IN CORPORE
› Por Soledad Vallejos
“La propuesta de moralización apelaba a la identidad femenina esencializada en su rol materno: la convocatoria a las mujeres de los sectores más populares para defender a sus hijos fue un aspecto central (...) consideraba el trabajo de las vecinas como una extensión de su rol ‘natural’ de madres”. El pasaje sale de “El Plan Más Vida: un programa bonaerense a favor de las madres y sus hijos”, el trabajo de Carina Lupica y Roxana Mazzola publicado en el tercer número de Boletín de la Maternidad, la publicación cuatrimestral del centro de estudios Observatorio de la Maternidad (www.o-maternidad.org.ar). De acuerdo con datos oficiales, plantea el estudio, en la provincia de Buenos Aires más del 30% de las madres vive en situación de pobreza (el 9,2% es indigente); el 49,2% no terminó el secundario y el 6,4% no terminó el primario; un 44,6% no tiene mas cobertura de salud que la del sistema público; el 6,7% está desempleada; “41,4% trabaja en condiciones de informalidad y 24,7% se desempeña en el servicio doméstico, y aportan con sus ingresos monetarios el 39,3% y el 42,7% del ingreso total familiar, respectivamente” (los datos surgen de la Encuesta Permanente de Hogares). Los números tienen una importancia extra: en el Gran Buenos Aires vive el 24% de las argentinas que son madres, o están en edad fértil. De allí que Lupica y Mazzola retomaran el caso del plan social que comenzó, en 1994, bajo el nombre de Vida y sigue hasta ahora, rebautizado como Más Vida. En un escenario que empezaba a verse devastado, este plan se constituyó “en la política social vertebral de la provincia”, a partir de tres líneas: la nutricional (entregando alimentos), la implementación de programas complementarios de salud y la gestación de redes sociales (aquí, el rol estelar de las manzaneras). Actualmente, destina 380 millones de pesos a 950 mil beneficiarios: embarazadas y mujeres en período de lactancia, niños hasta su ingreso escolar. (Tiene deficiencias, por supuesto: continúa la línea de política nutricional asistencialista, son escasos los controles y los estudios de impacto, tampoco se monitorea su aplicación.)
El caso es que, cuando la crisis se agudizaba, el Estado recurrió a empoderar a las mujeres pobres, pero sólo a partir de su papel de madres (¿y las pobres no madres?).
Entrado el siglo XXI, goza de excelente salud la figura de la madre como guardiana férrea, articuladora de lo que amenaza con desintegrarse, leona capaz de defender de toda amenaza (moral, económica) un espacio vulnerable y opaco (el hogar) que suele estar a la cabeza de la lista sólo cuando las políticas públicas quieren empezar a tallar en algo que parece a punto de derrumbarse. Todavía la maternidad prestigia y dota de un aura (Andrea del Boca sigue eligiendo a La mamá del año en su reality bizarro de la tarde), puede volverse proyecto y dar status en ocasiones (por eso, dicen cada vez con más frecuencia los estudios, algunas adolescentes optan por embarazos precoces, no necesariamente planificados). Rol natural emanado del imperativo biológico, el lugar común va a demandar constantemente que la mujer devenida madre dé pruebas de desempeño eficaz. Una madre no puede ser sino madraza, porque la otra es mala madre. Que sea pobre o rica, que tal vez tenga otras demandas poco importa.
Los datos duros de Jujuy difícilmente mejoren los de Buenos Aires. Quiero decir, un lugar así y sin asistencia para las madres pobres, le cambió la vida a Romina Tejerina. De eso hace cinco años. Hace pocos días, Soledad Silveyra viajó a entrevistarla para ¿el periodístico?, ¿el show de entrevistas? Un tiempo después (jueves a las 23.30 hs, Telefe). Entró en la cárcel, saludó a una de las compañeras de Romina (“¿vos por qué estás acá?”), se sentó en un sillón y le echó en cara un puñado de preguntas: “¿Cómo fue la noche de la violación?” (“No quiero acordarme, me hace mal”), “¿Le hablás, le pedís perdón a Milagros?” (el nombre de la beba a la que apuñaló en el baño, apenas parir). “¿Te sentís madre?” (“Sí”), y otra vez “recordemos la noche de la violación, paso a paso”, hasta que Romina contó una, dos, tres escenas. “¿Estás arrepentida?”, “Sí”. Lagrimeó. Sólo entonces la televisión la dejó en paz.
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