INTERNACIONALES
La ciudad con límites
El film “Kandahar”, del documentalista iraní Moshen Makhmalbaf, recrea ficcionalmente la historia que vivió y escribió la periodista afgana Niloufar Pariza, también protagonista de la película. Exiliada en Ottawa, Niloufar regresó a Kandahar a rescatar a su mejor amiga, Dyana, que amenazaba suicidarse bajo la terrible presión ejercida sobre ella y las demás mujeres por los talibanes.
› Por Moira Soto
Kandahar: Nombre de resonancias mil-y-una-nochescas para una ciudad, capital de la provincia afgana llamada del mismo modo, que se convirtió a mediados de los ‘90 en lugar de residencia del mulá Omar y su corte talibán; Kandahar, reserva espiritual de la cultura pashtún, una de las tantas etnias que pueblan este país moldeado por imponentes cadenas montañosas, que abrazó el Islam, la religión monoteísta más joven de este mundo, después de haber pasado por Zoroastro y el budismo.
En Kandahar, precisamente, ante el horror y el escándalo de buena parte del mundo occidental –más del periodístico que del político, ciertamente-, las mujeres sufrieron los últimos cinco años, con un plus de cruel ensañamiento, inhumanas restricciones a sus ya acotadas libertades durante regímenes anteriores en Afganistán. Porque en Kandahar, según informaron múltiples corresponsales, se concentró el desprecio a las mujeres y la negación de elementales derechos, sometiéndolas a situaciones que se pueden considerar aberrantes en cualquier lugar del planeta donde se tenga la dignidad humana por encima de prácticas culturales y de caprichos de ocasionales gobernantes. Esa acendrada discriminación hacia las mujeres -no sólo practicada en Oriente a lo largo de tantos siglos–, ese resentimiento llamado misoginia es lo que la psicoanalista francesa Antoinette Fouquette opina que “probablemente sea la verdadera raíz del rechazo a los otros, la raíz de todo racismo”.
Es verdad que antes de proponer ideas y plantear soluciones desde un punto de vista occidental, antes de imponer enfoques que dan por sentado que nuestra forma de vida debe ser la norma universal, habría que escuchar y tratar de comprender las preocupaciones y los intereses de las mujeres afganas y de otras culturas diferentes de la nuestra. Es verdad también que, en general, hasta antes de la caída de las Torres, poco se sabía de la historia y la cultura musulmanas, de sus dogmas y las diferentes maneras de interpretarlos. Sin embargo, los 1200 millones de musulmanes no estaban –no están– solamente en Oriente, pero de ellos apenas despertaban interés ciertos tipos de productos folklóricos de la cultura propiamente árabe, como los tapices y la comida. Al acertado decir de Jeremy Rifkin (autor de La era del acceso), “resulta difícil que no tengamos nada que aprender de una cultura con un impacto tan poderoso en el mundo durante cerca de 1500 años, y en la que uno de cada cinco seres humanos encuentra significado a su vida”.
Por cierto, en esa “gran conversación entre el Islam y Occidente para que podamos encontrar la forma de adaptarnos el uno al otro”, que propone Rifkin, el tema del segundo, casi tercer plano que se adjudica a las mujeres en buena parte del Islam, víctimas de diversos grados de sometimiento según los territorios, es una de las prioridades más urgentes. Si se diera ese intercambio, si se ahondara honestamente en esta problemática, seguramente también se tendría que reconocer que situaciones discriminatorias como las diversas violencias contra las mujeres (golpes,maltrato psicológico, violación, etc.), su exclusión –con excepciones– de la alta política o del mundo de los negocios, la trata de las mujeres de todos los colores esclavizadas en muchos casos desde niñas, la menor paga por igual trabajo y –entre otras injusticias– el mayor analfabetismo femenino, sin pecado de lesa humanidad que Occidente –pese a los avances durante el siglo XX– está aún lejos de haber superado.
En Kandahar, en Kabul, en todo el Afganistán que desde el ‘96 dominaron los talibanes por la fuerza de las armas y el fanatismo religioso, las mujeres, como se ha informado desde este suplemento y diversos medios a lo largo de los últimos años, fueron reducidas en todos los planos, de la educación a la salud, con un rigor atroz. Empero, privadas de trabajar, de salir a la calle solas (sin compañía de un varón), de ir al médico, de estudiar, obligadas a mirar el mundo exterior tras el fino enrejado a la altura de los ojos de la burka, fueron muchas las afganas que no se rindieron. En ese territorio del terror, donde otras optaban cada vez más por el suicidio, hubo unas cuantas valientes que organizaron escuelas clandestinas, en algunos casos con turnos de cinco minutos para no ser descubiertas: Soheil Helal, maestra, viuda con tres hijos chicos, pensó primero en quitarse la vida, pero se sobrepuso y creó una escuela secreta para niñas que a su vez arriesgaban sus vidas para aprender a leer y escribir; Soraya Parlika, organizadora de la Unión General de Mujeres, fundó en la clandestinidad una red de educación y asistencia a sus congéneres: “Hemos tratado de mantener un mínimo de educación, pedí a mis compañeras letradas que organizaran cursos en sus casas para enseñar a los niños después del cierre de las escuelas”.
En Kabul, no en Kandahar, nació y vivió Niloufar Pazira hasta que su familia dejó Afganistán en 1989, cuando la guerra civil se acercaba a Kabul; primero estuvieron en Pakistán y luego se fueron a Canadá. En Kabul, no en Kandahar, vivía Dyana, la mejor amiga de infancia y adolescencia de Niloufar, y un día –después de la llegada al poder de los talibanes, en 1996– la joven recibió una carta desbordante de angustia y desaliento: Dyana se volvía loca, no podía soportar más esa horrible situación. Fue la última carta que Niloufar recibió de su amiga: “Mi vida no tiene sentido”. Y Niloufar, como en los años ‘30 la escritora norteamericana Lillian Hellman respondiendo a un pedido de su gran amiga Julia, pasó por alto todos los riesgos y partió hacia Afganistán a intentar el rescate de Dyana.
Más que hermana es una amiga
Hija de un médico y una profesora de literatura persa, Niloufar Pazira, actualmente de 28 años, cursó periodismo y filología en Ottawa sin siquiera fantasear con la posibilidad de convertirse alguna vez en actriz. Niloufar (nenúfar), cuya lengua materna es el darí, una versión del farsi, y que además hablaba el urdu en su país, empezó a aprender rápidamente el inglés en 1991 antes de ingresar a la universidad. Cuando recibió la última y desolada carta de su amiga Dyana, experimentó un indecible pesar: “Dejé de recibir noticias suyas y decidí entonces ir a buscarla”, narró la periodista y ahora actriz al diario español El País. “Viajé a la frontera de Irán con Afganistán, pero yo sola no iba a ninguna parte. Conocía por mi trabajo como reportera la famosa escuela de documentalistas iraníes y me contacté con Moshen Makhmalbaf, uno de sus grandes directores, que ya había hecho una película maravillosa sobre los refugiados afganos. Le pedí que me acompañara con una cámara a buscar a mi amiga, le sugerí que podía ser un buen documental, pero me dijo que no le interesaba. Me volví desesperada: tenía el privilegio de vivir en el lado fácil del mundo, pero era incapaz de salvar a una sola persona que vivía en el difícil. Mi amigafinalmente huyó de Kabul, me escribió y, más o menos, su situación mejoró.”
A mediados de 1996, cuando el episodio del viaje era un recuerdo un tanto dulcificado por las posteriores noticias sobre Dyana, Makhmalbaf cambió de idea: ahora quería rodar la historia del intento de Niloufar, recreándola desde la ficción. Cuando le ofreció protagonizar el film, la periodista sólo atinó a pensar: “Mi Dios, espero que él sepa lo que va a hacer conmigo, que nunca he actuado”.
Moshen Makhmalbaf, por su parte, reconoce que sólo después de haber rechazado la sugerencia de Niloufar Pazira entró en Afganistán y pudo comprobar la condiciones dramáticas en que vivían sus habitantes: “Fue entonces que decidí investigar. Leí miles de páginas sobre la situación política, económica, militar... También leí novelas, vi documentales. Pero el viaje de esa mujer a Kandahar es la base del guión. Desde luego, he usado la imaginación, además de inspirarme en la gran cantidad de información que reuní”.
Por algún motivo que no se despeja en los reportajes al director que se han difundido, Makhmalbaf cambió un dato de la realidad: transformó a las amigas en hermanas. ¿Le pareció acaso que los lazos de sangre, en esta oportunidad entre mujeres, son más fuertes que los de la amistad? Por otra parte, en el film, Niloufar se llama Nafas, y va a buscar a su hermana a Kandahar, nombre de la ciudad sagrada inalcanzable que quedó finalmente como título. Nafas es un personaje que para el director representa “a la mujer afgana que ha descubierto una vida mejor en Canadá. En realidad, ella querría volver a casa, pero no piensa ni se siente como la típica mujer afgana que apenas es otro miembro del harén para los hombres. Su nombre significa respiración, es de origen afgano. La burka impide respirar y moverse libremente. Kandahar, la película, es como una guía de viaje. Su forma nació mientras escribía el guión y evolucionó durante el rodaje. La escena de las mujeres que van a la boda, por ejemplo, surgió en el momento. Al mirar a esas mujeres envueltas en las burkas de distintos colores, se recibe una sensación de armonía estética, pero en el interior, debajo de cada burka, sólo está la asfixia”.
“Por supuesto que no se puede respirar con la burka, ésa es la primera reacción que se experimenta al ponérsela”, asiente Niloufar Pazira. “Son difíciles de manejar, no puede una verse los pies, te sentís desorientada. Un día en el desierto me bajé y subí la burka varias veces, percibiendo la diferencia. La burka te hace sentir torpe, perdés la confianza en vos misma y, sobre todo, te despoja de tu identidad.”
Ovacionada en el pasado Festival de Cannes, donde obtuvo el Premio del Jurado Ecuménico, y en sus sucesivas muestras donde se ha presentado (también ha recibido un premio de la Fipresci), Kandahar se ha estrenado con críticas muy favorables en las principales ciudades de Occidente. En Buenos Aires se dará a conocer, si la situación política y social no modifica los planes de la distribución y exhibición, el próximo 10 de enero. Esta realización iraní, escrita, dirigida y editada por Moshen Makhmalbaf, fue fotografiada por Ebrahim Ghafouri y son sus principales intérpretes –además de Niloufar Pazira– Hassan Tantaï y Sadou Teymouri, mientras que la mayor parte de los roles secundarios están a cargo de actores y actrices no profesionales.
Esta road movie a través del desierto, que conjuga el registro casi documental con la más pura poesía, comienza con un círculo negro rodeado de un halo luminoso blanco: es la imagen del último eclipse del siglo XX al que debe anticiparse Nafas para evitar que su hermana menor, inválida por la acción de una bomba personal, se suicide como lo ha prometido. La segunda imagen que se ofrece es la del primer plano de una burka que se levanta sobre el rostro de una hermosa mujer, y la sombra cuadriculada de enrejado cae sobre sus ojos verdes como un extraño antifaz. “Soy la primade la novia”, dice ella, la protagonista y la burka, bordada en tonos de rosa, vuelve a tapar su rostro. A continuación, Nafas dice una frase dedicada a su hermana (ver recuadro). Así abre y así cierra esta parábola que no sólo da testimonio del sometimiento y la indefensión de las mujeres en Afganistán hasta no hace mucho (que ha mejorado levemente en los últimos meses), sino también de la crítica situación social, del ejército de tullidos que dejaron las guerras, de una infancia robada a niñas y niños, que no pueden ellas levantar una muñeca del suelo porque seguramente está minada, que deben aprender ellos a ser guerreros y religiosos bajo los rigores de la madraza. Vale aclarar, sin embargo, que Kandahar no recurre al patetismo ni se regodea jamás en la truculencia: más bien sugiere a través de una serie de secuencias que van marcando las diversas estaciones de un día de viaje, un mosaico de situaciones cotidianas que simbolizan y revelan el estado general de las cosas. En el relato no faltan los toques de tierna complicidad del director hacia una coquetería femenina que sobrevive a las represiones (las niñas que son llevadas a Afganistán después de su último día de clases, pintándose las uñas y eligiendo pulseras; las dos mujeres sentadas en el acoplado que comparten el rouge de una y el espejo de la otra). Y dentro del innegable horror, el toque de humor negro surrealista, con esa carrera de tullidos corriendo con sus muletas por el desierto para hacerse de las piernas ortopédicas que caen del cielo en paracaídas, arrojadas por un avión de la Cruz Roja.
¿Algo ha cambiado para que todo siga igual?
De todos modos, Niloufar, lejos de idealizar la situación actual, opina que “es indecente el modo en que los medios norteamericanos están explotando las imágenes de mujeres con burka. Hace años que no se respetan los derechos de las mujeres y los niños afganos, desde mucho antes de la llegada de los talibanes. Después del 11 de septiembre, se dio una fascinación casi sensacionalista por la mujer afgana. Ellas son las prisioneras, ellos los machos occidentales que van a liberarlas. No se libera a nadie con bombas. Con bombas inteligentes: parece un chiste de mal gusto. Yo no quiero elegir entre terrorismo y guerra. Bin Laden y Bush dicen lo mismo: o conmigo o contra mí. Son dos fascistas que quieren imponer su violencia al resto de la humanidad. La situación de las mujeres no les importa ni les ha importado nunca. Pero ahora la están instrumentando. Somos víctimas de los talibanes y de la moral occidental. La situación de las mujeres en Arabia Saudí no es mucho mejor que en Afganistán, pero eso lo olvida todo el mundo. En Estados Unidos no hay diálogo alguno, huyen de los matices. No quieren enterarse de que las mujeres afganas no desean ser prisioneras de unos ni liberadas por otros. Quieren ser ellas mismas, y para eso, si las dejan, se bastan solas”.
Por el momento, lamentablemente, las noticias no son del todo alentadoras respecto de lo que está sucediendo con la población femenina en Afganistán, aunque dos mujeres forman parte del nuevo gobierno provisorio que preside el pashtún moderado Hamid Karzai; aunque se haya anunciado la reapertura de las escuelas y se haya levantado la obligación de portar la burka en la calle. Aunque la feminista Soraya Parlika se muestra esperanzada, no puede dejar de reconocer que en los cinco años anteriores a los talibanes, durante el régimen de los mujahidines, “vivimos confundidas: entonces nos robaban, asaltaban a las jóvenes en la calle y otras cosas que no puedo mencionar”. Si bien en la Alianza del Norte figuran muchos de aquellos mismos que entraron en Kabul en 1992 y que la dejaron sin trabajo y restringieron sus derechos, Soraya, al revés de Niloufar Pazira, confía en el respaldo norteamericano. Mucho más dura, en cambio, la escritora india Arundhati Roy le dijo a la periodista TelmaLuzzani (16/12/2001, en Clarín): “Ahora se quiere hacer ver que el propósito de la guerra fue, también, instaurar un gobierno democrático en Afganistán. Y que además se acabó con el sufrimiento de las mujeres (...). Pero la verdad es que este tema no les preocupa en absoluto. Nadie dice que en Afganistán están en contra de la guerra, por ejemplo. La Asociación Revolución de Mujeres Afganas está dando a publicidad información donde se dice que la Alianza del Norte es peor que los talibanes, pero los medios occidentales no las difunden (...). De 1992 a 1996, en el gobierno, las mujeres eran violadas (...). Lo que está sucediendo hoy es que las usan para simular que se ha liberado a Afganistán (...). Las usan para justificar actos de guerra, matanzas y asesinatos de inocentes”.
En Kandahar, mientras tanto, después de la rendición del 6 de diciembre pasado, se ven pocas mujeres por la calle. Y esas pocas salen envueltas en burkas. Aunque los jefes pashtunes, según cuenta Francisco Perejil en el diario El País, les dicen a los periodistas que la etapa de la burka ya pasó, la verdad es que sus propias hermanas y esposas las siguen usando para salir al exterior. Quizás sea muy pronto todavía, sobre todo en Kandahar, donde la represión hacia las mujeres ha sido mayor, donde sus habitantes han visto a lo largo de su vida contados rostros de mujeres entre familiares y esposas. Como dice Francisco Perejil, aunque ya se respira en la noche de Kandahar el olor a hachís prohibido por los talibanes, todo hace pensar que los hombres del lugar seguirán escandalizándose durante muchos, muchísimos años. Ojalá que ese tiempo se acorte, que se produzca ese cambio de mentalidad que ayudaría a alcanzar un pensamiento reformista a partir de una relectura del Corán, como la que propone la escritora marroquí Fatima Mernissi, socióloga feminista, en ensayos como Las sultanas olvidadas o Miedo a la modernidad, o de la ficción (Sueños en el umbral). Ojalá que también Occidente escuche a los reformistas de la tradición que proponen un Islam respetuoso del laicismo y la democracia.