Vie 15.11.2002
las12

SOCIEDAD

LA FUERZA DE UNA MARGARITA

Se quedó huérfana muy chica, perdió a sus hermanos, fue chica de la calle, empleada doméstica, cartonera cuando todavía los cartoneros eran pocos. Conoció el desamparo al que este país somete hoy a millones de personas antes que otros, pero también, antes que otros, Margarita Barrientos intuyó que solamente podía conjurar su propia historia con solidaridad. Creó el comedor Los Piletones, del Bajo Flores, y allí reina, hoy, mientras evalúa cuál será su próxima conquista.

› Por Laura Vales

Para contar la historia de Margarita Barrientos hay que empezar por describir una época regida por la impiedad y la indiferencia. Un destino de pobre la enfrentó muy temprano a todas las formas de la privación. Perdió a su madre siendo niña. Vivió en la calle en los ‘70, cuando sólo los locos y los linyeras no tenían techo. Juntó cartones en los ‘80, mucho antes de que los cartoneros fueran la legión que son hoy. Y se adelantó, en los ‘90, a dar de comer a otros tan pobres como ella. Hoy, en su comedor Los Piletones, sirve desayuno, almuerzo y cena a 1600 personas por día, pero incluso a ese lugar de fortaleza y de generosidad la condujo una serie de calamidades iniciadas en su infancia. Su historia es una historia de reparaciones. Una por una, Margarita fue conjurando sus privaciones. Esta es la historia de una mujer que se dio a sí misma la oportunidad de cambiarse.
Santiagueña, hija de madre toba y padre blanco, nena fugada a los doce,
empleada doméstica de un militar a los catorce, ciruja a los treinta, Margarita vivió siempre dentro de esos bordes donde la muerte es fácil y cualquier cosa puede pasar en cualquier momento.
Hoy, con cuarenta años recién cumplidos, tiene diez hijos y dos nietos. La familia en pleno, incluido su marido Isidro y dos nueras trabajan en el comedor popular fundado en 1996. Los Piletones fue uno de los primeros en abrirse sin apoyo del Estado. Ocurrió, como todo, para enmendar una desgracia.
–Yo ya estaba casada con Isidro, ya habían nacido los chicos –recuerda
Barrientos–. Vivíamos en José C. Paz. Isidro trabajaba como camionero cuando Romina, mi hija mayor, se enfermó de meningitis. La internamos en el hospital Muñiz y los médicos no tenían mayores esperanzas. En el pico de la enfermedad, mientras Isidro estaba haciendo un viaje, se distrajo y sufrió un accidente. Le cayó un volcador sobre el brazo y se lo tuvieron que amputar.
A partir de entonces, imposibilitado de conducir, el principal sustento de la familia fue juntar cartones. “El salía a las cuatro de la mañana porque iba a limpiar panaderías. Una de las dueñas le daba pan y facturas. Traía mucho a casa, nos sobraba, así que decidimos dar un desayuno y al poco tiempo empezamos también a cocinar el almuerzo.”
–¿Cómo conseguían los insumos?
–Isidro traía todo, de la calle. Nosotros teníamos dos caballos, la Nena
y la Gringa. Con la Nena salía Isidro y con la Gringa, Oscarcito. Salían a cirujear y así conocían lugares donde les daban cosas, había verdulerías que nos regalaban papas, zapallos, la fruta. A la carne y los fideos los comprábamos con lo que ganábamos cirujeando. Así empezamos el comedor, para siete chicos y un abuelo.
Las fotos de ese año lo muestran como un baldío con piso de tierra y un galpón de chapa, donde se cocinaba a leña. Abrió un día siete, para que San Cayetano trajera suerte, y ya no dejó de funcionar.
Isidro da una versión menos edulcorada de fundación. En su relato, el nacimiento está ligado a la pelea por la sobrevivencia. Su versión dice que el cartoneo en esa época dejaba buena ganancia, y que los siete chicos trabajaban con él, ayudándolo a clasificar la basura.
Así fue como empezaron: comían juntos los que trabajaban juntos, y Margarita cocinaba para todos. El comedor, entonces, bien pudo haber sido una extensión del depósito donde los carros tiraban su carga y se separaba la chatarra del papel.
Después vino la historia conocida: del ‘96 a hoy, ese barrio del Bajo Flores se desbarrancó como el país, hasta convertirse en una villa de cartoneros y desocupados. Y el comedor creció: se transformó en un espacio amplio, con piso de cemento, paredes blancas, cocinas industriales de acero inoxidable. En los rincones hay varios freezers y atrás una oficina con fax para tramitar las donaciones.
Todo está limpio, obsesivamente repasado. Las cocineras con cofia, las panaderas con guardapolvo. En la manzana que está frente al comedor hay un centro de salud del que se desprende un penetrante olor a desinfectante. En el fondo construyeron un hogar de día para ancianos. Y está la guardería, para los más chicos de la zona. Todo obra de Margarita Barrientos.

Los Piletones
La villa donde está el comedor Los Piletones tiene una identidad confusa, borrosa. Unos le dicen Villa Fátima, otros Villa Cildáñez o Soldati. Depende. Los vecinos más nuevos hablan directamente del barrio Los Piletones.
Tanta imprecisión tiene sus motivos: aunque el asentamiento se levantó hace muchas décadas, la dictadura le pasó por encima con la topadora, erradicó a sus habitantes y dejó el lugar convertido en un descampado. Con la democracia, la villa se volvió a formar, pero había perdido la memoria. Ahora viven allí, muy cerca del autódromo municipal, 5 mil familias, espacio que se disputan ferozmente los punteros del PJ y el Frepaso.
Las casas son casi todas de material, sin revocar, con ladrillos huecos. Ninguna tiene jardín, no hay suficiente espacio. La ráfaga de prosperidad ilusoria de los ‘90 les alcanzó a los vecinos para levantar paredes, pero no para desarmar el hacinamiento. La desocupación, claro, es muy alta.
Barrientos se mudó al lugar en el ‘87, con su marido Isidro y sus hijos. Entre su descendencia hay cuatro nuevos Isidros y una nueva Margarita. El dato podría dar lugar a una imagen de patriarcado. Nada sería más lejano a la verdad. En esas manzanas, el mundo gira en torno a Margarita Barrientos.
Treinta personas trabajan entre el comedor y una panadería. A la sala de atención de la salud, con servicios de ginecología, farmacia y odontología, va un equipo de profesionales ad honorem. Y está la guardería con sus maestras. Todo, obra de la fundación bautizada con su nombre.
Barrientos nació en 1962, la penúltima de once hermanos, de los que sobrevivieron sólo cinco. Antes de cumplir los doce, la madre murió de un cáncer. La familia se desmembró. En la casa de Santiago del Estero quedaron el padre y los tres hijos menores: Martín, de 13; Margarita, de 11 y Nilda, quien no había cumplido los diez. El hombre los llevó a un obraje y los dejó. Como los días pasaban sin que diera señales de aparecer, los obreros avisaron a la policía y se acordó que una delegación pasara a retirar a los menores.
Esa noche, los mayores, Margarita y Martín, discutieron sobre lo que podía ocurrir y decidieron que cualquier cosa sería mejor que un internado. “Ensillamos dos caballos y salimos a la madrugada”, recuerda ella. Martín partió rumbo al pequeño pueblo de Vilela. Margarita y su hermana, en cambio, fueron en dirección opuesta, hacia a Añatuya.
–¿A buscar a quién?
–A nadie. Yo ya estaba pensando en venirme a Buenos Aires.
–¿Por qué a Buenos Aires?
–No sé –dice ella, como si la pregunta fuera una rareza–. Ya no me acuerdo.
Las hermanas viajaron todo el día por el monte, las dos en el lomo de una yegua. Cuando ya no hubo luz, buscaron un descampado y durmieron. Hacía calor, era verano. El hermano mayor les había dicho que tardarían en llegar a Añatuya dos o tres días. A la mañana del segundo encontraron el pueblo. “Cuando apareció la primera casita, nos bajamos. Solté al animal, para que volviera al monte. La arreglé un poco a la Nilda, caminamos hacia la ciudad. Había una mujer afuera, en el primer rancho, haciendo sus cosas. Cuando estábamos llegando, le digo a mi hermana: ‘Nilda, andá corriendo, pedile tortilla a la señora’. Nilda corrió –continúa Margarita–. Y yo corrí también, pero para el otro lado. Me fui. Me vine para Buenos Aires.”
–Así se separaron los tres hermanos.
–Sí.
–¿Y no volvieron a verse por mucho tiempo?
–Por 27 años.

Isidro
Llegó a la estación de Retiro con 12 años. Se refugió temporalmente en la casa de un hermano, más tarde empezó a vivir en la calle. Dormía en las plazas, comía como podía, ofreció en las esquinas de una plaza del Conurbano sus servicios como doméstica. Se metió de niñera de un matrimonio (él era militar y ella, maestra), vivió con ellos un tiempo en Comodoro Rivadavia, volvió a Buenos Aires, se casó con un hombre que la doblaba en edad.
–Lo conocí un día domingo, en José C. Paz, cuando volví del sur, en la casa de una cuñada donde yo estaba de visita. Yo ya me iba a ir otra vez a cualquier lado, porque hacía como 3 o 4 días que estaba parando ahí. Entonces lo vi.
–¿El era amigo de la familia?
–No, él pasó por la calle. Fue como buscar a alguien, alguna protección.
–¿Qué le gustó?
–Que me hacía caso (risas). Eso es
importante.
–¿Recuerda qué se dijeron?
–Me habrá dicho chau, o algo así. O lo habré saludado yo, no me acuerdo.
Al rato vino mi sobrino y me dijo: “Tía, te llama el hermano de la Chichí”. Era Isidro. Fui a verlo. Todo pasó rápido, habremos estado dos días de novios y ya nos juntamos.
–¿Qué tenía puesto el día en que se conocieron, cuando él pasó y la miró?
–De eso sí me acuerdo. Tenía un vestido amarillo con unas margaritas grandes.
–Usted tendría unos 15 años.
–Catorce. Iba a cumplir los 15.
En el universo Barrientos confluye la familia ampliada con vecinas de barrio, médicos y maestras. Visto desde afuera, es un lugar donde todos parecen saber cuál es su función y qué es lo que hay que hacer. Su lógica de funcionamiento interna tiene más que ver con la solidaridad que con la organización social: en este lugar, el trabajo lleva la impronta de la caridad, diferente de la de la lucha.
–¿Quién toma las decisiones sobre cómo hacer cada cosa?
–Yo –dice Margarita–. Siempre soy yo.
–¿Hacen asambleas con los vecinos?
–Hacemos reuniones para contarles qué es lo que queremos hacer. Se convoca a un encuentro y se les avisa.
–¿Qué vio cambiar en el barrio a partir del trabajo en el comedor?
–La gente aprendió mucho. Aprendió a convivir, porque acá los paraguayos no se llevaban bien con los bolivianos, había esa cosa de tirantez de los que no son de la misma nación y no piensan igual. Aprendieron a convivir porque acá trabajamos todos entreverados. Acá hay peruanos, bolivianos, paraguayos, chilenos trabajando.

Políticas
Margarita no cree en los políticos. “En ninguno”, dice. Sostiene que le gustaría que al país lo gobernara un empresario.
–¿Como Macri?
–¡No! Como Macri no.
–¿Como quién?
–Un empresario pobre.
–¿Y por qué no directamente un pobre?
–¿Como quién?
–Como alguien que, por ejemplo, sostenga un comedor.
–Porque no todos los comedores son honestos.
El comedor y todo lo que lo rodea creció con donaciones. En torno a esos dineros hay historias públicas, como el regalo de la primera emisión del programa “Codicia”, que entregó a Los Piletones 14 mil pesos con los que levantaron las paredes del centro de salud, y otras más ocultas, como el paso de una nieta de Amalita Fortabat por la guardería, donde –aseguran allí– hizo una pasantía sin que prácticamente nadie se enterara de dónde venía la maestra jardinera. Mucha gente se acerca así, silenciosamente.
–Usted dijo que había reencontrado a su hermana Nilda después de 27 años. ¿Supo qué había ocurrido con ella después de que corrió hacia esa casa, en Añatuya?
–A Nilda la internaron en un colegio de monjas, porque no tenía familia.
Después pasó 10 años en el Montes de Oca. De ahí pasó a un instituto.
–¿Cuándo se reencontraron?
–Fue una noche de hace dos años, cuando vino Mirtha Legrand a hacer su
programa desde el comedor.
–¿Ella la vio por televisión?
–Sí. Ella estaba en Villa Martelli, en un hogar de señoritas. Esa noche me vio en el programa y me llamaron a casa, como a la una de la madrugada. Quedamos en ir a verla apenas fuera de día. Nunca me voy a olvidar de ese momento: fuimos con Isidro, en auto. Estábamos buscando la dirección y cuando nos acercamos la vi, ahí estaba Nilda, parada en la vereda, con una valija lista. Y se vino a vivir con nosotros, estamos juntas.

Espacios
Pegado al comedor de Margarita Barrientos está la guardería infantil. Sus aulas fueron construidas en el ‘99, pero el mes pasado compraron además un terreno en el fondo y lo convirtieron en patio. Es una superficie grande, como de la mitad de una cancha de básquet, a la que hicieron un piso de cemento. En una esquina colocaron una calesita y nada más, para que los alumnos, todos habitantes de la villa, tuvieran espacio para correr.
La inauguración fue hace unas semanas. Ese día, las maestras sacaron a los chicos al patio y se prepararon para ver la fiesta pero, para desconcierto general, ellos se instalaron en un rincón y ahí se quedaron, jugando dentro de unos límites invisibles de dos por dos. De manera que, tras concluir que el problema era que el patio era demasiado grande enrelación con los espacios conocidos, las maestras tuvieron que mostrarles a través de distintos juegos que podían ir más allá.
Barrientos se ríe cuando escucha el relato, que Las/12 conoció a través de las maestras. “Ahora quiero construir la biblioteca –dice–; después buscaré a alguien de plata que me done una losa para hacer el techo y poner arriba de la panadería una fábrica de pastas, para generar trabajo; podríamos crear 20 puestos. Y después quiero comprar otro terreno para hacer un hogar de día para las mujeres, para que se bañen y aprendan a bañar a sus hijos. Tengo un montón de cosas pendientes, tengo muchos proyectos. Yo soy de raza india, tengo fuerzas internas que no me permiten aflojar. No quisiera nunca aflojar, no me gusta dar el brazo a torcer fácilmente.”
–¿Por qué será eso?
–Será la vida que a una la hace así. Yo lo veía a mi papá flojo, tan irresponsable. Salió a buscar el remedio para mi mamá y volvió cinco días después de que ella había muerto. Hacía esas cosas.
–Por ahí no se daba cuenta.
–Se daba cuenta tarde. Por eso yo, cuando era chica, quería ser rica, para salvarle la vida. “Cuando sea rica –pensaba–, mi mamá no se va a morir nunca.”
Silencio.
–Estos son edificios fuertes. El comedor, la salita de salud, la guardería.
–Esa es la idea.
–Están construyendo cosas que van a durar muchos años.
–Yo tengo diez hijos –dice ella–. Y todos son así.
–¿Como estos edificios?
–Claro. Muchos de mis hijos están trabajando conmigo. Yo siempre digo que ellos nunca dieron lo que les sobró sino lo que les faltaba. Eso es lo mejor de todo.

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