Vie 30.05.2008
las12

TALK SHOW

Lo crudo y lo cruel

› Por Moira Soto

En el cine, la cocina ha sido casi siempre un espacio litúrgico consagrado al disfrute de la preparación de platos sabrosos, perfumados, atractivamente presentados. Aunque es cierto que los ávidos comensales de La gran comilona (1973) regalaban sus paladares con delicias que en realidad había confeccionado especialmente la casa Fauchon, de París. Platos impresionantes como la pierna de cordero al spiedo à la Solognette, la Pissaladière provençale... En otro clásico del género comer con placer hasta más no poder, El festín de Babette (1986), sobre relato de Karen Blixen, la francesa refugiada en Jutlandia usaba el dinero ganado en la lotería para tentar a sus ascéticos invitados con exquisiteces tales como las codornices en sarcógafo. También en el cierre de Big Night (1996), donde además de exaltar sabores y aromas se hablaba de la ética del oficio de cocinar, tenía lugar un banquete presidido por el timballo de pastas, carne, huevos y queso. Pasando por alto la mediocre Como agua para chocolate, vale mencionar Comer, beber, amar (1994), con ese padre nutricio que da de comer a sus hijas los domingos, plato que cocina con amorosa unción. Asimismo, en algunas película se ha cocido (e ingerido) carne humana, involuntariamente en Tomates verdes fritos (1991), premeditadamente en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? y en El cocinero, su mujer y su amante (1989). En producciones más recientes y descafeinadas (Condimentos para el amor, La sal de la vida, Bella Martha), la comida, los condimentos, los procedimientos no ofrecen otras implicaciones que las relativas a las habilidades culinarias de los personajes y los regodeos de la degustación.

En el teatro, salvando excepciones como Marta y Marta (pieza donde, una vez terminada la representación, se convidaba al público con el plato hecho por la desdoblada protagonista), la comida no suele ocupar un lugar preponderante en cuanto a sus ingredientes, la realización de recetas. Pese a que el acto de cocinar —con sus pruebas, ensayos, un texto que hace las veces de didascalia— guarda parentesco con la puesta en escena teatral. Y de hecho hay todo un lenguaje del mundo del teatro (bocadillo, morcilleo, entremés, cazuela, etcétera) que remite a la comida. Será por eso que en el escenario es más fácil ver comer que cocinar...

Pero hay una admirable obra de Lucía Laragione, estrenada en 1997 y recientemente repuesta, Cocinando con Elisa, que sí se mete de lleno en la cocina, entre hierbas aromáticas y piezas de caza que cuelgan del techo, entre ollas de hierro y fuegos encendidos, para contar una historia terrible que en un punto se toca con el Jean Genet de Las criadas (la cocinera que ama y odia a su Madame, y que reproduce la actitud sometedora de la patrona): en una época imprecisa de la primera mitad del siglo pasado, Elisa, una chica analfabeta hace su aprendizaje en la cocina de la estancia de un matrimonio francés, teniendo de maestra a una altanera y cruel cocinera, Nicole, que alardea sobre sus conocimientos de la cuisine à la ancienne. La chica que ha llega al lugar en busca del padre del hijo que está esperando no sabrá descifrar a tiempo las señales de mal agüero, los avisos premonitorios que su inocencia le impide leer.

Cocinando con Elisa, diez años después de su estreno, se sostiene como uno de los mejores textos surgidos en ese lapso: una pieza original, muy bien escrita, abierta a distintas interpretaciones que van de la relectura actualizada de clásicos cuentos de hadas —Cenicienta, Hansel y Gretel, Blancanieves, Caperucita— a la metáfora política referida al asesinato de personas y la apropiación de niños durante el Proceso. Al igual que en otra valiosa pieza posterior, Criaturas de aire, Laragione toca temas que parecen atañerle de cerca: la filiación, el racismo, el nomadismo, la relación entre oprimidos y opresores.

Uno de los aspectos más fascinantes de Cocinando... es la forma en que el relato inquietantemente circular avanza, adquiere nuevas capas, se va consolidando a través de diversas escenas que se concentran en la misma situación: Nicole enseñándole a Elisa a hacer platos tradicionales de regiones de Francia, pronunciando ostentosamente sus títulos en francés, detallando los procedimientos. El primero de ellos, les cotêlettes de grives à la bros (“Tome un tordo, clave un cuchillo en el esternón, haga un corte hasta la rabadilla. Bien, ahora hay que arrancarle las entrañas con sumo cuidado...”), luego serán los caracoles a los que hay que desprender de sus cáscaras y macerar; el conejo con ciruelas pasas cuya salsa se espesa con su propia sangre; las écrevisses cardinalisés... hasta llegar a la limpieza de la cabeza del jabalí. Cada receta resulta de por sí un relato cerrado sobre las transformaciones de los alimentos crudos, relato a la vez estructurado como una serie de órdenes: pique esto, mezcle lo otro, corte aquí. Salvo los Puentes de amor —hojaldre y confitura de frambuesa— que Nicole le prepara a Elisa para el viaje a ninguna parte, se trata siempre de la cocción de animales diversos, de los caracoles al ternero nonato. Animales que han sido abatidos en cacería o en la granja —también cocinados vivos como los cangrejos—, desollados, desangrados, troceados, prefigurando un sacrificio final, atroz e impune, que recomienza la historia con un nuevo bautismo de sangre.

Cocinando con Elisa, los domingos a las 19 a $ 30 en La Comedia, Rodríguez Peña 1062, con descuentos, 4815-5665. Con dirección de Stella Maris Closas y Ezequiel Ludueña, protagonizada por Ruby Gattari y Guadalupe Iñiguez.

Las obras teatrales completas de Lucia Laragione figuran en Teatro 1, Ediciones Atuel (2006); Cocinando con Elisa y Criaturas de aire, publicadas por Teatro Vivo (2005).

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