LIBROS
Mostrarse fotos de la infancia empezó como un juego entre amigas hasta que Lucila Bordelón y Verónica García comprendieron que allí podía haber algo más. Convocaron a amigos, luego llegaron conocidos y también desconocidos, todos ansiosos por compartir imágenes de esa generación que pasó sus primeros años en los ‘70. Así nació Tesoros familiares, una colección que pretende bucear en la fotografía familiar, más con ánimo antropológico que con nostalgia.
› Por Soledad Vallejos
Siempre supieron que tenían muchas fotos de su infancia; cada tanto, como quien intercambia figuritas, se las iban mostrando, más como un juego privado que como el germen de un proyecto, pero con el tiempo sucedió. “Un día dijimos ‘esto hay que rescatarlo’”, cuenta Lucila Bordelón, y entonces, junto con Verónica García, decidieron lanzar una convocatoria: querían fotos de otros. Lo que empezó como pedido boca en boca se convirtió en un mail que fue y vino hasta llegar a desconocidos, que a su vez respondían. Así estuvieron un año: espiando vidas ajenas pero como viendo un espejo; diciéndose que la fotografía familiar es un género en sí mismo, que todavía hay mucho por explorar ahí. Y también que podían empezar a intentarlo, porque de esa especie de álbum colectivo nació Tesoros familiares. 70s, un pequeño libro objeto poblado de retratos y momentos privados en colores de época, que tiene la extraña, inquietante virtud de proponer diálogos impensados.
¿En qué se diferencian el snobismo de ensalzar lo retro y la búsqueda de una mirada algo más antropológica? Tal vez en el ensayo de caminos para dar con una topografía de aquello que acompañó a personas hermanadas por detalles banales, gestos que sólo se revelan en perspectiva, quizás en una enumeración, esa forma en que la narración intenta empezar a existir. “Nuestra infancia —escribieron Lucila y Verónica al comienzo del libro—- quedó retratada en momentos gloriosos, importantes. Vacaciones, primer día de clases, una salida especial de fin de semana y cumpleaños eran los momentos ideales para sacar del modular la cámara”, y en esas pocas líneas asoma algo luminoso. Amén de resucitar la escena, marcan lo que hay de propio en ella: la premeditación y alevosía con que los momentos retratados eran elegidos, el cuidado de un dispositivo fotográfico que tenía su lugar en la casa, el carácter de excepción que rodeaba a cada toma. El fílmico tenía su precio, y el revelado era un hobby relativamente extendido; tener una cámara decía algo de quien la poseía. Pero en esas líneas, también, asoma algo que resulta curioso en épocas de la foto digital instantánea y constante: el valor cifrado en un recuerdo futuro, la elección de los eventos considerados memorables, la voluntad de no perder instantes de las historias individuales inscriptas en dinámicas colectivas.
El orden de las prácticas quiere que la fotografía familiar sea un invento reciente, aun cuando la velocidad de los cambios tecnológicos, ahora, tiente a creer que todo siempre existió tal como lo conocemos, que las transformaciones no existen, o en su defecto son solamente formas pasajeras del santo progreso. Y es que hubo un tiempo, no hace tanto, en que la fotografía era un evento: premeditada, considerada con minucia, deseada y puntillosamente archivada en álbumes. La foto se asociaba más al documento futuro que a la diversión instantánea que parecen cifrar ahora en ella los usos domésticos, e inclusive algunos de los artísticos. Pero hace poco más de treinta años la intención del retrato familiar era muy otra. La metamorfosis no es tan leve.
¿Cuáles son los límites de un recuerdo personal? Vale decir, ¿en qué momento del camino la imagen, singular, que narra un mundo privado, puede decirle algo a una persona desconocida? La respuesta es difícil de encontrar, quizá no tanto por lo imperceptible de la transformación como por la posibilidad, nada remota, de que algo allí apele a fibras desconocidas, innominadas, un poco retraídas y en todos los casos extrañas. Desde que la imagen fotográfica se convirtió en ese lenguaje mudo capaz de invocar por su sola presencia, sin necesidad de más contacto con ella que la contemplación, desde entonces muchas han sido sus vidas, muchos sus modos y recorridos. Si la democratización de los costos trajo de la mano el descubrimiento de usos distintos del retrato del poder, del recuerdo de la gesta política, o de la pretendida documentación de un instante de la historia, demostró también cómo las narraciones de los mundos privados fueron buscando sus propias luces. En los inicios del siglo XX eran los gobernantes y las damas de sociedad. Un poco después, creció el registro social: la metamorfosis del paisaje urbano, las rutinas fabriles, las protestas obreras y sus consecuencias. En Buenos Aires, la década del ‘30 fue pródiga en parejas retratadas con la toda la formalidad posible con el Rosedal como fondo: eran los años de migración del interior a la ciudad, las nuevas familias hacían llegar a sus seres queridos el testimonio de la pujanza por venir. Cuando Victoria Ocampo, en 1931, quiso anunciar el lanzamiento de Sur, llamó al estudio de los hermanos Forero y el resultado fue la archifamosa foto de la escalera; ese retrato colectivo fue la partida de nacimiento. Eran imágenes donde lo singular estaba dado menos por los ámbitos y los modos del retrato (posados de acuerdo con convenciones, tomados según ciertas metas y formas) que por los rostros, las ropas, los gestos de los cuerpos: la premeditación era importante, la inscripción de ese momento en un discurrir de lo colectivo no era menos fundamental. Difícil hallar, de esos años, registros de la vida cotidiana de una familia, instantáneas de amigos en veladas al azar, imágenes tomadas porque sí: la conciencia plena de lo que por entonces significaba una fotografía hacía que no se la librara al azar (también influía en algo el costo).
Pero entonces pasó la historia y llegó el apogeo de la clase media, y con ella la fotografía familiar entendida como un relato sui generis, privado y testimonial puertas adentro, aun cuando se realizara en espacios públicos. Y sin embargo la época asoma.
Una mujer y un hombre sostienen a un bebé sobre el capot de un Ford Falcon a la vera de una ruta; las mantas sobre el pasto de un club son el frente y un fitito y un Torino el fondo de una velada con adultos jóvenes y niños; una carpa montada y las montañas de algún paraje de la Patagonia albergan a unos niños y quien presumiblemente sea su madre, con un Citroën de testigo. Es curiosa, notable, la presencia de automóviles en todas sus formas: como kartings, como parte de una calesita, como juego de parque de diversiones, como propiedad de los adultos ante la cual retratar a los chicos; las imágenes son siempre exteriores, como si el auto mismo fuera también uno de los retratados, y no como un ámbito más (interior, habitado, vivido) de lo cotidiano. Niñas y niños sonríen en su primer día de jardín de infantes, de algún grado del primario, en el camino a un acto escolar; celebran en cumpleaños con banderines, tortas regadas por confites de colores y adultos; celebran a su manera el sol tendidos en playas más o menos populosas, en médanos, en la Rambla de Mar del Plata; recorren el zoológico y las plazas, disfrutan el Italpark, miran a la cámara, o en su defecto a alguien que los acompaña e intenta guiar su mirada al objetivo.
Habiendo recibido tantas fotos, ¿cómo hicieron Lucila y Verónica para elegir, para entender qué las diferenciaba de la anécdota personal y las volvía espejos en común? No es fácil, concede Lucila. “Con las fotos pasa que hay alguna a la que le tenés cariño, porque sabés qué historia hay detrás, qué pasó ese día, pero también hay otras con las que eso no importa. No importa si sos vos o es otra persona: a veces, hay fotos con las que te identificás, fotos que ves y decís ‘yo no soy ésa, pero...’ Nos guiamos un poco por algunos elementos, como decir esta ropa que yo tenía, este juguete que también, esos cochecitos tan típicos que ahora, con los coches divinos para bebés que hay, ¡los ves y pensás que eran terribles! También estaban los decorados de las habitaciones, que sirven como datos que representaban la época.” Así, con paciencia y tiempo, con una intención imposible de distancia, los detalles arman series, las series cuentan algo, ¿pero qué?
“Las fotos son como el lenguaje del siglo XX —dice Lucila—, está en todos lugares, pero es muy nueva, hay tanto para explorar. Con el tiempo apareció la foto artística, la comercial... la foto se empezó a dividir, y se empezó a entender que cada estilo es diferente, que cada una tiene su lengua. A la foto familiar todavía no se la estudió mucho, tal vez por esa carga de lo cotidiano, lo casero, pero es precisamente ésa su riqueza. Nosotras creemos que hay que darle un valor cultural.” Pero poco más de treinta años pasaron desde que las imágenes que forman Tesoros... fueron tomadas, y ése no es un detalle menor: más allá de posibles nostalgias individuales, lo que también demuestran estas fotos es que existía una vida cotidiana para niñas y niños en medio de una sociedad que naufragaba entre la política y la violencia. Mientras la Triple A actuaba en las sombras y el golpe se preparaba, mientras la represión sucedía y las muertes acechaban miles de vidas, crecían estas niñas y estos niños. Quizá sea eso lo que subyace a la ternura, a la incomodidad, a lo que sea que pueden generar estas escenas. “Eso lo hablamos bastante mientras preparábamos el libro —explica Lucila—. No queríamos que aparezca nada de eso, porque no era la intención hablar sobre eso. Yo viví mi infancia en los ‘70, y mi infancia, la infancia de personas de 30 y pico, estaba teñida, seguro, de ese clima. Pero nosotros tuvimos una infancia igual. Fue medio difícil arrancar la colección con el libro sobre los ‘70, pero bueno, nosotros somos niños de los ‘70.” La colección promete continuar: el segundo paso serán los Tesoros... de los ‘60 y los ‘80; el tercero, los de los ‘50 y los ‘90.
Una imagen desprendida del mundo, atrapada en el segundo azaroso de una acción, puede dejar de ser un objeto privado para convertirse en uno social. Como práctica, como rescate de un pasado, una fotografía tiene la capacidad de articular una narración. “Cuando encontramos que una fotografía es significativa, le estamos confiriendo un pasado y un futuro”, escribió John Berger en Apariencias, un ensayo luminosamente arriesgado que apareció en el último número de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica. También concede que aun cuando la superficie juegue a hacer compartible lo vivido, la experiencia humana, privada, no deja de ser individual: problemática o no es única. Pero la fotografía abre la oportunidad de la palabra, como interpretación y mediadora de esa experiencia quizás ajena, quizá propia, pero en todo caso necesitada y provocadora de algo más. “Buscamos —escribió Berger— la revelación con nuestros ojos. Esta esperanza es satisfecha muy raramente en la vida. La fotografía confirma esta esperanza y la confirma de un modo que puede ser compartido.”
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