SOCIEDAD
En la localidad formoseña de Ibarreta, las mujeres de la zona se reúnen cada semana para recuperar una tradición alimentaria que ahora, además de completar la dieta de las familias, también puede comercializarse y generar ingresos: se trata de la molienda de los frutos del algarrobo, ese árbol generoso que crece en el bosque sin necesidad de cuidados, proyectando su sombra como una bendición.
› Por Verónica Engler
En la provincia de Formosa, donde el calor arrecia en verano como en casi ninguna otra zona del país, la sombra del algarrobo se transforma en un aliado indispensable durante las horas más ardientes. Además del reparo que brinda durante la canícula, el árbol ofrece su madera para diferentes usos en carpintería. Y como si todo esto fuera poco, en sus ramas brotan unas vainas dulces, que fueron alimento muy apreciado por aborígenes de distintas regiones desde tiempos precolombinos, pero que en la actualidad “están muy desaprovechadas, porque se caen al piso y lo que no comen los animales, se pudre y se pierde”, cuenta la bióloga Elizabeth Astrada, presidenta del Grupo de Estudios Sobre Ecología Regional (Geser), surgido hace casi dos décadas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
Hace tres años, el Geser –que integra la Red Agroforestal Chaco Argentina– puso en marcha el proyecto “Mujeres y alimentos: implementación de microemprendimientos alimentarios agroecológicos de gestión comunitaria” en la localidad formoseña de Ibarreta (ubicada en el centro de la provincia), a 200 kilómetros de la capital. Esta iniciativa permitió la creación de una cocina comunitaria en la que mujeres de la zona elaboran panificados a partir de la harina de algarroba. “Este alimento, por lo nutritivo, por estar en el bosque, porque no necesita un predio propio ni una plantación, tiene muchas ventajas. La idea es que ellas puedan utilizar un elemento que hay en la naturaleza, con un bajo costo y con un fuerte impacto”, resume la bióloga, al tiempo que convida un budín de algarroba de manufactura propia.
En su libro Una excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla relata los usos y costumbres del algarrobo hacia fines del siglo XIX: “Es el árbol más útil que tienen los indios. Su leña es excelente para el fuego, arde como carbón de piedra; su fruta engorda y robustece los caballos como ningún pienso, les da fuerzas y bríos admirables; sirve para elaborar la espumante y soporífera chicha, para hacer patay pisándola sola, y pisándola con maíz tostado una comida agradable y nutritiva. Los indios siempre llevaban bolsitas con vainas de algarrobas, y en sus marchas la chupan, lo mismo que los coyas del Perú mascan coca. Es un alimento y un entretenimiento que reemplaza al cigarro”.
Para la época en que Mansilla escribía sobre los ranqueles, la colonización del Nordeste argentino ya estaba prácticamente finiquitada –vía incursiones militares y misiones evangelizadoras de la Iglesia Católica– y la población indígena se transformó en el ejército de reserva que iría a trabajar en las distintas plantaciones. Así las cosas, poco a poco, el consumo humano de algarroba fue desechado como una costumbre bárbara (no sólo la vaina al natural sino también la aloja, una especie de chicha de algarroba, bebida habitual en la época de carnaval).
“Este proyecto permitió empezar a trabajar la cuestión de agregar valor a la producción primaria de manera local desde un espacio comunitario”, sintetiza la ingeniera agrónoma Marcela Caratozzolo, también integrante del Geser. “La gran dificultad para el campesino es pasar de la cuestión de la subsistencia y apropiarse del valor que se agregue a su producción. Industrializar la materia prima es dificilísimo, porque no tienen capital de riesgo. Entonces, la cocina permite esto, agregar valor, empezar a trabajar los primeros componentes de articulación en un encadenamiento productivo.”
Antes de que el proyecto “Mujeres y alimentos...” comenzara a funcionar, la harina de algarroba era producida escasamente, en morteros de madera, para algún que otro consumo tradicional (como el patay), pero no se hacían panificados. En la actualidad, en Ibarreta hay dos molinos comunitarios, un fijo y otro transportable –para movilizar por las diferentes colonias campesinas–, que se utilizan no sólo para la molienda de las vainas sino también para la producción de alimento balanceado.
“El valor agregado es el trabajo de la gente”, puntualiza Ludmila Quiroga, que trabaja en el Geser al tiempo que elabora su tesis de licenciatura en Antropología, en la UBA. “Son las reuniones para programar la cosecha y el secado de las vainas, para ver cuándo y cómo se va moler. Es una planificación del trabajo colectivo, una articulación en la toma de decisiones, todos esos intangibles también forman el valor agregado.”
Por otra parte, uno de los objetivos del proyecto es promover la “soberanía alimentaria”. “La idea de soberanía alimentaria es que haya cantidad y calidad de alimentos para todos, y al mismo tiempo que haya posibilidad de tomar decisiones, elegir qué se quiere comer y saber qué es lo que se está comiendo”, agrega Astrada.
Cuando el Geser llegó a Formosa, hace más de una década, se encontró con una gran cantidad de familias rurales que estaban sumergidas en un proceso de deterioro drástico de sus condiciones de vida. “Ibarreta no se escapa al modelo de toda la Región Chaqueña (provincias de Formosa, Chaco, parte norte de Santa Fe, la mayor parte de Santiago del Estero y el este de Salta), más allá del tipo de producción, lo que se repite como factor común es esto de la explotación, no es un sistema productivo sostenible”, señala Caratozzolo. En el nordeste, la explotación maderera se implementó mediante la tala indiscriminada que fue dejando pelados los bosques nativos. El boom sojero –pero antes el algodonero– genera extensas zonas de monocultivo que, finalmente, dejan la tierra yerma. “Ninguna de esas propuestas productivas contemplan al pequeño productor, lo toman casi como un insumo, como un combustible de un modelo que, cuando se retira, lo que deja es un tendal.”
Al principio, sólo los varones de Ibarreta estaban ligados al Geser, que acompañó el proceso de poner en marcha los predios, prácticamente inhabilitados ante el avance del vinal, un árbol nativo que cubre dos millones de hectáreas en la Región Chaqueña y que en 1941 fue declarado plaga nacional porque su invasión tornó improductivos los campos. Con los primeros resultados de las investigaciones del grupo, se armaron proyectos tendientes a domesticar un árbol que, cuando no invade tierras destinadas para otros usos, puede ofrecer una madera apta para la fabricación de parquets o muebles, combinados con el algarrobo. Del tronco también se obtienen postes o tutores para las plantaciones y la madera dañada sirve para producir carbón.
“En definitiva, lo que pretendemos es fortalecer el modelo autogestivo, mejorar el ingreso y diversificar el planteo productivo, para que pueda entrar en una economía de mercado, pero de otra manera, a través de las redes de comercio justo y el consumo responsable”, recalca Caratozzolo. De hecho, en la actualidad los productos de Ibarreta se distribuyen en Capital Federal a través de cooperativas como Puente del Sur o la Mutual Sentimiento. La idea es que, poco a poco, esta iniciativa pueda funcionar como una invitación a emprendimientos panaderos interesados en diferenciar su producción en pastelería con la incorporación de un producto regional, la harina de algarroba, que es una dulce novedad para los paladares urbanos.
Contrariamente a lo que se puede imaginar desde Buenos Aires, muchas de las personas que viven en el campo no están ligadas a tareas productivas (como el cultivo o la cría de ganado) sino de subsistencia, como lo es mariscar (caza y recolección de frutos silvestres). “Gran parte de lo que se consume en la chacra familiar no entra por la producción misma sino por recolectar diferentes alimentos que el bosque formoseño tiene naturalmente. Entonces empezamos a ver cómo hacer para utilizar estos recursos y cómo hacer para crear un canal comercial que posibilite un ingreso extra por la venta de este producto”, detalla Quiroga.
Además, la mayoría de quienes viven en el campo no posee tierras propias. “El desafío para nosotros es no depender de estructuras fijas –asume Astrada–. Porque no se puede planificar un alambrado, un corral, algo que va a durar 50 o 60 años, si la tierra no es tuya. El tema de agregarles valor a los productos de recolección como la algarroba, o de producción a corto plazo como es la chacra para alimento balanceado, facilita que quien no es dueño de la tierra se pueda adaptar bien.”
Por otra parte, está garantizada la calidad del producto: “No es de las harinas comerciales que aparecen en el mercado, en las que se han encontrado trazas de gluten –asegura Caratozzolo–. De esta harina sabemos que es ciento por ciento de algarroba, es un insumo de excelencia en cuanto a calidad, que nos permite trabajar con gente de nutrición de la UBA en un producto para celíacos”.
La harina obtenida en Ibarreta no tiene conservantes ni agroquímicos. Está conformada solamente por la fruta del algarrobo, que se muele entera, con las semillas incluidas, lo que aumenta el valor nutricional de la harina: como la semilla está encapsulada, cuando se consume directamente la pulpa de la fruta, los nutrientes que contiene no son asimilados por el organismo.
En las colonias agrícolas de Ibarreta no hay gas, ni electricidad, ni agua corriente. En esta coyuntura, una repostería que contenga manteca, por ejemplo, es imposible. Pero las mujeres, cada vez que acuden a la cocina comunitaria, encuentran la posibilidad de vincularse, de generar un espacio donde poder compartir preocupaciones y pareceres. Ahí también pueden crear con sus manos un producto que las diferencia, las identifica y les permite generar un ingreso extra para sus hogares. Por eso, cada vez que hay una fiesta regional en Formosa o en provincias cercanas, ellas se juntan, se encienden e inventan nuevas recetas.
Para contactarse con el Geser: www.geser.org.ar y [email protected]
Los puntos de venta de los productos campesinos en Capital Federal son:
El Rincón Orgánico, Gurruchaga 1001.
Titrayju de la Cooperativa Paraná, Bulnes 14.
El Galpón, de la Mutual Sentimiento,
Av. Federico Lacroze 4181.
Puente del Sur, [email protected]
“No estábamos acostumbradas a usar nada del bosque, no sabíamos casi nada de la algarroba, por eso solamente se la dábamos a los animales”, reconoce en comunicación telefónica con Las/12 Ramona Maldonado, una de las integrantes del proyecto “Mujeres y alimentos...”.
Maldonado –casada y madre de dos hijos, que reemplazaron el cacao del supermercado por la harina de algarroba para endulzar la leche– sabe lo importante que puede resultar juntarse con otras para ganar espacios y para defender sus derechos. Lo aprendió sobre la marcha, cuando en 2001 se terminó de desbarrancar casi todo y decidió incorporarse al Movimiento de Mujeres en Lucha, que desde hace más de una década brega en contra de la concentración de la tierra en pocas manos. “Los hombres estaban mal y las mujeres salimos a luchar, a pelear por los préstamos que tenían en el Banco Nación”, recuerda. “Empezamos a juntarnos y ver que no era un problema que teníamos nosotras solas en nuestras casas sino que les pasaba lo mismo a otras.” Todas juntas tomaron valor y se enfrentaron “contra ese monstruo que es la deuda hipotecaria”.
Con relación al proyecto de panificados, en el que participa junto a otras mujeres de Ibarreta, Ramona considera que “nos hizo muy bien empezar a producir, generar dinero para nuestras casas, que no sea sólo cosa del hombre”. Sin embargo, para ella lo más importante no es la veta comercial del emprendimiento sino el compartir un espacio con sus compañeras y el aprendizaje que realizan junto al Geser. “Nosotras nos capacitamos, eso es lo más importante, compartimos recetas, aprendimos que (la harina de algarroba) puede ser buena para celíacos.”
Hace un par de meses se realizaron los festejos por el 52º aniversario de la provincialización de Formosa. Para la ocasión se organizó una feria en la Costanera de la capital, en la que las mujeres de Ibarreta tuvieron su stand. Fue ahí que Ramona se enteró de que a la leche que contienen las cajas de alimentos que reparte el gobierno –a través del Programa Nutrir–- le agregan algarroba. Entonces fantaseó con la posibilidad de que se pudiera utilizar la harina que producen en Ibarreta para incorporar en los programas asistenciales de la provincia. “A nosotros no nos prestan atención –opina con cierta decepción–. Reparten, pero no capacitan a la gente que recibe el alimento.” Ella, de todas formas, está muy contenta con lo que están logrando las mujeres de su pueblo: “Disfrutamos mucho la posibilidad de juntarnos y aprender. Nos sentimos más independientes, más libres”.
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