VIOLENCIAS
En una ciudad de 85 mil habitantes, la muerte violenta de 10 mujeres en los últimos 10 años no ha servido ni para alertar sobre esa forma de disciplinamiento llamada femicidio ni para terminar con la impunidad que ampara estos crímenes. Este mes se cumplen 10 años del primer triple crimen de Cipolletti, los policías acusados de encubrimiento volvieron a la fuerza; el Estado, mientras, rinde cuentas frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
› Por Roxana Sandá
Las muertas se van sumando, al igual que las preguntas.” Susana Guareschi recuerda esta frase de alguna marcha que se volvió imprecisa hace rato, entre muchas otras. Esa frase, dice, la atraviesa. Es la síntesis exacta para explicarse la ausencia de sus hijas María Emilia y Paula Micaela, y de la amiga de éstas, María Verónica Villar. A diez años del triple crimen de Cipolletti, la Plaza de la Justicia que su marido, Ulises González, supo convertir en pueblada de reclamos y antorchas envolvió una vez más los gritos rotos por el dolor. “Son muchos años de casos impunes, de gestos oficiales de prepotencia y humillación para los familiares de las víctimas de éste y otros crímenes sin resolver”, lamenta González. “Pero, lo que es peor aún, no se trata de casos aislados: en esta región existe un especial ensañamiento con las mujeres.”
En el acto y la misa celebrados el viernes último sonaron, entre otros, los nombres de Otoño Uriarte, la adolescente que apareció muerta en abril último; Mónica García, Carmen Marcovecchio y Alejandra Carvajales, víctimas del “segundo triple crimen de Cipolletti”, como se lo difundió en 2002; de Yanet Opazo, asesinada de un disparo en 1993, la bioquímica Ana Zerdán, muerta a golpes en su laboratorio en 1999, y de la kinesióloga Diana Del Frari, asesinada en 2001. Su cuerpo presentaba 15 puñaladas.
Sin embargo, a la infinidad de casos se le contrapone siempre la monotonía de una única respuesta: “Frente a cada reclamo, el Ejecutivo provincial argumenta que no puede hacer nada porque todo está en manos de la Justicia, y desde el Poder Judicial insisten con que no pueden hacer más de lo que están haciendo, salvo que se produzca un milagro y aparezca alguien diciendo la verdad”, relata Susana, cansada del “vía crucis que nos impusieron a fuerza de amedrentar testigos, sobreseer a hombres relacionados con el crimen de las chicas y desafectar de la causa a policías encaminados sobre pistas fuertes. Incluso no faltó el `investigador suicidado’, que ya parece un clásico de los hechos policiales argentinos”.
La causa por el triple crimen empezó a debatirse en la cancillería argentina luego de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se declarara competente para tomar el caso “por denegación de justicia”. El embajador del área, Horacio Méndez Carreras, mantiene reuniones con funcionarios del gobierno rionegrino y el matrimonio González, en un intento inicial de “conciliación de partes entre la provincia y las familias”.
¿Se puede hablar de conciliación en un caso prácticamente impune?
S.G.: –No va a ser fácil. Más allá de una conciliación, necesitamos que se investigue de verdad, porque en cualquier momento el único detenido de la causa, Claudio Kielmasz, va a quedar libre.
U.G.: –Además, sobre Kielmasz pesa una condena como partícipe. Ni siquiera es autor material de los crímenes. Por eso exigimos un compromiso más fuerte, porque la causa quedó sin resolución y en cualquier momento la archivan. No queremos perder nuestro derecho a saber la verdad.
Por lo pronto, se diluye la posibilidad de echar luz sobre viejos implicados, como los comisarios Jorge Alberto Galera, José Luis Torres y Luis Seguel, que lograron por vía judicial la reincorporación a la policía para obtener sus retiros obligatorios con los grados de comisario general, comisario mayor e inspector, respectivamente. Sobre los tres pesaba una prisión preventiva por encubridores.
Susana dice que “resulta muy difícil explicar lo inexplicable”, que desearía irse de Cipolletti, comenzar una nueva vida en otro lugar, con su nieta Agustina, la hija de María Emilia; Ulises desdeña argumentos, porque “no vamos a bajar los brazos mientras otros se laven las manos”.
El domingo 9 de noviembre de 1997, las hermanas María Emilia y Paula, y su amiga Verónica Villar salieron a caminar por la calle San Luis, al noroeste de la ciudad. Sus cuerpos aparecieron dos días después, con signos de torturas y violación, a la vera de las vías del ferrocarril. Verónica estaba boca abajo, amordazada con un calzoncillo, las manos atadas y la ropa ensangrentada por cortes en el cuello. María Emilia y Paula se encontraban a veinte metros, muertas a balazos.
De paso por Buenos Aires días atrás, en el marco del Primer Encuentro Internacional sobre Violencia, Maltrato y Abuso, la antropóloga mexicana Marcela Lagarde volvió a referirse al femicidio en América latina como un “genocidio contra las mujeres, que sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados contra su integridad y su vida. Todos tienen en común que las mujeres son usables, prescindibles, maltratables y desechables. Todos coinciden en su infinita crueldad: son crímenes de odio contra las mujeres. Hay femicidio cuando el Estado no da garantías a las mujeres y cuando las autoridades no realizan con eficiencia sus funciones”.
Susana Guareschi no conoce a Lagarde, pero coincide en que “es hora de que el Estado reconozca que los asesinatos de mujeres en este país no son hechos aislados. Debería empezar a hablarse del femicidio en la Argentina. Los crímenes de las chicas, como muchos otros, están relacionados con un poder al que no le podemos poner nombre, pero logra que todo quede sin resolver. Por eso creo que todas las voces que puedan levantarse, finalmente se callan. Hay mucho temor entre la gente, porque la Justicia nunca tomó recaudos suficientes para proteger a los testigos, y el miedo en Cipolletti es una espada de Damocles difícil de arrancar”.
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