Claro. Se volvió mucho más masivo, más popular. Familiarmente, todo empezó a ser más difícil de manejar.
–Me imagino que, cuando sos tan popular, te quiere hasta la gente que vos preferirías que no te quiera.
–Es duro. Para mí más que para él. El tiene una raíz popular, y se lo tiene que bancar. Yo no vibro exactamente con esa parte. Yo la acepto y la respeto, pero no más. De mis hijas, por ejemplo, la mayor zafó, tuvo un padre que la llevaba a la plaza, que la llevaba a pasear, pero la menor ya no. A la gente le empezó a agarrar una especie de locura.
–¿Y qué le dice la gente cuando se le acerca?
–Desde tocá a mi nena que está enferma, tocala, tocala, hasta alguno que le pide que vaya a tocar...
–A su cumpleaños...
–¿Sabés cuántos le piden que vaya a tocar a sus cumpleaños? Es difícil vivir con eso. Hasta a mí me agarró pánico.
Alicia va a la cocina y Dylan apenas mueve la cabeza para constatar que es su dueña la que camina por la casa. Cuando vuelva, ella hablará de las Mutton Dorée, un grupo con nombre como de música pero que, en realidad, es de amigas (entre ellas está Patricia, la madre de Dante, Catarina, Valentino y Vera Spinetta) y Mercedes (la madre de Emanuel Horvilleur) con las que charla y sale. Su casa está perfecta y ordenada, como a ella le gustó siempre, como le gustaba incluso cuando sus invitados eran jóvenes amigos talentosos, obsesionados por la música, creadores de música, esos amigos pelilargos que, cada uno a su turno, fue marcando con sus propios sonidos la historia de varias generaciones. También hablará sobre sus dos nietas (que no le dicen abuela sino Tuchi), y sobre astrología, que estudia en Casa Once. Contará que ha vuelto a psicoanalizarse, pero que su mapa natal le ha dicho más sobre ella misma que el psicoanálisis. Ha recomenzado su terapia porque está, dice, en “una edad brava”, en el medio de algo. Dice que es la edad en la que las mujeres tienen el síndrome del nido vacío.
–Pero yo de eso, nada. ¡Si a mí el nido vacío me vino bárbaro! –dice entre carcajadas y uno se imagina al señor Gieco volviendo de sus giras como un guerrero deseoso de reposo, y es fácil entender por qué a lo largo de treinta años ha elegido volver al nido en el que lo espera Alicia, porque Alicia no teje mientras lo espera, no acumula reproches y, si evalúa entre el debe y el haber, siempre suma más en el haber. A su lado, el guerrero reposa y recarga las pilas de su verdadera armónica.
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