NOTA DE TAPA
Por Aurora Venturini *
Este año es aquel catedralicio medieval. Más aún, este año es el inicial de la luz que ordenó la Palabra. “Sea”, dijo. Y trazó una línea tensa que ató con nudo en inefable límite y con haz que conduciría al mismo misterio a todo cuanto transcurriera sobre ella, incapaz de insertarse con fines de permanencia. El Tiempo es avaro y lógico, porque de asegurar estadas sobre la tensa línea no habría espacio de contención, los entes chocarían entre sí. Combate inútil.
Puede considerarse entonces al nacido, creado, plantado en un momento dado por necesidad, urgencia o lo que fuere. Pero la novedad reside en el cambio momentáneo de las cosas, nunca en el año (aclaro que año calendario es un cartón pintado que se cuelga de un clavito en la pared y nos aflige de domingo a domingo).
Las personas encienden fogatas y estruendan coheterías, devoran y beben cuando el cartoncito marca el 1º de enero, y los perros huyen espantados, y los miserandos sin poder ni monedas también corren a ocultar que no pueden prender bengalas, ni explotar cohetes, que no pueden manducar el pan distinto y el espumante que habrán visto burbujear en mesa ajena. No hay nada nuevo y tampoco hay año nuevo porque el de ahora es el mismo de hace más de dos mil años y las mesas inervadas de golosinas y regalos siempre se ausentan.
Cada persona cumple su año nuevo desde su propia infancia y carga con los acontecimientos que urden las circunstancias, de acuerdo a su naturaleza, hasta que rueda sobre la línea tensa, en vía al misterio. Su lugar vacío será ocupado por otro. Y así será —yo no diré que eternamente— hasta que la Palabra se silencie.
Pero dejemos que humanos transiten sus iniciales eneros sin entrar en estas lucubraciones que dañan, aunque menos que un festejo demasiado copioso o un fuego fatuo que se inserta en un ojo, como suele acontecer tan a menudo. Ahora acontece.
Quien escribe estas líneas nunca festeja. Observa desde hace siglos la vacuidad de las regalías de un día calendario. Perdón.
* Escritora. Ganadora del Premio Nueva Novela Página/12 con su novela Las primas.
Por Cecilia Szperling *
En un momento del año decidí que haría todo lo que habitualmente no hago.
Siguiendo la expresión en inglés out of character como máxima me propuse cumplir una serie de ritos antes negados por mis increíbles limitaciones personales.
Entonces, armé mi lista Kill Bill y decidí cumplir punto por punto:
1 El primer ítem fue ir a cenar después de cualquier evento cultural. Y así, personas que me daban terror se convirtieron en amigables y hasta en amigas.
2 Aceptar cualquier invitación a un viaje y a dónde sea. Y así fue. La Cancillería me invitó a la Feria del libro de Caracas. Hasta el momento no podía viajar sola ni siquiera por el país. Pero dije que sí. Me tomé el avión. Hice 12 horas de espera no deseada en el aeropuerto de Lima y llegué al hervidero de Caracas sin las valijas que habían sido extraviadas por TACA, la línea aérea.
Esa noche nos recibía la embajadora Alicia Castro en su residencia. Al entrar con mi mini (Pablo Ramos me amenazaba con que Chávez las quería prohibir), mis botas y mi remera de Oscar Wilde que no me sacaba hacía tres días, la genia de Luisa Valenzuela me dijo: “Mejor perder las valijas. Te sacás todo de encima”.
Para cerrar la noche Castro me dio su tarjeta y dijo que si no encontraba la valija me prestaría ropa suya.
La valija volvió, pero no fui más feliz.
3 Ahora acabo de perder mi nueva novela completa en una notebook que me robaron o que dejé que me roben, no sé. Pero bueno, me consuelo pensando que es la oportunidad para escribirla de nuevo y mejor. Más depurada y perfecta. En otro momento me hubiese propuesto enterrarla y escribir algo completamente distinto. Pero ya lo dije, este año (y sigo en 2008) voy en contra de lo habitual en mí.
Y sigo tachando acciones. La próxima es la más difícil.
4 Viaje en subte.
* Escritora, periodista.
Por Mariana Enriquez *
Hay algo ansioso y frenético en ir y venir; a lo mejor porque ése es justamente el movimiento que uno hace cuando está medio loco de angustia o de aburrimiento. Es lo que acompaña la espera: esa caminata insana de una punta a otra que alivia la tensión previa a un examen (ir y venir con los apuntes en la mano repitiendo respuestas de último momento) o a la entrega de un resultado de análisis, o al llamado telefónico que no llega aunque una le ordene sonar al aparato mirándolo fijo, como si por el esfuerzo se nos fuera dado el don de la telequinesis.
Mi mejor amiga va y viene por la casa cuando habla por teléfono, así cuente un gran drama o un chisme jugoso o una estupidez atroz. A mí me pone nerviosa escucharla, siempre se la escucha porque usa tacos, y le ordeno que se siente, que se quede quieta de una buena vez, y ella no entiende por qué me molesta tanto; y es que yo asocio ir y venir con puro nervio, con cigarrillo y sala de espera. O con matar el tiempo paso a paso, como en las esperas trágicas de aeropuerto, cuando anuncian un retraso de la salida del avión, y no hay posibilidad de irse de verdad, afuera, hacia la ciudad, porque es caro y es lejos y tampoco queda tanto tiempo, o no se sabe, como suele ocurrir la mayoría de las veces. Entonces una queda varada mientras a varios kilómetros hay una ciudad desconocida y de pura frustración va y viene va y viene. Ir y venir es un par que no es opuesto: es complementario y circular. Dirán que se puede ir y no venir; pero en ese caso, al menos para mi total subjetividad, es posible no volver, y eso es distinto. Por algún motivo que probablemente tenga que ver sólo con una ocurrencia mía, ir y volver me parecen términos independientes cada uno, pero ir y venir me parecen una parejita nerviosa e insistente, como la marea, el bracito de un Maneki Neko, el péndulo de esos relojes grandes y feos que usan los abogados en sus estudios, o esos contadores de ritmo o tempo que con su tic tac tranquilizan a algunas personas rarísimas.
Mi mamá está en contra de venir cuando uno ya se fue. Por ejemplo: si se olvida el saquito para cuando refresca y ya cerró la puerta de la casa y se subió al auto o está en la parada del colectivo, prefiere morir de frío antes que ir a buscar lo que olvidó. Yo nunca supe si es una superstición famosa o pertenece a la mitología personal de mi señora madre, pero ella cree firmemente que es mala suerte y no vuelve sobre sus pasos salvo que sea realmente necesario: si olvidó una hornalla encendida lo hace, por ejemplo. Al menos eso espero.
De la misma manera, yo tengo mi pequeña obsesión tarada con el temita del ir y venir. Que es esta: detesto que me digan “voy y vengo”. Porque implica un lapso breve y, si a los diez minutos —un suponer— la persona no ha regresado, yo pienso que la mató un auto o un chorro, porque yo siempre pienso lo peor. Prefiero que me digan el destino (“voy al kiosco”) y eso es todo. “En seguida vengo” tampoco me gusta. Ya sé que necesito urgente un poco de terapia, té de tilo o alprazolam, pero las fiestas, que a esta altura de la civilización deberían estar prohibidas, reavivan todas mis neurosis. Feliz año.
* Escritora, periodista.
Por Maitena *
El antónimo de una palabra es otra palabra que expresa lo contrario, aunque la mayoría de las veces esconden una trampa, palabras que se muerden la cola y que quieren decir todo lo contrario y al mismo tiempo casi lo mismo. Empezar y terminar son como dos palabras con los pies apoyados en la misma baldosa. Para que algo termine tiene que haber empezado y siempre que termina una cosa empieza otra y así sucesivamente hasta que te morís. La vida es así, todos lo sabemos, pero cuando algo termina siempre pasa lo mismo, el aliento amargo de la muerte empaña la vista y nunca se ve nada de lo que viene. El cansancio
—compañero inevitable de los finales— no ayuda, y los finales terminan —en este caso literalmente— impregnados de todo eso que los hace tan poco disfrutables, aun los mas esperados. Empezar, en cambio, irradia algo que te hace sentir viva. Empezar es nuevo, esta flamante. Cuantas veces escuchamos decir que la vida se divide en ciclos de siete años, o de doce, o en décadas... y es cierto. Conforme vas creciendo te das cuenta de que todo lo que empezó termino y que las etapas fueron sucediéndose casi solas, marcadas por comienzos y finales bastante reconocibles, sobre todo a la distancia y con un poquito de perspectiva, que es cuando todo se ve mas claro. La vida esta llena de vidas una adentro de la otra. Una mismo es varias y lo demás también cambia, todo se mueve
—aunque algunas cosas duran mucho más de lo que tienen que durar y otras no acaban nunca— y la posibilidad de barajar y dar de nuevo existe siempre. No hay nada más estimulante que empezar algo, es como enamorarse. Y tampoco hay nada mejor que acabar, qué duda cabe.
* Humorista, dibujante.
Por Luisa Valenzuela *
La idea de los antónimos me molesta, pero me gustan las paradojas. A los posibles opuestos (morir/nacer, empezar/terminar, nuevo/viejo) los veo más bien como un continuum, un flujo que va del uno al otro, de ida y vuelta. Frente a las dicotomías a las que nos tiene acostumbrados el pensamiento occidental y judeocristiano, me siento más cerca de las cosmogonías orientales con su percepción de un mundo unificado, compartida por nuestros pueblos de origen. Así ocurre en la naturaleza: todo nace crece muere y revive con cada cambio de estación. Sólo nosotros sentimos a la muerte como el gran enemigo y no sólo nos cuesta enfrentarla, nos cuesta mencionarla. No hay duda de que es dolorosísimo aceptar la desaparición de los seres queridos, pero se hace más doloroso aún si renunciamos a ver lo natural del proceso, más allá de toda religión o teología (un avatar de la bella esposa de Shiva, Parvati, es Durga la destructora, y la sangre de los supliciados aztecas estaba destinada a alimentar al sol, la gran fuente de vida).
Creo que el único antónimo que me resulta imposible de reconciliar es guerra/paz. A pesar de Tolstoi y por culpa de tantos grandes de este mundo y hoy de esa entelequia maldita que se denomina con toda falsedad el “enfrentamiento de las civilizaciones”.
Porque cuando pienso por ejemplo en esa otra pareja malhadada, bien/mal, la pequeña isla de Bali me viene a la memoria. Allí siempre se enfrentan la bruja Rangda con el buen dragón Barong, y siempre gana Rangda, simbólicamente, porque el bien no tendría significado alguno sin la existencia del mal. Por eso mismo las deidades protectoras de las casas, de aspecto bastante feroz por cierto, llevan un delantal a cuadros como damero, por eso de que el blanco y el negro, es decir el bien y el mal, siempre están entrelazados.
Otro de nuestros antónimos occidentales que me place ver como dos caras de la misma moneda, o mejor como cinta de Moebius sin solución de continuidad, es esta belleza que intentamos siempre separar como irreconciliables opuestos: sagrado/profano. En muchas culturas ajenas a la nuestra, y sobre todo entre los mal llamados indígenas americanos, los payasos sagrados —en apariencia el epítome de lo profano— resultan ser más sagrados aún que los oficiantes que encarnan el espíritu de los dioses. Estos payasos están allí para subvertir el ritual, romper su rigidez dogmática con palabrotas y bromas pesadas y todo tipo de trapacerías simplemente porque —y eso los saben muy bien esas culturas— no hay una sola forma de ver las cosas, y al mundo hay que enfocarlo simultáneamente con la mirada diurna que detalla cada gota de rocío en cada hoja de hierba y con la mirada nocturnal necesaria para percibir las sombras casi invisibles que se mueven a nuestro alrededor. Porque nada está separado y los opuestos se retroalimentan entre sí. Bien lo sabía Heráclito.
Habiendo dicho todo esto paso a enfrentar el dilema de la paradoja, dado que viejo/nuevo es otro de esos antónimos que me gustaría echar por tierra. No hay nada más nuevo en apariencia que una cabeza de las islas Cíclades, pongamos por caso, o más viejo que el diario de ayer; entonces ¿qué es eso de jerarquizar lo nuevo con respecto a lo viejo o viceversa, cuando en la naturaleza todo envejece y se renueva o hay formas de juventud que brotan de lo viejo? Pero el Año Nuevo es nuevo, ¡sí señor! Todo se limpia, todo empieza de cero con un simple pase de magia que se produce a la medianoche del 31 de diciembre. Al revés del cuento, todo ratón entonces se vuelve brioso corcel y toda calabaza espléndida carroza. También una se transforma. Al menos eso soñamos al levantar la copa y escuchar los cohetes y ver los fuegos de colores que surcan los cielos. Yo por lo pronto pretendo tener para entonces mi vida perfectamente organizada con todos mis papeles en orden. Por eso termino ahora esta nota, para poner ya mismo manos a la obra, que si no, no llego.
* Escritora.
Por Rosario Blefari*
Se me ocurrió cantar esa canción que cantaba cuando era chica, una ranchera, Las margaritas se llama. Los versos finales dicen: “Y hasta el alma vendería y lejos me iría a morir por vos”. Letra y música se fueron trenzando tanto que ganaron los tres tiempos y el gusto por la melodía que se precipita para frenar abruptamente en el final. Así fue que aparecieron de repente las palabras en mi boca mientras yacíamos en la cama en la antesala del dormir. Cuando terminé no se escuchaba nada. Extremé el alcance del oído para captar la respiración profunda pero, después de unos segundos de silencio, me sorprendió un sollozo ahogado. Me acerqué para abrazarla. Repasé en un vistazo mental toda la letra. En realidad, apenas pronunciaba —cantada— la palabra “morir” había sentido algo filoso rozándome la lengua. Pero es un verbo que ella misma suele usar muchas veces en el chiste, en el juego o como metáfora, “es una forma de decir” la escuché explicarles a otros. Y también para hablar de peligros y de ausentes. Creía que no le teníamos miedo a las palabras, si jugamos con ellas, nos reímos, las usamos. ¿O no? ¿Y las canciones? son canciones, nada más, un invento, una ocurrencia que cualquiera podría enunciar sin tener que ser necesariamente esa voz. Pero ¿por qué llorás, amor mío? Cuando recuperó el aliento me dijo que quería saber si no existía alguna forma de no morir. Todo el mundo se lo pregunta, mi vida, y medio que gracias a esa pregunta, todo: las artes, la ciencia, las religiones, las guerras, la gastronomía tal vez, no sé, todo. No se puede vivir para siempre, pero se pueden hacer muchas cosas mientras tanto y entre ellas fantasear con la eternidad, algo que sí podemos hacer para escribir cuentos por ejemplo. Así escribieron las historias de vampiros y aunque la vida de vampiro no sea ninguna panacea —me recordó que tampoco las de los muertos vivientes ni la de Frankenstein— lo que está escrito sí puede vivir un largo tiempo y aunque algunos autores ya han muerto, sus historias y personajes viven cada vez que los volvemos a imaginar o a actuar. Con qué precisión abre la emoción el momento de encender los pensamientos antes del dormir. No recuerdo ya todo lo que dijo ni todo lo que dije yo, pero tenía que ver con que a cada instante alguien conoce a Gardel, a Azucena Maizani o a Jorge de la Vega. Y entonces es como que nacen cada vez, y nacen de su obra. Por eso la pizzería se llama Los inmortales (la que tiene las fotos de tangueros que ya no están). Por eso siempre andamos escribiendo, grabando, sacando fotos. Se pueden dejar cosas en este mundo que alguien recuerde y aprecie, eso sí se puede hacer. Y no solo arte, obras de todo tipo, grandes o pequeñas. Y esa especie de inmortalidad es mucho mejor que una vida sin final. ¿Te imaginas cómo sería no morir nunca? Imaginate que pasan los años, los siglos, tus amigos van muriendo y vos seguís ahí, siempre igual. ¿Y la de la vida como un constante nacimiento? nacer es todo y la muerte sería ni más ni menos que terminar de nacer, haber nacido finalmente. No está tan mal. Y las dos empezamos a quedarnos dormidas, ella pensando en reencarnar en un dragón —no le importó que el dragón sea leyenda— y yo pensando en seguir con este nacimiento. El sueño nos venció, pero ya lo habíamos alimentado lo suficiente para que armara sus propios argumentos. Ni el tema se agotó ni hubo conclusión pero pudimos inaugurar nuestras mil y una noches: ¡una noche más para todas las Scherezadas de lo existencial!
* Música, actriz, dramaturga.
Por Fernanda Garcia Lao *
Curioso acabar el año con estallidos de pólvora mientras cenamos las últimas migajas de tiempo, ya sin una moneda. Se engulle sin recato, se riega con champán o sidra o cualquier otra efervescencia, y se explota sin elegancia por el aire. Hay un miedo ancestral sentado a la mesa en fin de año. Es el invitado de honor. Un pusilánime con temor a que la rueda no gire, a que se quede sin fuerzas, a que se acabe. La contemplación de su fatal superchería nos empuja sin razón hacia el abismo. El estómago, lo que no fue, lo que no salió, todo vuela sin más propósito que el de propulsarse como una ventosidad felizmente liberada. Pero el abuso es más que una artimaña de salvación. La fiebre inevitable del último día es un empacho construido a base de calor, cansancio, cuotas a pagar y lujuria. Diciembre se parece mucho a un orgasmo porno demasiado gritado. Algunos huyen, es cierto. Pero la fiebre los persigue. El que no explota a fin de año lo hará en otro momento. Y no entenderá por qué.
Pero el que sobrevive al escándalo del 31 llegará a enero como una monjita descalza al altar, sin mácula. Enero tiene la virtud de que todo parezca limpio. La roña ya se fue y las calenturas feudales de diciembre han engendrado un ser impoluto. El recién nacido, puro aunque levemente transpirado por las altas temperaturas, babeará nuestro destino con su suerte. Si nace torcido, nos rumbea mal y ya nada será lo que esperábamos. Así que hay que ponerlo de frente, a cielo abierto, y observarlo como es. Un vacío esperando sentido. El desierto hecho de posibilidades. Un vergel o la desolación, en potencia.
* Escritora, cantante, dramaturga.
Por Ines Fernandez Moreno*
Armo el irremediable árbol de Navidad con el antecedente de que muy pocos días atrás he derribado un verdadero pino del jardín. Desde entonces vengo llorando (pero no de arrepentimiento —el árbol estaba enfermo— sino por la tormenta de pólenes que la tala desató en el jardín). Frente a su pequeño clon plastificado, con los ojos hinchados y entre estornudo y estornudo, compruebo que me faltan bolas de colores, que la guirnalda, por más que la estire, no llega a cubrir las ramas más bajas y que la estrella de la punta en lugar de quedar enhiesta se empecina en bajar la cabeza hacia el suelo. ¿Será que lo sabe —lo del derribamiento— y yo debería de algún modo arrepentirme, pedirle perdón? Me dan verdaderas ganas de llorar. Al fin, aunque un poco enclenque, el arbolito encuentra su equilibrio y, sin emitir queja ni reproche, queda a la espera de la única dicha segura a la que puede aspirar por estos días: los regalos de los shoppings.
A continuación, cae en mis manos un cuento de Dickens donde describe un árbol de Navidad maravilloso. Hay muñecas de rosadas mejillas, muebles de hojalata como para una casita de hadas, hombrecillos, golosinas, alfileteros, trompos, limpiaplumas, frutas, estandartes, espadas... Una representación diminuta de un mundo dotado de infinitas promesas, como un aleph que refleja y a la vez constituye toda la ilusión de la infancia. Porque Navidad es la infancia. Y Año Nuevo una versión más adulta de la esperanza. Todos los seres vivientes, comenta Dickens al pasar, tienen para estas épocas sus adornos extravagantes. Traducido y retocado en autoayuda: Tú eres el árbol, tú estás cargado de tus propios dones. Lo más abominable de estas fórmulas es que contienen una parte de verdad. La fábula de la esperanza y la prosperidad renovándose y venciendo a fecha fija, como la factura del gas o la electricidad. A las doce de la noche del 24 de diciembre o —segundo vencimiento— el 31 de diciembre a la misma hora. Dejándonos tentar por la ola emotiva general podemos imaginar entonces que algo va a “empezar” y que otras cosas van a “terminar”. Como si no empezaranterminaran o terminaranempezaran de las formas más caprichosas y exasperantes a cada segundo, quincena o milenio. Y por más que al sonar las doce la carroza torne en calabaza, los enjaezados caballos en ratones de cocina, el vestido en andrajo y los zapatitos de cristal en pies desnudos.
Así cualquiera toma frío. Vuelvo a estornudar y, con un ingenio un poco berreta, la esperanza me sopla que para pasar de la alergia a la alegría, bastaría con un pequeño saltito de la g por encima de la r. Al fin de cuentas hemos hecho leña del árbol caído, por lo que en el invierno próximo tendremos un buen calor en la chimenea. Y en donde estaba el pino enfermo, ahora agujero, algo nuevo habrá que plantar.
* Periodista, escritora.
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