INTERNACIONALES
Fue la primera mujer mandataria del mundo musulmán. Pero antes del inicio de este año, antes de que fraguara su tercera chance para llegar al poder en Pakistán, Benazir Bhutto fue asesinada. Y por ella se lamentaron seguidores y detractores, en su país y en el mundo occidental. Un final que podía leerse en una personalidad que se modeló conjugando sus propias contradicciones y las de su tiempo.
› Por María Laura Carpineta
Una mujer dominante, desconfiada y encantadora, que construyó una imagen como defensora y promotora de las mujeres, aunque, en el fondo, menospreciaba a su género y hubiese querido ser el hijo fuerte e incontestable que necesitaba su padre para seguir su legado. La “virgen de los pantalones de hierro”, como la apodó el polémico escritor angloindio Salman Rushdie en su novela Shame (Vergüenza), no es otra que Benazir Bhutto, la dos veces primera ministra paquistaní que falleció la semana pasada en un atentado, después de dar uno de sus incendiarios discursos de campaña. Desde la ficción, Rushdie fue el primero en sacar a la luz las contradicciones y los grises que hacían de la primera mandataria de un país musulmán una figura tan atractiva e incomprensible para el mundo.
De principio a fin, su vida estuvo marcada por los privilegios y las tragedias. Nació en 1953 en la ciudad de Karachi, el centro financiero de la todavía joven Pakistán, en una inmensa mansión que aún hoy recuerda a los tiempos coloniales. Los Bhutto eran parte de la exclusiva minoría que durante los años de la India británica amasaron una gran fortuna y miles de hectáreas fértiles. El abuelo de Benazir, Sir Shahnawaz Bhutto, era uno de los principales asesores nativos del gobierno colonial inglés y uno de los dirigentes más reconocidos de su tribu, los sindhi. Su proximidad con Londres hizo que la casa de los Bhutto estuviera siempre llena de diplomáticos o visitantes occidentales, que marcaron el pensamiento de su padre, su mentor y ex primer ministro. En su autobiografía titulada La hija del Este, Benazir recuerda las cenas familiares como su primera formación política. En ellas los protagonistas de los relatos siempre eran líderes como Napoleón, Abraham Lincoln y el libertador y padre del laicismo turco, Mustafa Kemal Ataturk.
A pesar de haber sido una genuina líder de masas, Benazir nunca pudo pulir su urdu, el idioma oficial paquistaní, y apenas conocía algunas frases de sindhi, su lengua tribal. En cambio, su inglés era fluido y gramaticalmente perfecto. Sus detractores solían decir que era más europea que paquistaní, pero a sus seguidores eso nunca les importó; después de todo, siempre había sido educada por occidentales. Hizo la primaria y la secundaria en colegios católicos dirigidos por monjas irlandesas, y a los 16 años la enviaron a Harvard. Sus compañeros la recuerdan como una “adolescente inocente, recién salida de un convento”. Sin embargo, en poco tiempo la niña dulce de cachetes rosados –que rápidamente le valieron el apodo de Pinkie– se aclimató a las costumbres estadounidenses y comenzó a mostrar su lado político. Participó de las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam y entabló amistad con algunos de los periodistas e intelectuales norteamericanos más influyentes de la actualidad.
Para cuando llegó a la Universidad de Oxford, en Gran Bretaña, ya poco quedaba de esa inocente adolescente, excepto el apodo. Pinkie ahora manejaba un auto deportivo, estudiaba Filosofía, Ciencia Política y Economía, y en su último año se convirtió en la primera mujer asiática en ser elegida presidenta de la renombrada Sociedad de Debates de Oxford.
Después de terminar sus estudios, Benazir volvió a su tierra natal vestida como una occidental y con un pañuelo blanco que cubría sólo parte de su negra y abundante cabellera. Tenía apenas 24 años y quería convertirse en diplomática. Estaba convencida de que nadie podría convencer a los europeos y los estadounidenses de los logros del gobierno de su padre como ella. Pero sus planes se vieron interrumpidos por la difícil y convulsionada realidad paquistaní, algo que hasta ese momento le había sido totalmente ajeno. En 1977, el gobierno de su padre, Zulfikar Ali Bhutto, fue derrocado por su jefe de las Fuerzas Armadas. El golpe tuvo el apoyo tanto de la derecha como de la izquierda y el padre de Bhutto fue colgado dos años después, irónicamente en la misma ciudad en donde su hija moriría 28 años más tarde.
Ella, la hija predilecta de su padre, saltó las tradiciones, a su madre y a sus dos hermanos, y se erigió como la sucesora de la dinastía política Bhutto. Nadie estaba muy convencido. La cúpula del partido de su padre, el Partido Popular de Pakistán, no creía que una mujer pudiera liderar un país musulmán, y su madre y sus hermanos se sentían ofendidos por no haber sido consultados. Sin embargo, los tiempos eran muy duros para los Bhutto y lo primero era sobrevivir. Ella y su madre dejaron a un lado sus diferencias y pasaron juntas más de cinco años alternando entre la cárcel y la prisión domiciliaria, en tanto que sus dos hermanos, Murtaza y Shahnawaz, salieron del país y se exiliaron en Beirut, donde se unieron a las filas del joven y temible Yasser Arafat.
Su tiempo en prisión le permitió mostrar una faceta nueva a sus compatriotas. Más allá de la publicidad que su caso ganó en el exterior gracias a la presión de sus influyentes amigos en Londres y Washington, Bhutto comenzó a instalarse en el imaginario de la mayoría de los paquistaníes como una incansable defensora de la democracia. Ya no importaba su pasado aristocrático, ni su acento. Bibi, como la empezaron a apodar sus seguidores, había demostrado ser la verdadera sucesora de su padre.
Siete años después del golpe, el verdugo de su padre, el general Mohammed Zia ul Haq, le permitió volver a Londres. Las presiones internacionales y la deteriorada salud de la joven se habían convertido en una piedra en el zapato de la dictadura paquistaní. Sin embargo, el remedio terminó siendo peor que la enfermedad. Desde el exilio, Bhutto sacó a relucir todas sus dotes diplomáticas. A los pocos meses de llegar a Europa, volvió a armar las valijas, desempolvó su agenda universitaria y partió para Washington. Con apenas 30 años, comenzó un lobby maratónico para convencer al gobierno del ultraconservador Ronald Reagan de que ella era lo que necesitaba para mantener en orden la frontera con Afganistán, país que se encontraba invadido por la Unión Soviética.
“Era una mujer completamente encantadora y hermosa, que podía coquetear con senadores, al mismo tiempo que los convencía de que ella entendía sus miedos e intereses”, recordó hace años en una entrevista con el New York Times Peter Galbraith, un diplomático amigo de su padre que en aquella época trabajaba como asesor de los demócratas en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Su sonrisa y su perseverancia dieron rápidamente sus frutos y Benazir pasó de ser la joven universitaria que marchaba contra la “guerra imperialista” en Vietnam a una aliada confiable en la cruzada de la Casa Blanca contra los soviéticos en Asia.
Quienes la acompañaron en aquella época por los pasillos del Capitolio y la Casa Blanca, y más tarde por los despachos del Parlamento británico, recuerdan que eran esencialmente sus contradicciones las que hacían de la joven líder paquistaní una figura irresistible. Benazir se cuidó de mantener las costumbres mínimas del Islam, pero siempre ajustándolas a su personalidad y su estilo de vida. Fue la primera mujer en su familia en no usar la burka y llevar la cara destapada en público, pero hizo del pañuelo blanco sobre la cabeza una marca registrada. Cada vez que entraba en una conferencia de prensa o subía a un escenario a dar un discurso se colocaba con mucha delicadeza y suma elegancia uno de sus tantos pañuelos blancos, tiza o marfil, que había acumulado a través de los años.
En 1987, cuando ya se vislumbraba la victoria electoral del año siguiente que le daría por primera vez el control del destino de Pakistán, Bhutto dio el sí al matrimonio que había arreglado su madre. Su esposo, Asif Zardari, era un miembro de la exclusiva aristocracia de Karachi como ella, pero en bancarrota. Sus años de playboy y sus gustos exóticos –se había construido una disco dentro de su casa– habían terminado con su fortuna. Benazir no objetó los planes de su madre, pero le prohibió que pagara una dote a la familia del esposo, rompiendo con una de las tradiciones más antiguas de su tribu. En varias entrevistas de la época, Bhutto intentó explicar esta nueva aparente contradicción: “Es necesario para que los paquistaníes me acepten como una líder política. Además, ¿cuál es la diferencia entre un matrimonio arreglado y la gente que se conoce por computadora?”
El 16 de noviembre de 1888 Pakistán volvió a votar y Benazir se convirtió en la primera mandataria mujer de Pakistán y del mundo musulmán. Con sólo 35 años, asumió el cargo junto su madre, su esposo y su hijo recién nacido, Bilawal. Uno de sus hermanos había muerto misteriosamente en su departamento de Cannes dos años antes y el otro no le perdonaba haber roto la tradición y autodeclararse sucesora de su padre. El mundo y los paquistaníes miraban con expectativas al nuevo gobierno democrático y a la líder que habían visto crecer. La decepción fue terrible. En sus dos años de gobierno no logró aprobar una ley, excepto el presupuesto nacional. Bhutto pudo desplegar su encanto y su habilidad negociadora en el exterior, pero no dentro del país. Mientras su ciudad natal, Karachi, estaba sumida en cruentas luchas tribales, la primera ministra viajaba a Washington para reforzar su alianza con Reagan y más tarde con George Bush padre. Al mismo tiempo, la familia de su esposo dejaba atrás la bancarrota y se convertía en millonaria. Para cuando su gobierno cayó por acusaciones de corrupción, su esposo y su suegro ya eran ampliamente conocidos como los señores 10 por ciento.
Fue justamente tras su primera derrota que Benazir demostró ser una política de raza. Después de ser removida por el entonces presidente, recuperó la fuerza que había desplegado durante su exilio y salió a hacer campaña. Recorrió todo el país con promesas de terminar con la corrupción y llevar a Pakistán a la modernización. En sólo meses, sus actos y sus caravanas convocaban a decenas de miles de personas y en 1993, cuando el gobierno cayó otra vez por denuncias de corrupción, fue electa primera ministra. Pero como es sabido, las segundas partes nunca son buenas. La corrupción y el acoso de los medios, los jueces y la oposición volvieron a ser moneda corriente. Su esposo, al que nunca dejó de apoyar, se convirtió en su peor enemigo. No sólo estaba involucrado en todos los escándalos de corrupción, sino que fue acusado del asesinato de su cuñado en 1996. El desprestigio sumado a una profunda crisis económica pusieron fin ese año a su segundo y último gobierno.
El resto de la historia es conocida. En 1999 un nuevo golpe militar irrumpió en la escena paquistaní. El dictador Pervez Musharraf, ansioso de eliminar a la competencia, condenó al señor 10 por ciento y a la ex primera ministra por corrupción. Pero Bhutto había sido más rápida que su marido y se había vuelto a refugiar en el lugar donde se sentía más cómoda: el exilio. Desde allí, comenzó una nueva cruzada. La historia se repetía. Esta vez su Némesis no era el general que había matado a su padre, sino Musharraf, pero las denuncias, el lobby y los acuerdos por debajo de la mesa eran los mismos. Finalmente en octubre pasado, Bhutto tuvo otro retorno triunfante como el de los ochenta. Pero Pakistán había cambiado. El protagonismo de Musharraf en la lucha contra el terrorismo de George Bush (ahora el hijo) había convertido al país en un campo de batalla.
El 27 de diciembre Benazir no sobrevivió a un nuevo atentado. Todos tenían alguna razón para quererla afuera de la escena paquistaní, pero todos lloraron su muerte. La Casa Blanca, Al Qaida, Londres, los talibán afganos, Musharraf y la oposición demócrata se unieron en palabras de admiración y dolor. Algo lógico para una líder que hizo de sus contradicciones su principal fuente de poder.
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