PERFILES
Hija de una familia ortodoxa, la rabina Silvina Chemén –una de las nueve recibidas desde 1994– se siente libre de discutir con el Talmud igual que lo hicieron sus ancestros en el siglo XII. Por eso reivindica la sexualidad libre y gozosa, el divorcio y también el momento de la oración como un templo virtual de la conciencia. Claro, siempre que al mismo tiempo no tenga que estar quitándoles los piojos a sus hijos o llevándolos al dentista.
› Por Verónica Engler
“Ustedes sí que tienen suerte. Cuando llegan a casa no están los chicos que tienen que hacer la tarea, que hay que llevarlos a que les pongan los braquets y ¡que tienen piojos!”, bromea la rabina Silvina Chemén ante sus amigos curas.
Es que Chemén, además de estar al frente de la comunidad Bet El junto con el rabino Daniel Goldman, participa de varios grupos de diálogo con personas de otros credos, como el Foro de Diversidad Religiosa del Inadi.
“A veces me siento una porquería, cocinando porque el viernes a la noche vienen a casa (por el Shabat), con el texto viendo qué voy a decir en el sermón (del sábado en el templo), y tratando de estar conectada con la Divinidad para que le pase algo a la congregación”, continúa con la chanza y se ríe.
Casada en segundas nupcias y con dos hijos que criar (uno de cada matrimonio), Chemén es una de las ochenta personas que egresaron del Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer desde que se fundó hace casi medio siglo. La primera mujer en recibirse fue la argentina Margit Baumatz, en 1994. A ella la siguieron ocho más.
Chemén reconoce que su vocación religiosa se fue delineando gracias a un hogar en el que la tradición no se cargaba con el peso de una obligación, sino que era transmitida como una caricia. “Mi familia cumplía con las festividades, con el encuentro de los viernes por la noche en una cena especial en casa, mi abuelo traía la carne kosher (tratada acorde a la legislación de alimentación judía) del Once, pero todo con muchísimo amor a la tradición, no con temor”, rememora.
Su vínculo con la vida comunitaria se inició durante la infancia, cuando eligió cantar como ofrenda a quienes acudían a orar a la sinagoga, “desde un lugar de muchísima emoción, que tenía que ver con el rezo cantado y con lo que la gente te devuelve de lo que la voz le produce”.
Ella, como muchas y muchos en el judaísmo, comenzó a oficiar ceremonias religiosas desde muy joven, algo a lo que están habilitados todos los creyentes. De hecho, mucho antes de que terminara su formación en el Seminario Rabínico ya la llamaban “rabina”.
Se asume como parte de su congregación y no en un lugar de privilegio que le permitiría intermediar entre Dios y el pueblo. “No tenemos la potestad de bendecir, ni de realizar sacramentos en nombre de Dios. Nosotros, en el mejor de los casos, invocamos la bendición de Dios sobre la congregación”, explica.
“No hay un solo judaísmo”, afirma esta religiosa que en su genealogía cuenta con un bisabuelo, llegado de Siria, que oficiaba también como rabino, pero ortodoxo, no como su bisnieta –a la que no conoció– que elegiría un movimiento liberal para encauzar su experiencia religiosa. “Por ser mujer no me podría haber parado en ningún púlpito ortodoxo”, compara.
Como en el cristianismo, en el judaísmo también hubo una Reforma, fue en el siglo XIX, cuando las sociedades modernas se empezaban a perfilar aquí y allá. Fue entonces cuando se originaron tres grandes movimientos dentro del judaísmo: el ortodoxo, el conservador y el reformista. “El movimiento conservador, que es al que yo pertenezco, toma el apego a la ley de la ortodoxia y le suma la lectura moderna de la Reforma.”
La palabra “conservador” para nominar a este movimiento no remite al mismo significado que en política. “Se consideraba que conservaba lo que la Reforma desperdiciaba. Las tradiciones liberales (conservadora y reformista) permiten tener abordajes más amplios. Los movimientos que vamos creciendo con la historia intentamos encontrar en el texto bíblico guías que nos enseñen a vivir este tiempo”, explica Chemén y ejemplifica: “En la Torá (los cinco primeros libros de la Biblia, que para los cristianos se llama Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronmio) se dice que las mujeres tenemos prohibido vestirnos como varones.” Si para las mujeres de la ortodoxia esta interdicción implica la imposibilidad de usar pantalones, para las del movimiento conservador no. “Son interpretaciones –señala–. Yo, que estoy vestida con pantalones, también cumplo con esa ley, porque no estoy vestida de varón.”
La liberación con respecto al cumplimiento de ciertos preceptos es una línea divisoria que algunas mujeres religiosas se animan a cruzar para acercarse a un lugar de mayor paridad con los varones. “De acuerdo a una interpretación de la ley no estamos obligadas, por ejemplo, a rezar tres veces por día, porque deberíamos dedicarnos a las tareas del hogar. Pero en el movimiento reformista como en el conservardor las mujeres tienen un nivel de igualdad que está relacionado con el desarrollo del mundo moderno en que vivimos. Si somos las mujeres las que trabajamos igual que los hombres y son los varones los que cambian pañales y preparan la comida, por lo tanto, respecto del ritual, que estemos liberadas quiere decir que también tenemos la opción de elegirlo de vuelta”, señala Chemén, que ha optado hace rato por el ritual de frenar tres veces por día la vorágine cotidiana para rezar, un acto individual que la une al resto de judíos y judías dispersos por el mundo. “Cuando rezás, se construye un santuario simbólico, como una conciencia colectiva.”
El séptimo día de la semana judía, el Shabat, destinado al descanso, comienza el viernes con la puesta del sol y termina el sábado después del anochecer. Durante ese día se ora, se canta y se predica. Los sábados, Chemén suele realizar la lectura de la Torá –que está dividida en 54 partes, que corresponden a los sábados del año– en el templo Bel El. Nadie recuerda haberla escuchado nombrar a Dios en sus sermones. “No me creo con capacidad de poder definir eso que me trasciende, creo en el misterio”, dice.
Pero el misterio, en este caso, no tiene que ver con el más allá o con la contemplación de lo inasible. “El ideal para los judíos tiene que ver con una vida colectiva y con un compromiso muy fuerte en esta Tierra y en este tiempo, acá se juega el partido”, sintetiza.
Como una “civilización religiosa”, así concibe al judaísmo. “Tiene normativa y conflictos, pero tiene un principio religioso porque está fundada en la fe, en la mirada, en el ideal de un solo Dios como principio de autoridad máxima”, resalta.
La “normativa”, esas leyes que regulan los préstamos monetarios, la alimentación, el ritual, el cuidado de la salud y hasta las artes para enamorar, está escrita en el Talmud, esa obra escrita en arameo que recoge desde hace siglos las discusiones rabínicas sobre tradiciones, costumbres, leyendas e historias judías. “Editorialmente es una obra descomunal”, comenta fascinada. La página del Talmud, a diferencia de lo que sucede con los textos occidentales, es redonda. Circularmente se ubican las sucesivas interpretaciones que fueron surgiendo en diferentes momentos históricos, “una es del siglo XI, otra del siglo XIII, discuten como si estuvieran en la misma mesa. Esto me habilita a mí a estar absolutamente invitada a esta mesa de conversaciones, porque el judaísmo unívocamente no dice nada. Nosotros no sólo somos usuarios de una tradición hermenéutica, sino que somos responsables de la hermenéutica de este tiempo”, se hace cargo.
En estos textos circulares que dialogan y discuten sobre temas de lo más variados, hay fuentes que sostienen, por ejemplo, que la sexualidad existe sólo para dar curso a la procreación. Pero hay otras voces que en el mismo Talmud dicen que la mujer puede pedir divorcio si no goza sexualmente. “Partiendo del principio de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, no podríamos pensar que la sexualidad, que es parte de nuestra constitución, es algo deleznable, detestable, que es la carne sucia frente al espíritu limpio”, apunta.
No resulta extraño que para esta rabina de nuevo cuño no exista algo así como el pecado original, ni tampoco una primera mujer culpable de todos los males de este mundo. A sus ojos, Eva, ésa que se animó a probar del fruto del conocimiento es, en todo caso, una transgresora. Y como tal la reivindica. “¿Qué pasa si cruzamos el límite y vemos de qué se trata? ¿Cómo se crece si no se cruzan los límites?”, cuestiona. “A mí me encanta ser hija de una humanidad que se permitió buscar más allá de lo que tenía permitido. Me encanta ser descendiente de una civilización que nació de gente como yo. Somos hijos de personas falibles, vulnerables, buscadoras, que aman, que odian, que mienten, que se arrepienten. La transgresión es una dimensión del crecimiento, no es un pozo del que no se puede salir.”
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