TALK SHOW
› Por Moira Soto
La única agua que corre en el film Extranjera es salada. Corre por las mejillas de la Madre cuando intenta acercarse a la hija para hacerle saber que siempre la amó pese a la obligada separación, también cuando le enrostra al Padre que se la quitó y ahora la va a matar para que lleguen las lluvias. La Madre lo enfrenta en una escena de suprema tensión sostenida por una cámara virtuosa y un impecable montaje, en torno de un caballo que se agita inquieto, reflejando el desasosiego de su jinete. Pero los dados están echados, el destino fatal de la Hija está sellado, más allá de las vacilaciones del Padre. Ya se lo anunciaron a la joven dos vecinas del lugar que están jugando a la payana: “Hoy vas a morir”.
La película de Inés de Oliveira Cézar, de una audaz radicalidad, se anuncia como una versión libre de Ifigenia en Aulide, de Eurípides. Según el mito en su forma más divulgada, Artemisa –Diana Cazadora para los romanos– se encabritó cuando Agamenón, rey de Mecenas, no sólo le mató a uno de sus ciervos sino que se permitió ufanarse: “Ni la propia Artemisa lo habría derribado con tanta destreza”. El adivino Calcante avisó a Agamenón que para conseguir vientos favorables que llevaran las mil naves con guerreros a bordo hacia Troya para recuperar a las casquivana Helena, debía de dar muerte a su hija Ifigenia.
Al igual que el Dios de Abraham en el Antiguo Testamento que después de darle un anhelado hijo –Isaac– le impone al patriarca que se lo ofrezca en sacrificio, y a último momento detiene la mano que iba cometer filicidio, Artemisa salva a Ifigenia sustituyéndola por una sierva en el altar, y se lleva a la chica para consagrarla sacerdotisa a su servicio (de ahí que el personaje reaparece en otra pieza de Eurípides, Ifigenia en Táuride: en este lugar del Atica, una de las tareas de I. era sacrificar a los extranjeros que algún naufragio arrojaba a las costas).
En Extranjera, como en cualquier tragedia que se precie, aparece desde el vamos el tema del destino ya escrito, ineluctable. Y por cierto, la toma de conciencia, desde distintas perspectivas, de los personajes principales. Pasan los siglos, pasan los milenios, y los clásicos siguen realimentando la ficción: en el teatro, tenemos actualmente a un Hamlet –cinco centurias después de ser escrito– femenino y formoseño (Adela está cazando patos) que, en cinco calurosas siestas, recibe la visita del fantasma de su padre, influyente diputado muerto hace poco, que travestido denuncia ante su hija que fue asesinado y clama justicia. En su admirable, singularísimo, lacónico film, Inés de Oliveira planta el relato mítico del padre que debe cumplir un designio inexorable, en un paisaje mineral, detenido en el tiempo, aunque algunas prendas de vestir indican cierta contemporaneidad. El pathos, el sufrimiento de los personajes que saben que la tragedia se avecina, se puede sobre todo leer en los rostros, en las miradas, en algunos tonos de voz porque las palabras son pocas y muy concentradas, casi mensajes de texto... Felizmente –dentro de la desgracia–, Carlos Portaluppi, Eva Bianco y Agustina Muñoz aportan un peso emocional de alta densidad, con gran economía de gestos. Una densidad que se vuelve palpable en la citada escena del enfrentamiento entre el Padre chamán y la Madre envenenadora virtual en una zona de animales ponzoñosos que sobreviven a la sequía mientras se va muriendo el ganado y un ave de rapiña planea sobre la chica sentadita en una silla frente a la inmensidad del paisaje, imagen misma de la soledad absoluta.
Esa chica se está tomando su tiempo para asumir su mala suerte. No tiene escapatoria, es verdad, pero como el condenado que pide valientemente que no le venden los ojos frente al pelotón de fusilamiento, ella junta fuerzas para marchar al cadalso por su voluntad. En la puesta de Rubén Szuchmacher que se vio en el San Martín en 2000, Ifigenia también decidía, después de superar el shock inicial, marchar al sacrificio, pero en una especie de brote patriótico y mesiánico, agrandada en su afán de trascender, elegía inmolarse para ser después “glorificada por la memoria de los griegos”, sin tener en cuenta que moriría para que el fútil Menelao pudiera recuperar a la bella Helena.
Con menos aspavientos pero con igual nobleza, la protagonista de Extranjera hace su camino interior, se va despidiendo de su hermanito mientras lo lleva a caballito, sujeto a su espalda, apenas cubierta por una gastada remerita blanca. En tanto que las viejas del caserío despluman aves, y su padre y su madre rondan por ahí con distintos propósitos, ella, la Hija, la Hermana, la que debe morir, medita, elabora su propio duelo. Una actitud que le confiere santidad, grandeza entre esos personajes que –gracias a la dirección de arte, a la fotografía, sin duda a la voluntad de la realizadora– se mimetizan con el paisaje seco y parecen ellos mismos tener un pedernal en el pecho. Salvo el niño inocente al que se le sustrae su hermana-madre y que parte por una senda entre las montañas en esa bellísima, impresionante toma fija de más de alrededor tres minutos, caminando hacia otra parte.
Extranjera, en el cine Gaumont a las 13.40, 15.15, 16.50, 18.25, 20 y 21.35, a $ 4.
En el Malba, sábados de julio y agosto a las 20.15, y los domingos a las 18.45, a $ 10, con descuentos.
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