SOCIEDAD
Trabajo bajo tierra
El conflicto gremial de los trabajadores de Metrovías puso sobre el tapete las condiciones de trabajo en los subtes, especialmente el de las trescientas mujeres que ahora se han organizado para defender sus puestos, pero también sus derechos.
› Por Marta Dillon
El andén de Plaza Miserere se angosta hacia el final como una ruta sin terminar que se pierde en un sendero. Más allá de donde se detienen los subtes, más allá incluso del último hombre de seguridad sobre la plataforma que usan los pasajeros, el túnel se abre como una boca negra. Hay un pasillo sobre el costado de las vías, tan estrecho que al paso de los trenes es posible sentir la caricia del acero. Por ahí caminan en fila india un grupo de legisladoras de la Ciudad de Buenos Aires, frunciendo la nariz que recibe el aire enrarecido que se respira bajo tierra. Las guía una de las tres delegadas mujeres con que cuentan los mil quinientos trabajadores de Metrovías, la empresa concesionaria de subtes. Virginia entonces camina delante, impostando la voz para superar el ruido ambiente, internándose por los vericuetos de hormigas que perforan los subsuelos de Buenos Aires. En las entrañas de los talleres, el rumor de las máquinas se escucha como la respiración de un animal dormido. Los legisladores esquivan las goteras, se pegan a las paredes húmedas para dejar pasar a sus compañeras, sólo de una en el fondo. Por esos pasillos no podría pasar nunca una camilla. ¿Qué sucedería en caso de accidente? Virginia Bouvet señala la deficiencia para que los legisladores tengan una idea cabal de lo que quiere demostrar. La delegada ha trabajado activamente para que la Legislatura de la Ciudad sancione la Ley 871 que restringe la jornada laboral bajo tierra a seis horas por día y treinta y seis semanales. Tal como estaba antes de la privatización en 1994, aunque durante los gobiernos de facto de Juan Carlos Onganía y de Reinaldo Bignone la jornada se extendió por decreto a ocho horas. Sobre Virginia y las otras 299 mujeres que trabajan en los subtes pesó la amenaza de la empresa que pretendía frenar la aplicación de la ley: si se hacía efectiva, “implicaría la nulidad automática de todas las relaciones de trabajo vigentes de personal femenino”. La ley se sancionó de todos modos el 22 de agosto de este año, y el 13 de septiembre el jefe de Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra, la vetó. Pero las mujeres trabajadoras ya se habían organizado tendiendo puentes en la superficie entre las distintas líneas, juntándose para perderles el miedo a las amenazas. Por eso, específicamente, se organizó la visita de las integrantes de la comisión legislativa porteña de Mujer, Infancia, Adolescencia y Juventud. Vilma Ripoll, Pimpi Colombo, Juliana Marino, Alba González y Delia Bisuti quieren comprobar con sus propios ojos lo que las trabajadoras ya les habían descripto.
La primera noticia que las mujeres recibieron de que su lucha por conseguir la reducción de la jornada laboral podía significar el despido masivo de todas ellas fue el 31 de julio. Entonces recibieron, como siempre, el boletín interno, Metrovías Informa, con un recuadro en el que se advertían los “efectos sobre el contrato de trabajo”. No más contratos para mujeres, despido de las empleadas y estricta prohibición de realizar horas extra. “Empezamos a discar los internos de las chicas que conocíamos, con un poco de miedo, porque los supervisores te escuchan todas las conversaciones”, dice Analía, un nombre de ficción para unajoven de treinta que todavía viste el uniforme reglamentario. En pocas palabras se organizó la primera reunión. “Fue impresionante porque vinieron setenta compañeras, muchas más de las que esperábamos”, casi un 30 por ciento del personal femenino. La charla fue caótica, estar ahí todas juntas era una buena oportunidad para revisar en qué condiciones estaban trabajando, cuánto les costaban los ascensos, cuántos puntos en esa escala se perdían con un embarazo. “Algunas nos conocíamos porque en 1998 juntamos firmas para que dejaran que las mujeres concursen para guardas; nosotras presentábamos la solicitud, pero ni siquiera la contestaban. A veces incluso nos tomaban el pelo”, afirma Juana, que es una mujer mayor que tampoco quiere identificarse. Dice que el personal de seguridad de Metrovías merodea por el lugar de comidas rápidas en que hacen sus reuniones. A una de ellas, “a una boletera de la línea D, la siguieron y le dijeron que se cuide, así, como si fuera con buena intención”. La revisión de las condiciones en que trabajaban llenó de sentido la reunión. Lo que en el ‘98 les había parecido un triunfo –que se aceptara la solicitud de diez mujeres para convertirse en guardas– se había estancado ahí y, como todo lo que no cambia, empezaba a oler mal: el número de compañeras guardas seguía siendo el mismo. “Y por supuesto no hay ninguna conductora de trenes, en todos los países del mundo hay, pero acá parece que no se puede. A una sola compañera le permitieron rendir el examen, sacó el puntaje más alto de toda la promoción. Pero todavía no la incorporaron, las vacantes disponibles fueron para sus compañeros varones. Si el próximo verano no la integran cuando se cambien las grillas horarias, deberá volver a rendir examen. Razones para organizar una comisión de mujeres dentro del esquema sindical tradicional sobraban. Se decidió entonces, poco antes de que la ley para reducir la jornada laboral se sancionara, buscar apoyo en organizaciones de mujeres. Había que estar preparadas si Metrovías decidía hacer efectiva su amenaza. La diputada de la Ciudad, Vilma Ripoll, les facilitó algunos contactos; el resto se fueron desplegando a medida que exponían su caso. Desde el Consejo Nacional de la Mujer hasta las organizaciones de base pusieron su firma
para denunciar que las trabajadoras del subte estaban siendo discriminadas.
En los fundamentos de la Ley 871 se habla de las condiciones de insalubridad en que desarrollan sus tareas quienes trabajan bajo tierra. El ruido, las filtraciones de aguas servidas, la falta de oxígeno, las constantes vibraciones, todo lo que se puede observar a simple vista en una recorrida. Pero eso no es todo. A simple vista no se ve lo que padecen quienes tiene que contener sus urgencias porque éstas no coinciden con el único momento en que los empleados de boletería pueden ir al baño. “Si querés ir otra vez, tenés que llamar al supervisor y pedirle permiso, explicarle por qué no te alcanzó con la oportunidad reglamentaria; y la mayoría de las veces escuchar que te digan que esperes un rato más”, dice Sofía, otra mujer detrás de un seudónimo. Claro que para poder explicarle al supervisor problemas tales como el desborde de una toalla higiénica o la sorpresiva aparición de la regla, hay que encontrarlo. Los pasajeros del subte no pueden imaginar que muchas de las veces que escuchan que por los altoparlantes se requiere la presencia de una persona con nombre y apellido es porque detrás de esa demanda hay una boletera o un boletero con ganas de ir al baño que busca desesperadamente la autorización. “Hay que controlar lo que tomás. Nunca mate, porque un termito de medio litro... y bueno”, completa Sofía sin aclaraciones innecesarias. De más está decir que ninguna de estas personas cumple con ese precepto de la salud popular que dice que hay que beber dos litros de agua por día. Ni siquiera cuando el verano enrarece el aire bajo tierra hasta convertirlo en un sucio sauna con efectos inversos al original. “Contener las ganas de hacer pis nos ocasiona infecciones urinarias crónicas. Mi embarazo secomplicó por eso –cuenta Sofía–; es lógico que una mujer encinta necesite ir al baño más seguido. Pero igual tenía que seguir el procedimiento de siempre, llamar, esperar, humillarte frente al supervisor para conseguir el permiso.” Y eso sin contar con la distancia que suele haber de las cabinas de la boletería al toilette. En la estación Pasco de la línea A, por ejemplo, hay que caminar dos cuadras por la superficie, cruzar la calle y descender en la estación Alberti para poder aliviarse. Pero no hay que ser injustos: quienes trabajan en boleterías –donde cumplen tareas la mayoría de las mujeres– gozan de 20 minutos de descanso en la jornada que todavía es de ocho horas. Veinte minutos que hay tomarse cuando llega el relevo, en cualquier momento, a la media hora de haber fichado, por ejemplo.
“Antes tenía un humor, ahora tengo otro”, se lamenta Camila. “La boletería es un lugar complicado, porque vos sos la cara de la empresa. Cuando se suspende el servicio, cuando hay accidentes, los usuarios vienen y nos preguntan a nosotras. ¡Y nadie nos informa! Una vez, durante el último verano, un montón de gente vino a mi cabina y empezó a patearla porque yo no tenía qué decirles. Llamé a mi supervisor y me dijo: ‘Y bueno, mientras no te pateen a vos, no hay problema’.” Las comisión de mujeres que se autoconvocó por las amenazas de despido han multiplicado sus tareas desde la primera reunión. Además de seguir buscando apoyo para conseguir que la Legislatura vuelva a tratar la ley vetada por Ibarra, quieren volver sobre el tema de los ascensos, la hora de lactancia que siempre se retacea, en fin, sobre las condiciones de las mujeres trabajadoras. Aunque la primera acción es tratar de zanjar las diferencias que se generaron entre ellas después de la amenaza de despido. Por los túneles del subte circula desde entonces un volante firmado por unas “trabajadoras unidas” que dice que la lucha por las seis horas fue “darle la posibilidad a la empresa para echarnos a todas”. Las chicas de la comisión sospechan que esas trabajadoras no existen más que en el volante. Lo cierto es que las mujeres se están encontrando, se están reconociendo y entendieron, como una metáfora más de su trabajo, “que ya no nos alcanza sólo con la unión de los compañeros –explica Virginia–. Tenemos que salir a la superficie, conectarnos con otras mujeres y que dejen de amenazarnos. Porque lo último que se puede aceptar es que se nos discrimine sólo por una cuestión de género”.